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Que levante la mano aquel al que no le gusten las galletas. Que sí, que ya sabemos que no son saludables, ni siquiera aunque las hagas tú en casa, añadiría un nutricionista. Y que hablamos de un ultraprocesado, tenemos toda esa información en mente pero ¿te resistes a comerte una galleta? Y decimos una, pero tal y como están concebidas, pequeñitas, dulces… están pensadas para que, sin planteártelo, ¡te hayas comido el paquete entero o casi!
En efecto, las galletas son adictivas, sean del tipo que sean: saladas, de mantequilla, con chocolate, de avena, de coco, en el desayuno o, incluso, de cena (sí, hay muchas féminas que, llegado el invierno, disfrutan de leche con galletas a la hora de cenar). Sucede algo así como cuando comes pipas: es empezar y no parar.
Pero ¿cómo surge este invento genial que no gusta a los especialistas en nutrición pero que vuelve loco al común de los mortales? Veamos un poco de historia galletil:
Todo indica que las primeras galletas se elaboraron hace la friolera de 10.000 años y fueron fruto del azar: al someter una pasta de cereales a altas temperaturas nació la galleta, que no llevaba entonces levadura (se asemejaba bastante a un pan ácimo). La elaboraron los nómadas porque era un alimento fácil de transportar y que aportaba mucha energía.
En Roma, en el siglo III, ya se cocieron con nombre: bis coctum, que suena muy parecido al biscuit inglés y francés. En la Edad Media aumentó su consumo, la tomaban sobre todo los campesinos, la tripulación de los barcos, los ejércitos… Dicen que a partir de ahí se empezó a llamar “galleta”, inspirándose en el término francés gallette.
Sea como fuere parece claro que lo que representó un salto cualitativo en su elaboración fueron los Médicis. Gracias a ellos, la galleta se refinó y empezó a verse como algo más delicado, ya que la servían en sus recepciones. Además, empezaron a incluirse más ingredientes en su elaboración, que seguía siendo artesanal.
Entra en juego la industria
La elaboración a nivel industrial tiene lugar en el siglo XIX, cuando se pasa a elaborar en fábricas aumentando considerablemente su producción, y esto sucedió básicamente porque las navieras demandaban muchas galletas. Lógicamente era un producto que se conservaba durante mucho tiempo, algo que interesaba en los grandes viajes de entonces.
Podemos afirmar que el siglo XIX fue el siglo de las galletas: en Francia, Louis Lèfevre Utile se las ingenia para competir con las galletas británicas, muy de moda entonces en Europa, y se saca de la manga los petit beurres LU, con los bordes en forma de sierra, que se convertirán en una de las galletas más famosas del país vecino, no hay escolar que no la haya llevado de merienda en alguna ocasión.
En Escocia, por su parte, se fabricaban con harina de avena, dando lugar a las oatcookies, que llegarán a Australia con los emigrantes y que acabarán dando lugar a las denominadas Anzac biscuits.
Será a principios del siglo XX cuando empiezan a aparecer los grandes fabricantes de galletas: United Biscuit, Krafts, Nestlé… Y los pequeños productores por país, como Fontaneda o Gullón en España. De hecho, en 1965 de las fábricas del pueblo palentino de Aguilar de Campoo salía el 22,8% de la producción nacional de galletas: allí estaban instalados Fontaneda, Gullón, Ruvil, Tefe y Fontibre. En todo caso, éste fue el siglo de la galleta ya que nacieron marcas mundialmente conocidas como Cuétara, Artiach, Oreo…
En 1930 se introducirá la mantequilla de cacahuete en la fabricación de galletas en USA y siete años más tarde, en 1937, Ruth Graves Wakefield inventará la primera galleta con chips de chocolate: acababa de nacer la cookie.
Fontaneda, una de las marcas más conocidas de España
Pero vayamos al territorio nacional y veamos qué es lo que se cocía en España y qué marcas eran las más punteras en su día. El horno nacional de las galletas estaba en el pueblo de Aguilar de Campoo, y no era de extrañar considerando las extensiones de trigo de la zona. Allí estaban Fontaneda, Gulllón, cerca estaba el grupo Siro y más al norte, la familia Artiach, en Bilbao, artífices de la galleta Chiquilín, muy conocida en toda España.
Eugenio Fontaneda fue el precursor de la marca cuando abrió una confitería en el pueblo en 1881. Lo suyo eran los dulces pero el que lanzó la galleta fue su hijo Rafael, quien en 1923 abriría la primera fábrica de galletas de la localidad. Rafael había conocido la galleta María en Inglaterra, donde la habría lanzado el repostero inglés Peek Freans con motivo de la boda de María Alexandrovna en 1874.
Llamaron a la galleta Marie biscuit poniendo el nombre de la novia troquelado en la galleta. Fue un bombazo por su forma plana y redondeada, la baja humedad, que permitía mojarla en líquido sin que se desmoronara y que fuera fina, crujiente… y además, barata. La galleta fue un éxito total allí y en España, sobre todo porque era muy barata de producir: “Hablamos de una galleta seca, un poco insulsa, la mojas en té o en café y no te cambia el sabor y, sobre todo, muy barata de producir porque llevaba muy poco azúcar y poca mantequilla”, explica Carlos Moreno Fontaneda, nieto de Rafael Fontaneda y propietario de los restaurantes Perro y Galleta en Madrid.
La María Fontaneda, un éxito comercial
Y así, por precio, se disparó la producción de la María Fontaneda, que era sin duda la reina de la casa aunque tenían otras marcas como las Campurrianas o los bizcochos melindros. El restaurador recuerda que él desayunaba y merendaba galletas María: “Les ponía mantequilla y azúcar”, aclara. Ésta era una merienda muy habitual para los niños de los años ochenta.
En el norte, por su parte, los Artiach contaban también con otra marca muy conocida por los niños ochenteros, las galletas Chiquilín. El artífice de esta marca fue Gabriel Artiach Gárate que era un gran cinéfilo. De hecho, su afición por la gran pantalla es lo que explica el nombre de Chiquilín. Para los que no conocen la galleta, es cuadrada y en su merchandising aparece un niño con gorra y pinta de pícaro. Gabriel Artiach se inspiró en el actor Jackie Coogan, quien apareció siendo niño en la película de Chaplin El Chico, para darle nombr al dulce y así nació esta galleta y su imagen de marca. Chiquilín, a diferencia de la María de Fontaneda, llevaba mantequilla, miel, yemas de huevo, azúcar, harina y una pizca de coco, lo que le confería un sabor muy particular y que la hacía, para qué negarlo, irresistible.
Y es que, como ya hemos comentado, las galletas están diseñadas para ser adictivas, para engatusar al paladar y que te quieras comer otra y otra: “Desde el punto de vista de la industria son absolutamente perfectas. Crujen, son pequeñas (te puedes comer más de una), son dulces, tienen la cantidad justa de sal… Lo tienen todo para ser uno de los productos destinados a comer una y otra vez. Lo peor de la galleta es que no hay ninguna saludable, es ultraprocesado, no hay ninguna saludable le pongas lo que le pongas”, comenta la experta Gemma del Caño, quien recomienda un consumo muy esporádico de las mismas en aras de nuestra salud y de nuestros kilos.
Al respecto del peso, hay otra marca española que también dio un bombazo con sus galletas. Nos referimos a Gullón, también localizada en Aguilar de Campoo: fueron pioneros en el sector de ‘galleta saludable’, si es que ambos términos pueden ir juntos. Lanzaron la primera galleta integral en 1979 y la primera elaborada con aceites vegetales en 1986. La impulsora de este segmento fue María Teresa Rodríguez, que estuvo a los mandos de la empresa hasta 2019, cuando cedió las riendas a su hija Lourdes Gullón: “En los años ochenta, con mi madre, María Teresa Rodríguez, a los mandos, Galletas Gullón comenzó a apostar por la especialización, siendo la pionera en introducir las primeras galletas saludables en España con la primera galleta integral y la primera elaborada únicamente con aceites vegetales, sin mantecas animales. La galleta saludable es la principal palanca de crecimiento de nuestras exportaciones que suponen ya más del 40% de la facturación”, afirma Lourdes Gullón.
La firma es la única empresa galletera familiar centenaria del sector ya que la familia Fontaneda vendió su fábrica y la marca a Nabisco en 1996.
Durante bastante tiempo, la galleta no tuvo competidor en lo que a desayunos y meriendas se refería: solas, con leche, untadas con mantequilla, con crema de cacao… Pero luego, los hábitos de consumo cambiaron y llegaron los cereales, y eso se dejó notar en las cifras de venta de los productores de galleta: el mercado del desayuno ya no estaba sólo en sus manos. Otro elemento que afectó a sus ventas fue, indudablemente, el aumento de la información nutricional en manos del consumidor: cada vez nos cuidamos más, medimos más las calorías que ingerimos e intentamos evitar los ultraprocesados.
Pero la galleta seguirá estando entre nosotros, ese pequeño placer culpable para acompañar el té o el café, en el desayuno o en la merienda porque ya se sabe, ¿a quién le amarga un dulce?