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Javier Colina (Pamplona, 1960) es uno de los más prestigiosos contrabajistas internacionales de jazz (y de flamenco). La lista de músicos con los que ha colaborado es infinita e impresionante. Por ahí están, a modo sólo de ejemplo, George Benson, Dizzy Gillespie, Jerry González, Toumani Diabaté, Compay Segundo, Carlos Núñez, Carmen Linares, Enrique Morente, Tomatito o Juan Perro… o Bebo Valdés y Diego El Cigala, con los que intervino en el legendario Lágrimas negras. Ahora ha publicado, junto al pianista valenciano Albert Sanz, Rodizio musical, un disco de versiones de música brasileña grabado en directo en dos noches consecutivas en el Recoletos Jazz Madrid, el club situado en el sótano del AC Hotel Recoletos, y en el que terminaron participando también personalidades como Silvia Pérez Cruz, Josemi Carmona, Antonio Serrano e Israel Suárez “Piraña”.
El título del disco tiene connotaciones alimenticias brasileñas…
Efectivamente, es porque representa un poco lo que lo que sucedió aquí la noche que grabamos el disco, porque empezaron a aparecer distintos músicos, representando distintos géneros, para dar de “comer” musicalmente a los comensales ávidos de música. Todo sucedió de esa manera… desordenada, y nos pareció que había similitudes con ese tipo de restaurantes brasileños, sólo que en vez de carne había música.
¿Suele ser la alimentación algo que le inspire musicalmente?
Para empezar yo soy de Pamplona, y allí nos gusta comer bien y nos preocupamos por la calidad de los alimentos. La alimentación es la única obligación que tienen los animales y los seres humanos debemos alimentarnos mejor, si se puede, y con deleite. Es importantísima la alimentación, tanto la del cuerpo como la del alma, que es la que nos proporcionan la música y las artes.
¿Por qué quisieron que el disco fuera de música brasileña?
No, no es algo que decidiéramos de antemano. Nosotros ya veníamos tocando esa música y otras piezas desde hace varios años. Lo que sucedió es que nos propusieron grabar un disco en directo y lo que hemos publicado es una selección homogénea de lo que tocamos esas dos noches. No “decidimos” hacer un disco de música brasileña, sino que es un trabajo de improvisación habitual en nosotros en el que partíamos de música hecha, casi toda, por compositores brasileños.
¿En alguna ocasión la comida ha hecho que se interese por la música de un país o una región?
Que la comida de un sitio esté buena no tiene por qué significar que la música sea buena; y viceversa tampoco. A mí, en realidad, lo que me gusta son las canciones y los platos. Ni toda la música de un lugar ni toda su gastronomía en general. Y lo mismo sucede con los conciertos: me pueden gustar unos temas y otros no.
En los clubes de jazz sucede algo que no suele pasar en los de rock y es que también se suele comer… ¿Cómo lleva eso?
Esa moda surgió en Estados Unidos porque hoy en día, desgraciadamente,
la gente lleva una vida en la que no le da tiempo a hacer muchas cosas y las quiere hacer a la vez. Les gusta el jazz y les gusta comer y como no tienen tiempo para cada cosa, hacen las dos al mismo tiempo… ¡Hombre!, a mí siempre se me hizo un poco raro, pero bueno… Seguro que hay músicas que pegan con la comida y músicas que no y viceversa. Si es solamente un picoteo lo llevo bien.
El jazz es una música para escuchar matices, pero tocar mientras se escucha el tintineo de los vasos y los cubiertos. Debe resultar molesto…
Sí, eso es verdad, eso ha venido pasando siempre a lo largo de la historia del jazz: había que conjugar la música con el negocio, para que un establecimiento se mantuviera, y había que aceptar a cierto tipo de gente, hasta los borrachos que estaban detrás. En los discos de Bill Evans grabados en el Village Vanguard sonaban hasta los vasos cayéndose, porque había que recibir a todo el mundo. Como decía Lou Bennett: “El que paga la entrada, que sea bienvenido”.
La parte buena es que el jazz se sigue prefiriendo ver en garitos pequeños, con menos de 300 espectadores.
Yo también soy público y a mí no me importa pagar por esa cercanía, porque es una sensación que no te pasa más que así. Ni en ningún teatro, ni en ninguna sala de 400 o 500 personas: es lo que sucede aquí, en el disco, con esa proximidad. ¿Cómo se mantiene? Eso es lo complicado, pero hay gente que también piensa como yo. Yo recuerdo haber visto a Ron Carter hace muchos años, en Barcelona, en el restaurante Luna, y valía 90 euros la entrada, pero tuve a Ron Carter a dos metros de mí. Yo quiero más de eso.
En la hoja de promoción de este disco se incide en que se hable de canciones, pero, salvo “Cariñosa”, el tema que canta Silvia Pérez Cruz, en el disco no se canta.
Es que son piezas en forma de “canción”. Tienen esa estructura sencilla de estrofa y estribillo o de estrofa e interludio. Es un tipo de estructura que nace de la poesía castellana y portuguesa. Y en el jazz le damos la vuelta para improvisar. Aunque no se cante, el formato es de canción.
¿Y cómo entró el jazz en su vida? ¿Qué fue lo que oyó que le hizo querer dedicarse a esto?
Yo no soy una persona que tome ese tipo de decisiones, pero lo cierto es que yo tocaba con amigos en un bar que había en Pamplona, y tocábamos muchas cosas y de muchos estilos, y cuando surgía alguna pieza de jazz se improvisaba. Lo que me llamó la atención no es que fuera jazz propiamente dicho, sino la forma de interpretarlo, es decir: la improvisación y la manera de improvisar, que no es como se hace en el rock sobre dos acordes. Aquí había una manera estructurada y me llamaba la atención que la pieza se podía hacer todas las veces que hiciera falta y siempre la podías interpretar de forma más o menos distinta.
Foto: Nani Gutiérrez.