¿Que si tengo ocho apellidos vascos?”, repite Martín Berasategui en tono jocoso seguido de una sonrisa irónica: “¡Apunta!”. Y cita al dictado: “Berasategui, Olazábal, Arteaga, Bereciartua, Lesaca, Gurruchaga, Aseguinolaza y Altuna. ¿Cómo te quedas?”, remata chocando la palma en un gesto triunfal. Pero en realidad tiene muchos más apellidos vascos.
“Estas navidades le regalé a toda mi familia el árbol genealógico. Sólo en mi rama sumábamos ciento sesenta y pico miembros. Y mi hija, con la familia de mi mujer, más de 250”. Este árbol tan frondoso del que Martín Berasategui (San Sebastián, 1960) se siente muy orgulloso es sólo el principio. Así que empezaremos por ahí.
“Mi padre vino desde su pueblo, Azpeitia, a San Sebastián para aprender carnicería, y tuvo la suerte de hacerlo con los padres de los Gabilondo [se refiere a Iñaki y sus hermanos], que tenían un puesto en el mercado de la Bretxa. Mis padres, que tenían un tesón y unas ganas de hacer hostelería increíbles, montaron después un mesón, que es donde yo crecí. Y toda la sabiduría de vida y de profesión que les dieron a ellos, es la misma que nos transmitieron a nosotros, sus hijos”, recuerda Martín, que hoy habla desde el espacioso salón de su casa de Lasarte, encima del restaurante que lleva su nombre y tres de las 12 estrellas Michelin que atesoran otros de sus establecimientos.
Su conversación es entusiasta y en su discurso abundan palabras como esfuerzo, ilusión, suerte, tesón o agradecimiento. “Recuerdo aquella época como algo muy bonito, pero marcada por la cultura del esfuerzo, el trabajo y la dedicación. Yo siempre digo que mis padres eran transportistas de felicidad. Y cuando me hablan del éxito del trabajo en equipo alucino un poco, porque eso yo lo vi en mi casa, al igual que mis padres con la familia Gabilondo. Fue una generación que se dejó la vida para que nosotros estemos como estamos”.
23 escalones
De aquella época hay una imagen que a Martín le evoca recuerdos muy vívidos: 23 escalones. Los mismos escalones que bajaba cada día al salir del colegio para echar una mano a sus padres y su tía, al frente del bodegón Alejandro, una especie de txoko ubicado en la parte vieja de San Sebastián, que Martín describe con detalle: “Recuerdo perfectamente esos 23 escalones: a la derecha estaba el comedor y al fondo una cocina de carbón que, dependiendo de cuánto carbón echaras, podía alcanzar hasta 350 grados. Y, al lado, una parrilla que era donde estaba mi padre, que era el popular en el bodegón”.
En ese universo de mesas y calor, el pequeño Martintxo correteaba y, sobre todo, observaba fascinado el mundo de los adultos. “Allí, en una mesa había poetas vascos, en otra taxistas, en otra pescaderos o gente del deporte rural; y entre ellos yo era como el hijo de todos. Ésa fue mi universidad. La que a mí me gustaba. Porque cada una de esas mesas era un mundo. Una escuela de vida”.
Lleva la cocina en las venas, y bromea cuando dice que, si se corta, la sangre le sale azul y blanca. Se refiere a los colores de San Sebastián, los de su querida Real, los de su infancia, que es su patria. La suya transcurrió feliz, dice.
Era un niño vivaracho y bonachón, de los que repartía el bocadillo en el patio de la escuela, y también un chico curioso que, con apenas 13 años, ya tenía claro cómo quería que fuera su futuro. “Lo único que quería era aprender el oficio de mis padres. Pero cuando dices que quieres ser cocinero tan joven no te toman en serio. Tus padres siempre quieren algo más blando para ti. Hoy me digo, ya, pero ¿qué es blando y qué es duro? Es como si le dices a una atleta que no corra”.
Persiguiendo un sueño
Aquel chiquillo vehemente se pasó dos años pidiendo que le dieran la oportunidad, hasta que, con 15 años e internado en el colegio de los Padres Capuchinos de Lekaroz, conoció al padre ‘Txapas’, “un cura moderno para la época, un tío que se lo pasaba bien y que siempre se reía. Se veía claramente que lo suyo era vocacional y siempre decía que era muy importante que hicieras lo que te gustara”. Así que un día le pidió que le echara una mano en su propósito, “porque yo lo que quería era aprender cocina”, relata.
“Habló con mi madre y mi tía para que me dejaran. Y al final, un día, las dos me sentaron en una mesa y me dijeron: ‘Si quieres aprender con nosotras, mañana te vienes a las ocho de la mañana hasta a las doce y media de la noche, cuando se acaba la jornada, y esto un día tras otro. Trabajarás seis días a la semana”. Vaya si lo hizo. Y con entusiasmo. “Enseguida se dieron cuenta de que esto me chiflaba. Y enseguida también yo me busqué otra cosa para trabajar en mis días libres y en vacaciones”.
En aquella época , recuerda, conoció a un ex remero de origen vasco que había estado en la selección francesa y que trabajaba en una empresa que montaba cocinas, charcuterías y pastelerías. “Él me abrió las puertas para trabajar en la pastelería Jean Paul Heinard en Bayona. Así que en mis días libres yo me levantaba a las cuatro y media de la mañana y a las cinco venía un amigo de mi difunto padre que me llevaba a la pastelería en Francia, hasta que pude ir por mi cuenta”.
Así pasó años trabajando, aprendiendo, observando sin descanso. Aunque él matiza: “Pero, ¿qué es descanso? Yo he convertido el trabajo en un disfrute y un descanso. Igual que si tengo tres horas libres o diez, me voy andando desde aquí a San Sebastián”.
Tener o no Garrote
En el restaurante Martín Berasategui de Lasarte –a 15 minutos en coche desde San Sebastián… o dos horas andando–, mientras ultiman obras de remodelación en
la sala y el exterior y los operarios se afanan por llegar a tiempo, en la bulliciosa cocina un hervidero de gente está experimentando con los platos que conformarán la nueva temporada. Son semanas de muchísimo trabajo, y el nivel de auto exigencia que se imponen digno de aplauso.
Cuando llega Martín, todo con el que se cruza le saluda diciendo una sola palabra: “Garrote”, acompañado con el gesto del puño y que a lo largo de la mañana escucharemos varias veces, como un mantra o un grito de guerra. La expresión “Garrote” no es baladí. Martín empleó esa palabra en un momento paradigmático de su vida. El que marcó un antes y un después.
Y así lo rememora: “Cuando ya había hecho la mili, un día me senté en la misma mesa en la que años atrás mi madre y mi tía me dejaron aprender con ellas. Estaba también mi novia, Oneka, que es hoy mi mujer, y les dije: ‘Las dos habéis trabajado toda la vida, lo habéis hecho como una leona y una tigresa, pero yo tengo garrote para llevar esto y que vosotras descanséis”.
Ese lema fue el que le llevó a acometer uno de los capítulos más importantes de su vida: “Garrote para mí es mucho más: es fuerza, es actitud, coraje, hambre, generosidad… en realidad todo lo que me habían enseñado. Mis padres y mi tía han sido tan importantes en mi carrera que me faltan las palabras. Y encima, humildad, porque después de acceder, ¿sabes lo que me dijeron? ‘Pero ¿nos seguirás dejando ir al mercado?”.
Las estrellas
De aquel garrote, estos lodos. En apenas unos años, Martín obtuvo su primera estrella Michelin, un inesperado reconocimiento para el Bodegón Alejandro. “A mí aquello me cambió la vida. Tenía 24 años y creo que ha sido la única que ha recibido un bodegón en la historia. Entonces no se presentaba públicamente, pero cuando me lo dijeron pensé que era una broma, ¡que había cámara oculta! Nunca imaginé que eso podría pasarme. Sin embargo, hoy sigo viviendo el sueño, y cada vez que recibo un estrella para mí es como rozar con los dedos el cielo de la cocina, pero vestido de cocinero”, e inmediatamente matiza algo: “Y ojo, que las estrellas no son mías: hace mucho tiempo que desterré el yo. Martín Berasategui no soy yo, es nosotros”.
Después habla de la suerte, e insiste varias veces en ello. “No me canso de repetir que tengo suerte, pero ¡es que es cierto! Cuando hice la primera obra en el Bodegón y empecé a hacer lo que yo quería, para conseguir el primer préstamo me avaló el pastor de Igueldo, Eusebio Balda, que nos proveía de quesos y cuajadas. Al igual que la Kutxa, que estuvo conmigo desde el principio. A mí me educaron para ser agradecido, y tuve mucha ayuda, así que lo estaré de por vida. Desde niño he tenido suerte, mi familia es excepcional, me han inculcado sus valores del trabajo y el esfuerzo, de tratar de ser lo mejor que uno puede ser. Los reconocimientos vienen después del conocimiento, del sudor y el esfuerzo, y de no arrugarte nunca. Yo, con 20 años, dije que tenía garrote y nunca me ha faltado”.
El trabajo en equipo
Los tiempos han cambiado mucho. Pero cuando Martín echa la vista atrás lo hace eludiendo la nostalgia. “Cuando decías que eras cocinero en aquellos tiempos no era nada importante. Los cocineros no existían, estaban en las cocinas. El de la sala era el conocido y el cocinero generalmente se iba por la puerta de atrás habiéndose dejado la vida en los fogones. Sin embargo, en esos años en los que yo me iba a Francia a aprender, empezaron a pasar cosas muy interesantes en el País Vasco. Estaban una serie de cocineros y cocineras, los que impulsaron el movimiento de la Nueva Cocina, como Pedro Subijana, Juan Mari Arzak, Karlos Arguiñano, Ramón Roteta, Tatus Fombellida… un montón de gente. Así que, a la vez que estaba aprendiendo, estaba viendo cómo todos esos seres estratosféricos –porque lo eran, lo son y lo serán siempre– entendieron la importancia del trabajo en equipo y se unieron”.
La estela de aquellos años también selló una suerte de alianza. Cocineros con espíritu de cuadrilla y ganas de revolucionar el recetario del momento que coincidieron en la voluntad de combinar cocina y cultura, pero también tenían la determinación de innovar. Pioneros que revisaron el recetario tradicional, empezaron a colaborar siendo competidores, hicieron bandera del producto y empezaron a investigar para hacer una cocina más elaborada, más sana y, en definitiva, más moderna.
“Ellos son mucho más que un ejemplo, nos enseñaron a ser más competitivos, y no sólo son buenos como profesionales, sino como personas”, aplaude Berasategui, “y con ese impulso sales a darlo todo en una lucha diaria, disfrutando y aprendiendo, creciendo. Y con la convicción de que el martes es mejor que el lunes y el miércoles mejor que el martes. El que no sea inconformista en cocina pierde humildad y cuando pierdes humildad mueres como cocinero. Hay que mantener viva la frescura. Y yo, ahora que voy a cumplir 60, no dejo que se meta el cocinero veterano dentro ni pa dios”.
*Entrevista completa en TAPAS nº 41, marzo 2020.
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