La noche del 31 de Octubre, Valentín el Zombie recogió emocionado, de manos del renombrado chef vasco de la tele, el premio que le acreditaba como ganador del famoso concurso reality de cocina. El jurado, compuesto como de costumbre por la señora pija, el campechano cocinero manchego y el guaperas faltoso, no había escatimado elogios a sus creaciones culinarias en la gran final.
Valentín era, por derecho propio, el primer zombie galardonado como Maestro de la Cocina.
Durante aquellos instantes de júbilo, su existencia entera discurrió ante sus ojos como en un videoclip ochentero. Su insulsa vida previa a la transformación, un oficinista solterón de mediana edad con cuatro pelos, que aún vivía con su madre. El incidente que cambió su vida, cuando aquella chica tan rara que atendía el videoclub del sex-shop se abalanzó inesperadamente sobre él y le arreó un mordisco, una tarde lluviosa de sábado. Y su posterior peripecia, ya como zombie.
Los zombies creo que los inventaron en Haiti, para conseguir mano de obra abnegada y sumisa en los campos de cultivo. Básicamente se trataba de escoger un señor ya difunto, zombificarlo mediante una serie de misteriosos procedimientos para que saliera de la tumba, rigurosamente empanado, y ya tenías un esclavo estupendo. Más o menos es lo que hacen ahora los bancos por las empresas mediante las hipotecas, convirtiendo a honrados ciudadanos en almas perdidas capaces de tragar con carros y carretas en su entorno laboral para llegar a fin de mes. Pero con otro rollo, mucho más resultón de cara, por ejemplo, a las películas de Serie B.
Puede parecer que ahora hay más zombies que nunca, pero no es así. Lo que ocurre es que antes pasaban más desapercibidos, porque la gente no andaba por ahí con una cámara de alta definición en el bolsillo, y tampoco existía Instagram, ni Tik Tok, ni había series de Netflix ni todas esas cosas que tenemos ahora. Pero zombies sí que había. Y muchos
Con el tiempo los zombies se fueron extendiendo cual especie invasora, dejando atrás las plantaciones de caña y dejándose ver cada vez más en entornos urbanos, como las cotorras esas de los cojones. Eso sí, eran de otra catadura. Eran zombies que escuchaban a los Ramones y a los Cramps, y que vestían harapos de fibras naturales, a menudo incluso de marca. Observaban un riguroso código de conducta y no iban por ahí en desordenado tropel como los de ahora. No es que fueran especialmente civilizados, quiero decir que no respetaban a las ancianas ni a los niños ni nada de eso, pero eran creativos e individualistas y no estaban por la labor de montar un apocalipsis a las primeras de cambio. Algunos incluso alcanzaron cierta fama hace décadas, por colaborar con una luminaria del pop, en una coreografía que todavía hoy se saben los mortales de memoria y que muchos bailan, con desigual acierto, cuando están bolingas. Los zombies de antes gozaban de ciertos privilegios, por ejemplo nunca les tocaba ir a la mesa
electoral y ni siquiera hacían la mili. Su actividad se regía por un muy razonable convenio colectivo que no les obligaba a trabajar más allá de lo sensato, no como hoy.
Valentín, que toda la vida había sido un señor sosísimo, se integró de maravilla en la familia de los muertos vivientes. En realidad, él ya estaba casi muerto, de aburrimiento, de forma que el tránsito a la zombitud fue algo, como se dice ahora, sin costuras. Muy pronto empezó sus incursiones en busca del alimento favorito del colectivo: el cerebro humano. Y se reveló como un verdadero gourmet en la materia.
Degustó los sesos de los más variados encastes, anotando en una costrosa libreta las cualidades organolépticas de unos y otros. Cató la mollera de individuos de todas las etnias y capas sociales, a nada le hacía ascos. También le pasaron cosas raras. Una vez se comió el contenido del cráneo pelado de un directivo del balompié, y al poco se sorprendió a sí mismo agarrándose el paquete
en presencia de otros zombies de cierto nivel, y observando conductas inaceptables con una aguerrida zombette con tatuajes. Entre los mejores recuerdos de su paladar agujereado, un autobús de jubilados en su punto de maduración, que iban camino de Benidorm, un taxidermista riojano con un rotundo retrogusto a los caldos de su tierra y, su favorita, un grupo de profesores
de primaria, con sus encéfalos flexibles y tonificados.
Sin embargo, hubo un episodio que le impactó de una manera definitiva y marcó su posterior evolución. Valentín se había infiltrado, con fines estrictamente gastronómicos, en la convención anual de uno de los partidos políticos mayoritarios. Le costó bastante saciar su apetito ya que los asistentes por término medio no ofrecían una ración de cerebro generosa, de modo que se
pegó un atracón. Y le sentó fatal, se puso malísimo (en la medida que un zombie pueda padecer problemas gástricos) y se preocupó muy seriamente.
Fue entonces cuando se hizo vegano.
Le costó lo suyo, porque ya le había cogido el gusto al tema la dieta cerebral y además los zombies no tienen problemas de colesterol*, más que nada porque ya están muertos. Pero poco a poco descubrió un nuevo universo de sensaciones, y encima la cocina vegetariana resultó ser lo suyo. Todos aquellos años en casa de su madre, que cocinaba de muerte como suelen hacer las madres, cristalizaron de pronto entre sus manos horrorosas.
Y el resto ya os lo podéis imaginar… el show televisivo, las largas colas, el numerito de resultar elegido, el llanto emocionado de otros zombies que le esperaban fuera del plató… La productora estaba encantada porque incluir un zombie en el clásico elenco de concursantes, significaba con seguridad subir los ratings de un programa que iba ya en caída libre, después de muchos años dando la turra.
Lo que nadie imaginaba es que Valentín daría la campanada, precisamente con una elaboración a base de ingredientes con aspecto de cerebro y que, al igual que el cocinero, resultaban asquerosos para la mayor parte de la audiencia. Me refiero, claro está, a la coliflor y el brócoli. Mucho más apetecible resultó la tarta de nueces con la que ganó la Gran Final, dejando en la estacada a la top model venida a menos y al mariquita simpático que le disputaban el título.
Y ahí estaba Valentín, disfrutando de su minuto de gloria. Quién se lo iba a decir. Ojalá su madre pudiera verlo etc. De repente, sintió ganas de celebrar. Sus ojos de zombie, llenos de lágrimas por la intensidad del momento, se fijaron en los miembros del jurado. Hasta el más estricto de los veganos tiene derecho a darse un capricho, pensó.
Al fin y al cabo, era Halloween.
*El cerebro contiene sobre todo agua, colesterol, hierro, fósforo y vitamina B12.