En la Huerta de Carabaña, ese pequeño paraíso en las afueras de Madrid reconvertido en restaurante tras la pandemia, Pablo Álvarez Mezquiriz (Bilbao, 1954) declina tomar un champagne de aperitivo. Dice que está a dieta. Lo hace, pese a su fama de hombre serio y discretísimo, con la naturalidad y la seguridad que le concede ser el responsable de una de las grandes empresas vitivinícolas del mundo: Tempos Vega Sicilia.
Pronunciar esas dos palabras evoca la misma sensación que la de conducir un deportivo clásico, lucir el mejor reloj suizo en la muñeca o a viajar en un velero por las Maldivas. Equivale a lujo. Sin embargo, parece que este bilbaíno licenciado en Derecho considera el halago con distancia y, por contra, tiene el don de hablar de una manera elegantemente directa. Digamos que, a diferencia de otras empresas privilegiadas del sector, él defiende que la esencia de su negocio está en el viñedo. Y esas raíces crecen al amparo de cuestiones tan terrenales como la lluvia o el viento. Es un tipo con los pies en la tierra porque, en definitiva, lo que hace sale de ella.
Huelga decir, además, que a lo largo de los casi 40 años que lleva al frente de la mítica bodega de Valbuena de Duero (Valladolid), Álvarez ha conseguido construir un sólido grupo vitivinícola que se ha extendido desde la Ribera del Duero (Alión) a La Rioja (Macán), Toro (Pintia) y Hungría (Tokaj-Oremus y Mandolás), donde su porfolio de vinos despacha cada año más de un millón de botellas en todo el mundo, que multiplican por veinte sus cifras de beneficios (en el ejercicio 2018 facturaron un 40% más que el año anterior y ganaron 24,6 millones de euros). Pero eso es sólo dinero…
El músculo financiero
«Nosotros nos movemos en un segmento de vino muy pequeño. El 95% del mundo del vino a nivel mundial es precio, y después hay otro tipo de vinos con otros precios, y en el que nos movemos un 5 %», aclara. Un segmento, en su caso, excepcionalmente privilegiado dadas las circunstancias. «Nuestra producción total depende de bares, restaurantes y hoteles únicamente en un 10%. Una cifra muy pequeña comparada con la de vinos de consumo en el año y que dependen de ello en un 80%. A nosotros esa parte no nos afectado tanto. Además de que la demanda del particular se ha mantenido prácticamente igual», puntualiza.
Sin embargo, nadie está libre de la crisis que sacude al mercado: aunque sus 4.000 clientes –una gran parte de ellos son particulares, esos privilegiados que pueden adquirir un Vega Sicilia gracias a su política de cupos– han seguido consumiendo sus vinos y la empresa mantiene las exportaciones a más de 150 países, –un 70% de toda la producción–, ellos prevén una bajada de un 20%. Algo que ‘se pueden permitir’ gracias a su músculo financiero. «Creo que podemos aguantar, porque lo que no se venda este año se vendrá el próximo. Ésa es la pequeña ventaja que tenemos», concede, «pero indudablemente el mercado está afectado en todo el mundo».
Entre el suelo y el cielo
Cuenta Pablo Álvarez que cada año suele pasar una media de 140 días viajando, de modo que, para él, la pandemia le ha permitido algo inusitado: «Es de las pocas veces que he ido viendo cómo nacía y brotaba la viña. Trabajar en la naturaleza a mí me parece lo más bonito de esto: ver cómo se repite la historia cada año y a la vez cada año es diferente».
Sin embargo, una bodega como Vega Sicilia, con 156 años de existencia, ayuda a poner en perspectiva muchas cuestiones de cara a futuro: «Indudablemente estamos viviendo una época absolutamente excepcional y creo que nadie sabe cuál será el futuro de todo esto. Pero lo acabaremos pasando», apunta. Aunque añade también unas notas de escepticismo: «Mucha gente habla de reinventarse, pero yo no creo que haya que reinventar nada: esto hay que pasarlo y, cuando se encuentre la solución, prevenir cosas. Pero el mundo del vino no tiene que cambiar, sólo hay que soportar la situación como sea».
Otra perspectiva
Una cuestión recurrente en los últimos tiempos es cómo los distintos gremios se miran unos a otros para saber cómo abordar la situación. Y en su caso no es ninguna excepción: «Sí, todo el mundo pregunta, pero nadie dice la verdad», sostiene. «Está bien hablar entre colegas de los problemas que todos tenemos, supongo que como entre dos médicos cuando hablan de las enfermedades que tratan. Pues en el mundo del vino ocurre igual, con los problemas no sólo de la viña o del vino sino comerciales. Al final somos todos iguales, aunque nos movamos en diferentes segmentos el mercado es muy parecido en todo el mundo», matiza, pero mantiene distancia con la endogamia:
«De lo que me doy cuenta es de que cuando estás tan metido en el negocio pierdes la perspectiva, y a mí eso me preocupa. Yo no necesito a gente que me esté dando palmaditas en la espalda diciéndome lo buenos que son nuestros vinos o lo que hacemos, sino gente que aporte, que haga crítica constructiva».
Entre modas anda el juego
Entre los pilares sobre los que asienta su empresa se cuentan valores como el legado, la tradición, o la excelencia, más allá de modas o tendencias pasajeras: «Bueno, parece que la gente cree que las bodegas antiguas son como elefantes, que no se mueven, que están ahí quietos –manifiesta–. Yo creo que no, las bodegas se tienen que mover y evolucionar, pero lo importante es no perder la personalidad del vino». Y siempre ha estado atento a los ‘gustos’ de algunas épocas: de los evolucionados o envejecidos a los más frescos. «A eso tienes que adaptarte, hay que evolucionar, pero sin renunciar a tu esencia, eso es lo que no puede perderse».
Una de las cosas más extraordinarias de Vega Sicilia, más allá de las múltiples y muy altas consideraciones de las que sus vinos gozan en el mundo entero, es que es un producto que no se atiene a modas pasajeras. Sale a colación, por ejemplo, el biodinamismo: «A mí me resulta un poco una religión, porque no es una técnica, es una cosa que se han inventado… son todo ideas y teorías, no es algo científico. Y me parece excesivo. Eso es como todo, ni tienes que forrarte a tomar medicina ni tienes que no tomar. Un antibiótico lo debes tomar cuando realmente tu cuerpo lo necesita». E insiste en su desapego hacia las tendencias: «Un vino tiene que seguir su camino año tras año y manteniendo la personalidad, yo creo que es la manera de que tenga verdadero prestigio».
El respeto al consumidor
Pero más allá de esas consideraciones sobre la elaboración o las técnicas de cultivo, él insiste en otra cuestión. La única que importa: el consumidor. «A ése es al que realmente hay que escuchar. Al consumidor hay que respetarlo por encima de todo. No es un gilipollas al que le cuentas una historia y se conforma. Yo creo que el vino es una cosa maravillosa, pero lo es por sí mismo, no porque nosotros visitemos las viñas por la noche o les demos los buenos días por la mañana. Quiero decir que lo grande está ahí, en la tierra. Y lo que tenemos que hacer es ocuparnos de cuidarla para que nos dé el mejor fruto, pero nada más».
Además, ese respeto en el que abunda es aplicable, insiste, a cualquier cliente, tenga o no dinero, sepa o no de vinos: «El mejor vino que hay es el vino que más te gusta. No se trata de lo que tienes o lo que pagas… sino de tu gusto. Es como si no te gusta el rodaballo, por muy bueno que sea. El gusto es subjetivo y absolutamente respetable. Nosotros, creo, hacemos grandes vinos, pero no pretendemos que a todo el mundo le guste. El vino es para disfrutarlo, ni tiene por qué ser el más caro ni es para tener una experiencia religiosa… Es más simple. Que al tomarlo digas: ‘¡Cómo me gusta!».
In vino veritas
Esa franqueza suya desvela una pasión por su trabajo que no oculta: «A mí me gusta lo que hago y me parece un mundo apasionante. Yo digo que hay vinos que son obras de arte. A veces envidio sanamente cuando voy a visitar grandes bodegas o bebo grandes referencias, y me voy pensando lo que me gustaría hacer. De hecho, en todas las bodegas se aprende algo, lo que hay que hacer y lo que no».
Hay un recuerdo que, confiesa, tiene asociado a su infancia y juventud, cuando en días señalados su padre abría una botella de Rioja. «Por aquel entonces no sabía nada de vinos, pero me parecía algo buenísimo». Su vida a partir de ahí transcurrió de manera convencional. Estudió Derecho, aunque nunca ejerció como tal y, cuando su padre, David Álvarez, compró Vega Sicilia en los años 80, poco a poco fue creciendo su interés profesional por el vino. «Empecé a ir primero un día por semana, luego más, hasta que mi padre me dijo que me ocupara de la bodega. Y cuando el director, que llevaba 40 años, se jubiló, me hice cargo de ella… hasta hoy. Pero siempre digo que tuve la gran suerte de enamorarme de este trabajo».
La familia
Esta empresa familiar que lidera desde hace cuatro décadas tampoco ha estado exenta de dificultades en lo que a las relaciones se refiere –a él se le adjudica siempre una frase muy ilustrativa, que sostiene que el mayor problema de las empresas familiares es la familia–. Tampoco elude hacer comentarios: «Los problemas que ha habido en la familia, sobre todo los que respectan a mi padre, nunca llegaron a afectar a los negocios. Por suerte, no hubo interferencias en las empresas. Y en cuanto a la familia pues, como en todas, cuecen habas».
Al final de esta conversación se acerca la hora del almuerzo, así que le preguntamos si cuando bebe trabaja o es capaz de olvidarse de a qué se dedica: «A mí, cuando bebo, lo que me gusta es que el vino produzca placer. No es sólo trabajo… Me gusta disfrutar del vino, de los míos y de los de otros. Y del mismo modo me gusta que la gente compare y disfrute», ultima.
¿Y la comida? «Pues mira, con este trabajo, los viajes, las comidas… Leí una vez hace muchos años que el comer era el último placer de los que se pierden y el que ayuda a recordar los ya perdidos. Y yo, como buen vasco… me gusta comer . Pero me paso la mitad de la vida a dieta. Por eso digo que en toda mi vida habré perdido más de mil kilos».
Entrevista publicada originalmente en el nº 57 de Tapas (Octubre 2020). Si quieres conseguir números atrasados de la revista pincha aquí.
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