Imagina que un día cualquiera bajas al garaje, enciendes tu Mustang del 68 y te adentras en la Ruta 66 sin un rumbo fijo. En un momento determinado, un rancho a lo lejos llama tu atención. No hay señales de civilización, ni de nada, en kilómetros a la redonda, así que te dejas guiar por tu instinto y te acercas.
No es difícil hacerse a la idea de qué tipo de personas te vas a encontrar. Las gentes de Oklahoma son famosas por su hospitalidad, y desde que luego viviendo tan apartados de la sociedad más les vale ser simpáticos.
Al llegar, lo primero que llama tu atención es el olor; es mediodía y huele a leña quemada, están cocinando seguro. ¿Me invitarán?
Nada más acercarte a la casa sale la dueña a recibirte con la mejor de sus sonrisas y su look de vaquera intacto. Después de hablar durante minutos de los pocos visitantes que tienen, te lleva a ver sus caballos y te da una cerveza, que el calor por estos lares es insufrible. ‘Majau’ dice que se llama, pero tú lees ‘Mahou’. ¿Será por el grito de los indios?
El recorrido sigue por los establos, en los que hay media docena de perros, cientos de balas de paja, un cerdo en miniatura y hasta una vaca pastando por los alrededores. En esta zona es muy famoso el beef jerky, pero a ella le gusta más una carne originaria de Sudáfrica que se llama Kudu Biltong. Obviamente te da unas tiras, que estás en los huesos.
Ves lo que parece ser una antigua locomotora, y echa humo. ¡Ajá! De ahí viene el olor a comida. Te enseña las hamburguesas que están haciendo. A un lado, están bien flanqueadas por un chuletón de dos kilos y salchichas de la carnicería de su vecino (a media hora en coche) Rubaiyat. Al otro, cebollas y mazorcas de maíz. Todo aderezado con las típicas salsas americanas.
Por supuesto te pide que le acompañes.
Os sentáis a la mesa mientras te cuenta que sus establos eran utilizados para sesiones de moda. Al terminar, pone en dos vasos un whiskey que le trae un familiar desde Nueva Orleans, Sazerac Rye dice que se llama, y hasta te pide la dirección para enviarte una caja.
Al atardecer, el estomago lleno te hace ver las cosas de otra manera: decides dar media vuelta y volver a casa, a fin de cuentas no has avisado a nadie y alguien te habrá echado de menos (tu perro, por ejemplo). Te llevas una gran experiencia, historias que contar y estás seguro de que has aprendido más en esas horas en la Hípica El Encuentro que en los años de instituto.
Apetece, ¿verdad?
Aquí tienes, no hace falta irse hasta Oklahoma.
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