Hace unos meses, el chef catalán Daniel Roca me hacía una confesión: “Me han obligado a meter una tarta de queso en la carta”, me dijo. Fue al poco de desembarcar en Madrid con su primer restaurante, Lagasca 19. “En Barcelona no todos los locales sirven tarta de queso pero, por lo visto, aquí es obligatorio”. “Pues sí, Daniel”, le contesté yo. “Tus asesores gastronómicos están en lo cierto: en Madrid este postre es omnipresente”.
La tarta de queso es el nuevo bao, el nuevo tartar de atún, el nuevo ceviche o el nuevo carrot cake… Ese plato que se pone de moda y llega a las cartas de tooodos los restaurantes, como si de una plaga se tratara. Tras su tiempo de gloria, algunos desaparecen para siempre –qué alivio, por cierto, no saber nada del rulo de cabra con cebolla caramelizada del que me empaché en mi época universitaria–. No es el caso de la tarta de queso, que ha venido para quedarse. Cosa que me parece maravillosa, ojo: os confieso que mi segundo nombre es ‘Monstruo de las Galletas’ y soy incapaz de no hincarle el diente a cualquier dulce que aparezca ante mis ojos. Lo que no quiero que ocurra, sin embargo, es que este manjar llegue a saturarme algún día –y la verdad es que estoy muy cerca–. Porque, Oh Dios Mío, qué alegría nos da a todos la tarta de queso.
Pero, amigos, ¿qué tiene la tarta de queso que roba corazones tanto a los golosos, como a los que no lo son? ¿Qué encantos posee esta delicia, para lograr embelesar tanto a los ratones, como a los que dicen odiar el queso? –Y digo que lo dicen, porque anda que luego no se ponen tibios a pizza, a pasta gratinada, o al postre que hoy nos ocupa…–. Pues bien: yo os diré por qué. Hablamos de una tarta de queso que, afortunadamente, queda muuuy lejos de aquella que se vendía en el súper, con varios polvos que había que mezclar entre sí hasta obtener una especie de flan insulso de color blanco que sólo adquiría un poco de gracia si se coronaba con kiiilos y kilos de mermelada de frutos rojos. La tarta de queso que lo está petando es cremosa, fluida, semilíquida en algunos casos. Es de sabor sutilmente lácteo; dulce pero no empalagosa. Y, para mí, alcanza la perfección cuando incluye una base de galleta con mantequilla, que le aporta el toque crujiente.
Esta tarta es un híbrido de las de La Viña y Zuberoa, en Guipúzcoa, que luego popularizó el Cañadío, y más tarde Fismuler. Pero si esta tarta se ha convertido en lo más mainstream del universo es gracias a –o por culpa de– Cristina Pedroche. Fue ella quien, durante el confinamiento, compartió en sus redes una receta de tarta de queso que su marido acabó incluyendo en el delivery de El Goxo. Algo que yo, personalmente, y seguro que el resto de españoles glotones, le agradeceremos siempre.
En aquellos tristes días de encierro, recibir ese manual de instrucciones para alcanzar la felicidad entre cuatro paredes fue un regalo caído del cielo. Así que gracias, Pedroche, porque en mi casa la hicimos varias veces. El problema de esto es que, desde entonces, no sólo me toca comer tarta de queso en los restaurantes –y visito unos cuantos a la semana– sino, también, ¡en casa de mis amigos! Ahora todos han aprendido a hacerla y, claro, quieren lucirse. Incluida mi madre, que por lo menos le pone queso azul, al estilo Fismuler, para darle personalidad y variar un poco.
Al hilo de esto diré que, al menos, esta tarta tiene la cualidad de que se puede jugar con los ingredientes y el resultado siempre es bueno (o casi siempre). Veamos, por ejemplo, el caso de Javier Brichetto, que en Piantao la hace con dulce de leche. O el crack de Álex Cordobés, considerado por muchos el autor de la mejor tarta de queso de Madrid que, además de la clásica, tiene una versión con chocolate belga y otra con chocolate blanco (ésta última es brrrutal). O la de Estimar, con ralladura de cítricos y una base hecha de harina de trigo y almendra.
Queda claro que no soy detractora de esta delicia, pero sufro pensando que algún día acabaré haaaarrrrta de la tarta de queso. Noto que ya no es como antes, que no me hace tan feliz como antaño, que no me satisface como al principio… ¿Quizá necesitamos un respiro? ¿Quizá, para volver a pillarla con ganas, deba permitirme tontear con el brownie de vez en cuando? ¿O con la torrija? ¿O con alguno nuevo que aún no se haya cruzado en mi camino? Pensemos… ¿Qué postre podría destronar a la imbatible tarta de queso? El chico que me gusta –que resulta ser mi novio– dice que ninguno. Claro, como él es un ratón, jamás se aburrirá de ella. Ahora que lo pienso… probablemente por eso esté escribiendo esta columna: ¡ya no se puede pedir postre para compartir que no sea una maldita tarta de queso!