Xanty, con equis, es de los que no deja palabras al azar. Cuenta, por ejemplo, que para ponerle nombre a su restaurante, una noche hizo una lista de 154, y todos con un mismo criterio: que no llevaran artículo, que comenzaran por a, que fueran trisílabos y además, fonéticamente contundentes. Y finalmente dio con uno, aunque fuera derivado del latín: A-cán- thum. La tilde, la añadió después, para que no fuera una palabra aguda.
Eso sucedió hace diez años, el mismo día que entró en su local de la calle San Salvador de Huelva y se encerró allí con una botella de vino a pensar en su nueva aventura como cocinero. “En un momento, cuando ya llevaba 153 nombres, me quedé mirando una escultura de escayola con unas hojas de acanto y pensé: ‘qué valor el de aquel griego que se puso a cincelar en piedra una hoja de acanto’… Hoy es arte clásico, pero en aquel momento, después del dórico y el jónico, hubo un tipo que dio nombre al corintio. Me dio por pensar que, de algún modo, la gente en Huelva también se iba a volver loca con la cocina que yo iba a hacer, sin pescaíto frito…”. Y con esos pensamientos y una botella de vino, cinceló su futuro.
Aunque en realidad, esta historia comenzó mucho antes. Xanty Elías nació en Huelva en 1980 y creció… mucho. Sus 194 centímetros apuntaban hacia una prometedora carrera en el baloncesto, pero los problemas asociados a un desprendimiento de rótula le obligaron a abandonar su primera pasión. Entretanto, un verano su madre le mandó a Madrid, con un tío suyo que tenía una pastelería: “Yo tenía 12 años y lo que hacía con la harina, imagina, era jugar. Pero un día, mientras amasaba pan, me llevé la mano a la cabeza. Y mi tío me dio un guantazo. Yo protesté, claro, pero él me explicó que eso no se podía hacer, que en el pelo había gérmenes, que tenía que ser limpio”, cuenta sin olvidarse de su herido orgullo infantil. “Sin embargo, con aquello me di cuenta de que eso era otra cosa más allá de un juego. Un trabajo donde la gente se toma muy en serio lo que hace. Así que a partir de ahí, empecé a trastear en la cocina de casa”.
Y lo que creció esta vez fue su pasión por la cocina. Xanty empezó a formarse y tras su paso por distintas escuelas conoció, a través de Eurotoques, a Luis Irízar, que le animó a hacer sus primeras prácticas en Akelarre, el restaurante de Subijana. “Sin embargo, pocos días antes de irme, no sé qué pasó que acabé en Arzak. Allí, desde el primer día me sentí tan cómodo que lo que iban a ser unas prácticas de seis meses, se convirtieron en dos años”, recuerda. De Juan Mari, a quien profesa una admiración y gratitud infinitas, dice que “aplica una mezcla de dureza y sensibilidad maravillosa. En su casa me encontré tan mimado y tan valorado, era una lugar tan sin prejuicios, a nadie le importaba si eras pobre o rico ni de dónde venías… ¡mi padre tenía camiones y mi madre una mercería! Allí aprendí no sólo de cocina, sino de la vida”.
El factor equis
La vida siempre arroja incógnitas que sólo se despejan con el tiempo. Pero, en el caso de Xanty, algunas han estado marcadas más bien por los contratiempos. Hay una línea clara que fue trazando su carrera de cocinero: del pan a la cocina, de la cocina a los estudios, de la formación al negocio. Y, como en la vida, esa línea a veces ha de salvar curvas. Otro episodio: en 2010, tras una ruta en moto en la que recorrió media España para organizar un congreso gastronómico, acabó en un hospital por una tromboflebitis grave. El mundo se le vino abajo: “Apenas podía estar de pie ni trabajar con cuchillos, porque estaba con Sintrón, así que pensé en irme a una planta petrolífera…”, lamenta.
Pero cuando estaba a punto de claudicar, un amigo le animó a hacerse con un local que se había quedado libre. En mitad de aquella otra crisis, un rayito de luz se cruzó en su camino: había que emprender. Y así puso en marcha el primer restaurante gastronómico de Huelva, Acánthum, con el que ha renovado durante seis años su estrella Michelin.
Y otro apunte ortográfico: esa equis que tan bien le define le acompaña desde hace casi 20 años, cuando un sastre de Donosti que le recomendó el por aquel entonces jefe de cocina de Arzak, Peio Aramburu, decidió bordar el nombre en su chaquetilla con un ‘toque vasco’. El chef todavía se ríe al recordar las bromas que le gastó su jefe, pero que dieron al cabo con la rúbrica perfecta.
La consciencia y el camino
Durante los primeros meses de la pandemia, a Xanty, como a muchos de sus colegas, le dio tiempo a reflexionar sobre muchas cosas, tanto de aspectos de su vida personal como sobre los nuevos modelos de negocio. “El cambio ha venido para quedarse”, sostiene. “Y a los que estamos vivos, por mucha ruina que haya generado, esto nos ha zarandeado para ser conscientes de muchas cosas. Ahora, vaticinar lo que pasará, no sé. Sí me gustaría que el cliente fuera más consciente de lo que come, cuándo y dónde lo come”.
Xanty hace un alto para aclarar que aquí no sirve aplicar los mismos modelos para todos: “En mi taller yo cocino para seis y eso no se puede comparar con El Celler de Can Roca o con un bar de menú del día”, pero incide en que hay soluciones empresariales y económicas para ir haciendo frente a los nuevos tiempos: “Comparándolo con el cine, por ejemplo, que es más barato el miércoles que el sábado: igual hay que adaptar eso. Y si lo hacemos, tal vez seamos más rentables y le daremos un amplísimo valor al cliente. Se habla mucho de que estamos unidos, pero tampoco es cierto, cada uno arrima el ascua a su sardina”. En Acánthum actualmente Xanty ofrece dos propuestas gastronómicas. Por un lado, un servicio a la carta para disfrutar de las elaboraciones más conocidas y otros platos nuevos, siempre sujeto a los productos de temporada, afín a su filosofía de defensa del #adnhuelva y, lo mejor, con precios muy ajustados: “Una lapa blanca en Madrid cuesta 150 euros y aquí 70, así que tenemos ventajas. Huelva es una grandísima despensa”. Sin olvidarse de algo más: “En gastronomía debemos ser transportadores del valor de una cadena que va desde el pescador o el agricultor hasta el vendedor, pasando por la bellota que come un cerdo durante ocho años para que luego te la comas en un segundo cortando jamón. La formación es esencial en esa cadena, pero el valor económico también, porque la gente está tiesa. Ajustar todo eso es una posibilidad que nos hace humildes para llegar a todo el mundo”.
Y, por otro lado, está su taller gastronómico –un espacio limitado a ocho personas– con un menú que cambia a diario y en el que el comensal puede disfrutar de una experiencia exclusiva con el chef en directo. “Es maravilloso lo que sucede ahí –relata entusiasmado– porque es un auténtico espacio de libertad en el que los comensales participan de las maneras más insospechadas. La gastronomía es un hilo conductor donde lo importante no es la foto del plato sino la experiencia y generar un recuerdo que después te ponga los pelos de punta”.
El futuro y los niños
Otra cosa que le pone los pelos de punta a Xanty es su trabajo con la Fundación Prenauta, que él preside y con la que lleva a cabo una labor divulgativa mucho más que loable –pocos días después de esta entrevista, su proyecto ‘Los niños se comen el futuro’ recibió el máximo galardón de los premios B-Value, el programa de innovación para líderes del tercer sector impulsado por Fundación Banco Sabadell y Ship2B–, y del que dice que “le vacía los bolsillos, pero le llena la cabeza y el corazón”.
El origen de su fundación, que se le ocurrió tras un inspirador viaje a San Francisco, cobraba sentido como plataforma divulgativa por varias razones: “Cuando abrí el restaurante en Huelva no existían muchos clientes para este tipo de negocio, de modo que pensamos que había que formar al cliente. En un principio empezamos con el que yo denomino –sin querer faltar a nadie– el cateto onubensis, que resumidamente es aquel que cree que no necesita más cultura que la que tiene, y transformarlo en una persona con otra mentalidad, que entendiera otra forma de acercarse a la gastronomía. Pero un día descubrí que ese esfuerzo que requería hacer, para que los adultos cambiaran su manera de entenderlo o sacarles de su zona de confort, era inmenso; así que pensé, ¿y por qué no empezar un poco antes? Es decir, formar a las futuras generaciones”.
De esa frustración nació la idea de que los niños se comen el futuro, un concepto que aclara: “No es exactamente que el niño se ponga un gorro de cocina y sea un mini MasterChef, sino que desde los 5 o 6 años a los 12 tomen consciencia de lo que comen y de todo lo que rodea la alimentación. Así que impulsamos una especie de asignatura lúdica y desestresante pero relacionada con la comida, que al fin y al cabo es algo que van a tener que hacer a lo largo de su vida tres veces al día”. Y surtió su efecto. Con sus talleres formativos comenzaron a ver que los más pequeños, además de divertirse, se convertían en prescriptores de comida saludable en sus casas, adoptaban responsabilidad en el juego y mejoraban su autoestima. “Y, en modo egoísta, también pienso que esos niños, cuando sean mayores, querrán ir a restaurantes con estrella Michelin”, asume, cerrando así un círculo virtuoso.
Y como no saber estarse quieto, Xanty cuenta cómo desde su fundación también ha impulsado otro ambicioso proyecto, EaterLab, que es una consultora digital de gastronomía basada en la inteligencia artificial y el Big Data para analizar otros aspectos relacionados con la comida: “Queremos ver cómo se comporta el comiente –que aunque no aparezca en el diccionario, no es ni comedor ni comensal–. Y el estudio y la observación se centra no tanto en lo que comes sino en lo que haces o sientes cuando comes”, anticipa.
En lo que a él respecta, da algunas pistas: “Al principio, cuando iba a los restaurantes, iba en modo esponja, con mi libreta y tomando notas. Pero un día cambié y empecé a ir sin prejuicio, a disfrutar. Y a comer solo a los sitios, que es una experiencia muy interesante, porque estar solo te permite descubrir cosas que no esperas… y vuelves a ser un niño”.