Hace aproximadamente una década, Ami Bouhassane, nieta del artista Roland Penrose y la fotógrafa y modelo Lee Miller, rebuscaba en unas viejas cajas de su abuela cuando se topó con un cuaderno con anotaciones para un proyecto muy particular: un libro de cocina. Así comenzó una aventura que se ha concretado diez años después en la obra Lee Miller: A Life With Food, Friends and Recipes (Grapefrukt Forlag), y que descubre una cara completamente desconocida de la legendaria modelo y fotógrafa: era, también, una consumada cocinera.
Cuentan que tenía 19 años cuando, en una calle abarrotada de Manhattan, el magnate mediático Condé Nast la descubrió a comienzos de 1927. Elizabeth Miller se convirtió entonces en una de las modelos de referencia de aquellos alegres años 20, protagonizando portadas icónicas del movimiento art déco. En una entrevista le apuntaron que era probablemente la chica más fotografiada de Manhattan, a lo que Lee Miller respondió: “Preferiría tomar una foto antes de ser una”. Y ese salto llegó un par de años después, cuando en 1929, en un café parisino, conoció al célebre artista y fotógrafo Man Ray, cuyas aportaciones a los movimientos dadaísta y surrealista lo convertían en una figura de gran influencia. A su lado, primero como alumna y más tarde como colaboradora y pareja sentimental, Lee Miller tomó su experiencia como modelo y fue trabajando un estilo muy particular, mucho más estilizado de lo habitual en el caso de la fotografía social. Y para terminar de meterse de lleno en las vanguardias del momento, su amistad con Picasso, Dalí o Jean Cocteau la llevaron a profundizar en las claves del surrealismo.
Con todo ese bagaje se embarcaría Miller, una década después, en un proyecto en las antípodas de las elegantes boutiques y pasarelas de Nueva York: dejar constancia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial a través del objetivo de su cámara. De este modo consiguió fotografías fascinantes del bombardeo de Londres, del Día-D, la liberación de París o los supervivientes del campo de concentración de Dachau que le darían una fama muy lejos de la cosechada como rostro de la moda.
Los horrores de la guerra, sin embargo, dejaron en Miller unas secuelas emocionales de las que no se recuperaría, que vinieron a sumarse a la herencia de una infancia difícil, que incluía la sombra de una violación y un padre que la fotografió desnuda durante años. Fue entonces, poco después de acabar la contienda, cuando decidió guardar la cámara, casarse con Roland Penrose y consagrarse a la gastronomía en Farley Farm, una mansión inglesa del siglo XVIII. Sumida cada vez más en la depresión y el alcoholismo, la cocina se convertiría en su terapia.
“Man Ray me enseñó a comer”, explicaba Lee Miller en una entrevista ya en la última etapa de su vida, cuando es raro verla en cualquier fotografía sin el delantal ajustado, su prenda imprescindible. Cuando Ray y ella se convirtieron en amantes, además del arte, compartieron también largos y espléndidos almuerzos en los mejores restaurantes del resplandeciente París de los años 30. Aquel fue su primer contacto con la alta cocina. Años después decidió profundizar en ella con la misma pasión con la que se había empapado de las tendencias artísticas. Para ello se matriculó en 1960 en la exclusiva escuela Le Cordon Bleu de París, y más tarde se inscribió en un curso avanzado, también de Le Cordon Bleu, esta vez en Londres.
Aunque retirada como artista, Miller no dejó de desarrollar su sensibilidad, esta vez entre los fogones; no en vano la revista Vogue definió sus platos como “cuadros de gastronomía”. También era, al parecer, una exquisita anfitriona, y todos sus amigos estaban siempre deseosos de ser invitados a cenar a Farley Farm. Allí, una de las habitaciones de la mansión hubo de ser consagrada a la biblioteca gastronómica de Miller, quien llegó a reunir más de dos mil títulos de esta materia: “A veces consulto hasta 50 libros para preparar una receta, antes de arrojarlos a un lado y acabar creando el plato por mi cuenta”, aseguraba.
Durante la investigación para escribir este libro, la nieta de Miller llegó a encontrar más de un centenar de recetas compiladas y adaptadas por su abuela. También notas de organización de algunas de las veladas, pues sus invitados a comer acababan siempre tomando parte en el proceso de elaboración de unos menús que, a base de combinar influencias y estilos recogidos de sus viajes por todo el mundo, llegaron a ser definidos como “cocina surrealista”. De hecho, a Miller le gustaba ser vista como una artista cuando se ajustaba el delantal, y tal vez por ello cuidaba con exquisito detalle de cada aspecto relacionado con la cena, desde el espacio de trabajo en la cocina a la decoración y distribución de la mesa o, por supuesto, la presentación de los platos.
En lo que al material se refiere, a Miller le fascinaban los nuevos electrodomésticos, desde el procesador de alimentos hasta la maravilla moderna que constituía el el congelador. “Todos los artilugios me divierten”, le dijo a un periodista. “El que encuentro indispensable es la licuadora. Puedo arreglarme con un vestido de noche y, mientras espero el taxi, preparar una mousse de chocolate para diez personas”.
Consumida por el alcohol, y con la fotografía aún como un recuerdo doloroso del pasado, Miller murió en Farley Farm a los 70 años, en 1977.