Durante el confinamiento sueño con tortillas. Normalmente es la tortilla de Paco
–cocinero de un bar ovetense desaparecido, El Raspón–, otras veces es la tortilla de mi padre o la tortilla de mi abuela. Mira que mi abuela murió hace casi una década, la pobre, y sigo dándole la lata en sueños. Mi otra abuela, Emma, hacía la tortilla rígida, inane –las patatas estaban atrapadas como Han Solo en carbonita– y sólo le daba sabor una dosis de cebolla salvaje que okupaba tu nariz –y con la que casi vapeabas– o ese exceso de sal que los niños siempre agradecíamos. En cambio, mi abuela Luz hacía la tortilla desordenada, así era ella también, y las patatas bailaban dentro al ritmo de vals cursi alemán. Paco superó con meticulosidad el logro de mi abuela: llegaba a darle al resultado una planicie de boina y una rigidez exterior de cabo de la Guardia Civil que Luz nunca consiguió. Mientras que las patatas de mi abuela eran como los protagonistas de Papillon, siempre trataban de escapar, las de Paco se colocaban como ordenados monjes de clausura.
La cortas, se deshace la tortilla, la bailas un poco con el pan. Te lo agradece, estoy seguro. La atrapas con el tenedor, se rezuma de ese mezclado de clara y yema. Das gracias a Dios, se paran las conversaciones. ¡Cuántos «te quiero», «toma quinientos euros» o «si me dices que sí, te nombro heredero universal» me habré perdido por estar a la tortilla y a sus usos y costumbres! Si al langostino le falta muy poco para ser jamón, al jamón le falta –para mí– muy poco para ser tortilla. Me revuelvo y me revuelvo en la cama y, más de una vez, mi mujer ha sospechado si sueño con una amante. Sí, Marta, con la tortilla.
Me despierto y en este encierro, como el doctor Frankenstein con su criatura, pienso en ensamblar una tortilla para cenar. Mi tortilla. Mi tortilla perfecta: como la de Nicasio, como la de Luz, como la de Paco. Robo los restos de cadáveres y, en una noche de tormenta, los coloco encima de la sartén. Arremolino patatas y huevos, pongo el aceite al fuego y lo lanzo. Me emociono. «¡Más potencia, más potencia!», me oyen los vecinos celebrar. «¡Adelante!, ¡vamos!». Y cuando creo que mi creación se va a levantar, primorosa, la coloco en un plato grande al grito de «¡Está viva! ¡Está viva!». Pero, al estabilizarse, mi Criatura no aguanta ni un segundo con las moléculas en su sitio… Se me desmiembra la pobre convirtiéndose en una masa informe más parecida a un revuelto de patatas que a una tortilla. ¿Será el coronavirus? ¿Estará infectada? ¿Seré yo? Muerto de vergüenza la escondo al fondo de la bolsa de basura y regreso al salón.
Ella, mi Ella, me mira, «¿qué te estás haciendo de cenar, cariño?». «Una ensaladita», le susurro al borde de las lágrimas. «Así me gusta, comida sana, que vamos a estar mucho tiempo en casa», me consuela. Como DaVinci alcanzó a dibujar El hombre de Vitrubio, dentro de mí sé que alcanzaré la redondez máxima, dorada, querible como niño relleno de caramelos. Alcanzaré la tortilla perfecta en este tiempo de experimentación enclaustrada y la compartiré con vosotros cuando nos volvamos a ver, felices todos, en las calles.
Edu Galán, escritor y crítico cultural, es uno de los creadores de la revista satírica ‘Mongolia’, junto al historietista e ilustrador Darío Adanti.
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