Turrón y Navidad van de la mano. Nuestra memoria infantil los relaciona, y todos en la Noche de Reyes hemos dejado un poco de turrón para los camellos de sus majestades de Oriente (en lugar de pastos, que habrían agradecido más).
Los españoles comemos una media de un kilo de turrón por persona al año, y un 10% lo hace también fuera de las navidades. Lo amas o lo odias, y su historia, endulzada y nebulosa, tiene elementos de leyenda.
De un rey almohade a los atletas olímpicos de la Grecia clásica
En Jijona, cuna turronera, circula la leyenda de que en su castillo almohade, hoy en ruinas, vivió un rey que se casó con una bella princesa del norte de Europa. La muchacha añoraba tanto los paisajes nevados escandinavos de su tierra natal que se sumió en una profunda melancolía. El rey, para animarla, mandó plantar almendros que, al florecer, hicieron que el paisaje que se divisaba desde las almenas pareciera cubierto de nieve. La tristeza de la princesa se disipó y los campesinos, más preocupados por llenar la barriga, encontraron utilidad a las almendras disponibles: inventaron el turrón.
La historia es apócrifa, pero la invención del turrón se atribuye a los árabes. No en vano en su repostería abundan los frutos secos y la miel, a los que se sumó el azúcar, del que se apropiaron tras la conquista de Egipto en el siglo VII. Algo semejante al turrón se menciona en Las mil y una noches, y el médico cordobés Abdul Mutarrit se refiere en una de sus obras a las propiedades saludables de un dulce llamado turun (hoy habría sido el único dentista de cada diez que recomendaría mascar chicle).
Según esto, los árabes extendieron su consumo en la Península durante las pugnas con los reinos cristianos en los límites movibles de Al-Ándalus, como si se tratara de una comida de frontera en aquel western primitivo de visires golosos y godos en desbandada. El turrón se adaptó especialmente bien a la franja mediterránea, debido a la abundancia de almendros y panales. De aquí pasó a Francia e Italia.
Pero lo cierto es que la palabra turrón viene del latín ‘torrere’ (tostado), por la manera en que se cocinan sus ingredientes, y los atletas de la Grecia clásica ya consumían en sus Olimpiadas una pasta compuesta por miel y almendras machacadas.
¿Nació el turrón durante la epidemia de la peste?
Otra hipótesis cifra el nacimiento del turrón en 1703, durante la epidemia de peste (la covid de la época) que asoló Barcelona. El gremio de reposteros se vio tan castigado que, para buscar una solución a su ruina, decidió convocar un concurso de pasteles. ¿Requisito? Que pudieran aguantar un mes sin estropearse, que fueran semejantes a la piedra y al pergamino y que su venta dejara un beneficio del 50%.
Dos pasteleros, Pablo Turrons y Pedro Xercavins, sobresalieron con sendos dulces. El del primero, con miel, avellanas y piñones, tenía la consistencia del granito. El de Xercavins, de obleas, era blando y con un relleno delicioso. Para conmemorar el fin de la peste, los párrocos mandaron a los fieles que celebraran tener salud comiendo turrons y neules.
El turró de Jijona
Francisco Figueras Pacheco, hombre de letras y cronista oficial de Alicante, atribuyó al turrón paternidad alicantina en La sabrosa historia del turrón y primacía de los de Jijona y Alicante, vinculándolo a un origen árabe y en relación directa con el alfajor, hecho con miel, piñones, nueces, almendras y pan duro aromatizados con anís, clavo y canela. Parece la hipótesis más verosímil: en Jijona ya se preparaba una forma primitiva de turrón en el siglo XIV a manos de judíos y mudéjares. Dos siglos después, el turrón alicantino sedujo a la nobleza y se introdujo en la corte de Carlos I.
Que sea un dulce navideño tiene que ver con que los primeros turroneros fueran campesinos pluriempleados que compaginaban las tareas del campo con la elaboración del turrón, a la que se dedicaban con el parón invernal de la actividad agrícola. Pero también con lo costoso de sus ingredientes, puesto que sólo en Navidad las clases populares tiraban la casa por la ventana y ponían las mejores viandas en la mesa. O con la decisión, en el siglo XVIII, de Carlos III, en atención a las quejas del gremio de confiteros, de permitir la venta ambulante del turrón sólo en los cuarenta días anteriores a la Navidad. Y así hasta nuestros días, en que las mesas navideñas están incompletas si falta en ellas el turrón, duro o blando.
Los turrones más revolucionarios
A lo largo de la última década el turrón se ha sofisticado. Albert Adrià, que fue un paso más allá en elBulli creando suculentos bocados como el turrón de aire, de queso o de kikos, presentó el mes pasado su turrón de patatas fritas. La empresa centenaria Torrons Vicens lanzó su turrón soufflé, con aire inyectado y textura dura y blanda a la vez, e incluso se atrevió con un turrón salado a base de tomate y pimienta, con almendras saladas y chocolate amargo.
No es raro ver en los lineales de los supermercados el inevitable turrón de gin&tonic, adaptación del trago más canallita. Y es que el turrón, tan clásico que aparece mencionado en El Quijote, y tan cosmopolita que surgió del encuentro de varias culturas, se abre paso hoy en el corazón de imperios tan antagónicos como China y Estados Unidos. Sin él las navidades no serían lo mismo.