Conseguí vivir en Nueva York dibujando y siendo de Iruña… Pamplona. Parece increíble pero así fue. Nueva York es un destino imprescindible porque de un sólo plumazo conoces el mundo.
No me digáis cómo, cuándo ni por qué, coincidieron allí conmigo Karlos Arguiñano y Andreu Buenafuente. A Andreu le apetecía quedarse esos días a dormir en mi incomodísimo sofá-cama y Karlos, que ya no cabía en mi casa, se fue al hotel de enfrente. Al Union Square Hotel, donde realmente no se cabía mejor que en mi casa; un clásico de New York o Tokio donde es complicado distinguir entre un nicho y una habitación.
A Andreu le conocía lo suficiente y a Karlos casi nada, pero a los dos les quería (y les quiero), mucho. Andreu y Karlos creo que ni se conocían; es lo de menos, los dos siempre me habían irradiado respeto y buen rollo; Karlos, maestro innato de la vida, y Andreu, alumno aventajadísimo de la misma. Los dos mejores, más honestos y más brillantes comunicadores de televisión que conozco. Dos especímenes de los que aprender de cualquier cosa partiendo de una sonrisa.
Se creó naturalmente un ambiente ilusionante y positivo que aún perdura… cuando nos vemos. Parece fácil pero es raro que esto suceda. Dentro de mis quehaceres, aunque pueda parecer que nunca he currao, intentaba estar mucho tiempo con ellos.
Hacían sus planes; como ir a desayunar a las ocho de la mañana, que creo que es la única hora en que Nueva York duerme, y congelarse de frío mientras paseaban. Con algo más de calor, nos encontrábamos y les hacía de guía.
Comimos el primer día en Japonica –restoran del que hablaré en otro post porque allí hacía una prueba muy gore con mis visitas–, en el que me conocían y en el que dejé discretamente claro que yo me encargaba de la cuenta y que no les cobraran nada a ese par de niñomaestros.
Casi al terminar, Karlos quiso pagar, y cuando le dijeron que estaba hecho, enfureció ‘cariñosamente’: “¡Mikel, por favor… ni se te ocurra pagar una vez más! ¡Por la gloria de mi padre, yo me ocupo de la siguiente!”. Andreu dijo algo similar en un idioma parecido pero con menos decibelios.
La siguiente llegó esa misma noche; una rica cena en el BLT Prime donde la carne de Kobe era de Kobe y Wagyu era lo mismo que ahora. Karlos probó por primera vez el manjar, sólo tres bocados, y dijo: “Yo ya he cenado”. Me sentí feliz. No comió más. Seguro que mientras hablábamos y reíamos le venia continuamente al cerebro tipo meteorito el sabor único, majestuoso y empachoso de la carne de Kobe.
En un descuido mío y de Argiñano, Andreu arregló la cuenta como buen mago que es. Ahí Karlos ya se puso mucho más serio y mentó a su padre con más contundencia: “¡Ya está bien! ¡Mañana pago yo sí o sí! ¡por la gloria de mi padre! ¡No jodáis, que me vuelvo a Zarautz!”. Fue tan contundente, que Andreu y yo asentimos con la cabeza, casi avergonzados.
Comimos en Soho en Oscar Caffe. Un mítico de la época. Sopa de cebolla y luego ya veremos. Buenafuente y yo teníamos claro que no íbamos a sacar la cartera ni de churro, y aún y todo Karlos nos avisó: “¡Por la gloria de mi padre, hoy pago yo!”. Nunca fue un grito de guerra ostentoso, era una reacción contundente pero generosa de alguien que se siente en deuda por estar disfrutando. Una vez que tuvo claro que él pagaba, nos relajamos y comimos como leones con esa luz plateada de mediodía que se produce en invierno en Boodway East –una cursilada verídica–, cuando el Soho aún conservaba algunas reminiscencias artísticas y no turísticas que hacían más bellas sus calles y sus edificios.
Después de mucho lorear y disfrutar, y con esa sensación de estar aprendiendo en familia, Argiñano con autoridad pidió la cuenta. Andreu y yo respiramos aliviados. El guapo camarero dominicano que iba a traer el platillo se acercó sonriente a Karlos, que ya estaba por si las moscas con la VISA en la mano, y dijo: “Perdone, aquella mesa del fondo les ha invitado”. Así fue; una pareja –ella vasca y el catalán–, que estaban en el local quisieron invitar a esos dos grandes, quienes seguro les habían alegrado tantas noches y tantos mediodías.
Lo mejor fue la primera e instintiva reacción de Karlos. Educadamente insultaba al cielo, al infierno, a ángeles, a demonios, a dragones, a cíclopes… la gloria de su padre se desvanecía en un ¡mecagoendios! Pronto, calma y agradecimiento. Momento espectacular. Un tío echando fuego por la boca porque le han invitado. Porque no ha podido pagar. Un puto genio.
Caminamos mientras hacíamos la digestión (Argiñano por partida doble), y surgió esta foto que acompaña al escrito. De igual manera que la pareja que nos había invitado a la comida, unos obreros de los que se pegan horas y horas tapando agujeros del gran queso Gruyere que es el subsuelo de Nueva York, reconocieron a los dos monstruos con los que tantas veces habían reído y aprendido; y eso que el día anterior Karlos me había dicho con dosis cero de petulancia: “Mikel, me sentía raro por la calle y no sabía porqué; claro, es que no me paraba nadie”.
Ya de noche y antes de descansar un rato, quise que murieran con un chute cachondo de información visual y les llevé a uno de mis lugares caóticos favoritos: New York Costumes, una tienda de dos pisos de disfraces y bromas. Cientos de metros cuadrados de entretenimiento para gente de mi/nuestra especie. Allí fallecieron de felicidad entre gafas y caretas, hocicos de cerdo y cuernos irreciclables de buey. Estuvimos unas cuantas horas, no hubo cerebro para cena. Dormimos a pierna suelta agarrados a nuestras orejas de burro, dientes de lobo y narices luminosas de payaso.
Por la gloria de nuestros padres que disfrutamos aquellos días como cabrones.
Hoy los tiempos no son ni peores ni mejores que aquellos de Nueva York, ¡pero nos pillan con el culo pelodepilao! Sabemos, los tres, qué es lo importante. 2022.