Ahora que el verano acecha (el tiempo vuela, nos guste o no), somos muchos los que empezamos a pensar en ciertas estrategias para quitarnos esos kilitos que nos sobran y así lucir cuerpazo este año en la playa. Sin embargo, el universo de las dietas (milagrosas o no, incluso militares…) es tan extenso que también somos muchos los que acabamos abrumados con tanta información y al final decidimos quedarnos como estamos, de brazos cruzados…
Pues bien, si te suena esta situación, tranquilo, porque hemos descubierto que existe una práctica en concreto que tiene la solución: hablamos de la alimentación macrobiótica. Pero, ¿qué es exactamente y por qué todo el mundo habla de ella? Te lo contamos.
Para empezar, no se trata de un régimen al uso, sino que es más bien una forma de vida que entiende la comida como una auténtica curación (la idea proviene de la medicina tradicional china). Así, la macrobiótica propone potenciar el bienestar físico, mental y espiritual del ser humano a través de una alimentación natural basada en el equilibrio del yin (alimentos pasivos) y el yang (alimentos activos): los cereales integrales son la base de la dieta, las verduras y hortalizas deben ser de agricultura biológica…
La técnica incluye bocados como legumbres, frutas del tiempo, algas, semillas y pescado, entre otros, pero deja fuera la carne, los huevos, los lácteos, el azúcar, la miel, los alimentos procesados y refinados, las especias picantes… y también las plantas solanáceas (tomates, patatas, berenjenas, pimientos).
Beneficios de la «dieta» macrobiótica
Son muchas las personas que tras decantarse por seguir esta forma de vida han asegurado que se experimenta una sensación de equilibrio interior, algo que se relaciona con los efectos «contractivos» de los cereales integrales y las legumbres, a la acción calmante del complejo vitamínico B abundante en estos alimentos y al metabolismo de los hidratos de carbono complejos, sin altibajos de glucosa.
Michio Kushi, autoridad mundial e impulsor en la materia, reveló en Cuerpomente que, tras probar el método, experimentó cambios muy significativos. «Me sentí mejor físicamente, sin duda, pero también mi memoria mejoró. No solo recordaba más cosas sobre la infancia o adolescencia, sino que me volví más sensible e inclinado hacia el mundo natural. Percibía mejor los sonidos, el agua, el aire. También el mundo invisible, las vibraciones, lo sutil. Y a medida que mejoraba mi alimentación, que comía más cereales, menos proteínas, notaba que me volvía más sensible a la forma en que sentían y pensaban los demás», explicó.
No obstante, antes de comenzar con cualquier plan alimenticio es importante conocer las circunstancias personales de cada uno. Y por eso puede ser de gran utilidad consultar a nutricionistas expertos.