Desde el restaurante Donovan’s se puede ver el océano Índico resguardado en la bahía de Melbourne, pero en ese momento yo sólo veía la belleza en el plato. Junto a mí, Fernando Alonso, que el día antes había sobrevivido a uno de los accidentes más terribles de su vida (GP de Australia de 2018), comía un fillet mignon y le echaba mano a una costilla de cuando en cuando. Él hablaba animado con Galle, el mejor amigo del campeón y otro compañero periodista. Mientras, yo preguntaba al chef sobre una demi glace de romero que llevaba el plato.
La escena fue en el espectacular local de la playa de Santa Kilda, pero también, ya en soledad, podría haber sido en el Pujol de México, Toque de Montreal, Cenote de Austin y también en el Eneko de Tokio o el que fue Santi en Singapur o Christophe Bacquie en Paul Ricard. Siempre intentaba ir a una de las mejores casas o algún sitio, aunque fuera en la calle, del que poder aprender. Y por supuesto en vacaciones a Quique Dacosta en Dénia, maestro, brillante y generoso al que conocí una madrugada después de trabajar en Marina Bay.
En mi interior se encontraba el anhelo de dejar de escribir las hazañas de los héroes modernos que son los deportistas para escribir mi propia historia. No era la primera vez, pero aquel día en que mi hija de nueve años me despidió llorando, advirtiéndome de que tuviera cuidado porque cada vez había más choques entre aviones (glup) y haciéndome prometer que volvería, algo hizo clic en mi alma.
Me di cuenta de que había conseguido todo lo que quería en el periodismo deportivo: F1, Dakar, MotoGP, Rallys, Indianápolis, Le Mans, Daytona… y además estaban ellas, mi familia. Ese mismo tipo que se había ido a África dos veces con dos niñas recién nacidas ahora necesitaba estar más cerca y ellas me necesitaban a mí. Era un cambio arriesgado, un salto al vacío, pero siempre he pensado que sólo aquellos que se lanzan sobre el acantilado son capaces de volar.
Para escribir mi historia tenía el papel, sólo me faltaba la tinta. El papel era la casa familiar que mis padres compraron en los años 60 cuando apenas tenían nada y que durante décadas, gracias a su trabajo y al de mis hermanas, fue Casa Manolo en Valdemorillo, el bar restaurante del pueblo en el que me crié y el que siempre soñé convertir en un gran restaurante. Era el momento. Pasados los cuarenta, con familia y habiendo cumplido mis primeros sueños periodísticos, tenía que dar un vuelco a mi vida para ser mejor y nada más apasionante que crear un lugar en el que ser feliz haciendo felices a los demás a través de la gastronomía. A partir de ahí contar mi historia, nuestra historia y poner en valor la sierra de Madrid.
Así que hice recuento de mis ahorros de 20 años como periodista (poco), pedí un par de créditos (mucho), y vendí una casa que tenía para poder reformar el local y transformarlo en La Casa de Manolo Franco, un nombre elegido en honor a mi padre, verdadero héroe de mi existencia y ejemplo de fortaleza y superación, alguien que me cuida cada día desde ese trocito de cielo en el que habitan las almas de los hombre valientes.
Con la ayuda, inteligencia y talento de mi mujer, imprescindible e indispensable, empezamos a pensar y a transformar, queríamos hacer en Valdemorillo un restaurante diferente, especial y a la vez reconocible en su cocina, un sitio que pudiera estar en Madrid, Barcelona… o Nueva York, pero que está en la sierra madrileña. Mi bagaje eran años de experiencia en el bar restaurante familiar y los viajes por el mundo, pero necesitaba más.
Me formé en Le Cordon Bleu y contraté a un equipo que ha estado en los mejores restaurantes de España. Todo tenía que estar pensado y todo narra una vida, desde la decoración a cada plato, porque queremos hacer algo que merezca el reconocimiento de los clientes.
En año y medio hemos vivido ya mucho, demasiado quizá, con una pandemia que estamos superando con el coraje y el compromiso de todos además de la ayuda de los que nos visitan. Al restaurante han venido ya muchos amigos, por supuesto Fernando Alonso, que comió un plato de ternera en nuestra parrilla Josper acompañado con una duxelle de setas, salsa de boniato y… una demi glace de romero, recogido en Valmayor, pero de inspiración en las antípodas. Ese día sonreía, ya no le dolían las costillas y por primera vez vi en sus ojos, mientras le asaba su comida, una mirada de admiración. “Gracias, valiente”, me dijo. Por un momento volví a viajar a aquel Donovan’s desde el que se ve el mar, aunque ahora la belleza la descubrí también en nuestros platos y en un restaurante por el que ser valiente, un lugar que merece la vida soñar.
Manuel Franco, experiodista deportivo, es chef y dueño del restaurante La Casa de Manolo Franco en Valdemorillo.