«Nada puede prepararte para vivir en la Casa Blanca”, escribió una vez Nancy Reagan, según contaron los Obama tras su fallecimiento el 6 de marzo de 2016. A lo que añadió el matrimonio: “Estaba en lo cierto, pero nosotros tuvimos la fortuna de beneficiarnos de su ejemplo y de su consejo cálido y generoso”. Efectivamente, Nancy no se equivocaba. Estar bajo el ojo clínico de todo Estados Unidos no debía de ser fácil, y con ella se cebaron especialmente al principio, cuando, según dicen, por emular a la más ilustre de las primeras damas hasta la fecha, Jackie Kennedy, adoptó un estilo de todo menos austero. Los banquetes y fiestas organizados por Nancy Reagan eran frecuentes, aceptaba vestidos de diseñadores por valor de varios miles de dólares, redecoró la vivienda presidencial y se hizo con una vajilla de 4.723 piezas cuyo valor subía de los 200.000 dólares. Es cierto que Nancy también contaba con Jackie como ejemplo; pero con ella, Estados Unidos ya esperaba un cambio y la elegancia francesa que aportó a la presidencia se llevó rápido el aplauso. Con Nancy costó más.
Quizá su entrada en la Casa Blanca con el inicio del mandato Reagan, el 21 de enero de 1981, no fuera muy popular por esas rápidas medidas remodeladoras de la vivienda y por una cena inaugural que costó 16 millones de dólares, pagados con gusto por los amigos millonarios de los Reagan y vistos con muy malos ojos por los ciudadanos de a pie. Pero solo era cuestión de tiempo que Nancy fuera querida por los ciudadanos estadounidenses, pues recuperó la elegancia perdida con algunos de los presidentes anteriores a Ronnie –como a ella le gustaba llamar a su marido– y posteriores a John F. Kennedy, sobre todo en la cocina.
Ay, la cocina. Qué gran punto neurálgico de todas las casas y qué épocas tan tristes vivió en la más blanca de todas. Desplazada a la planta baja, casi un sótano, habitada por el moho y las ratas desde George Washington, y dirigida primero por esclavos y después por personal de la Marina cuando la esclavitud fue abolida. Un despropósito con el que terminó Jackie Kennedy, cuyos refinados gustos europeos se inclinaban más por la cocina francesa (influyó su año en la Sorbona) que por los perritos calientes de los Roosevelt. Por primera vez una primera dama se metía hasta la cocina para cambiar las cosas, y la primera medida fue encontrar a un chef profesional que hiciera las cosas comme il se doit, es decir, a la francesa y con productos frescos.
Aunque con Lyndon B. Johnson volvieron a cambiar las cosas –era un típico tejano que prefería el chuletón– y pasarían otros tres presidentes hasta Reagan, la estela de Jackie era larga y llegó hasta Nancy, que, casualidad o no, adoptó ese aspecto impecable aunque algo más pío de los vestidos de Oscar de la Renta, carentes de la más mínima arruga. Quizá fue esa inspiración en la siempre elegante Kennedy lo que también hizo que Nancy se metiera a dirigir la cocina en la casa del presidente.
Los golosos Reagan
Es cierto que prefería ‘mandar’ a mancharse; “Sé que dije que quería ser esposa y madre, pero nunca dije que quisiera ser cocinera”, recogía Nancy Reagan: The Woman Behind The Man (Nova Science Publishers, 2003), pero ya era algo. Aunque sabía cocinar algunos platos, pues, como recoge ese mismo libro, fue en una excursión al rancho de Ronald Reagan, al poco de conocerse, donde aprendió a hacer huevos revueltos. En Hollywood no debía estilarse la cocina de supervivencia.
Disfrutaba de las cosas sencillas, pero que levante la mano quien tenga a su alcance la más exquisita de las despensas y bajo su batuta al más diestro de los chefs y vaya a pedir tan solo unos huevos revueltos. No, señor. Nancy venía de la industria del cine, y aunque no tuvo mucho éxito, sí disfrutó de su brillo y adquirió un gran sentido común: en las cenas y en las fiestas que organizaba Nancy Reagan es donde se hacían los contactos. De hecho fue el primer consejo que Nancy dio a Michelle cuando Obama fue elegido presidente.
Por tanto, Nancy Reagan vio clara la necesidad de servir grandes cenas y montar grandes fiestas, de ahí la compra de esa carísima vajilla, pues aseguró en sus memorias que lo que encontró en la alacena fue una mezcla de vajillas de los anteriores presidentes que hacían imposibles las fiestas con muchos comensales. Y se avecinaban muchas: 56 cenas de Estado en total en los ocho años de mandato. Para que se hagan una idea, Laura y George H. W. Bush dieron solo seis cenas y, por cierto, el padre de este no era muy bien recibido en la mesa de Nancy. Una pena, porque su mesa era siempre rica, y sus fiestas legendarias. No hay más que remontarse a la de noviembre de 1985; una fiesta benéfica en el 1600 de Pennsylvania Avenue en la que fue notable el baile de Diana de Gales con John Travolta.
El culpable de aquellos despliegues era Henry Haller, el chef ejecutivo que heredaron los Reagan hasta que se retiró en 1987 y fue sustituido por Jon Hill. A Nancy le disgustaban sus creaciones y la presentación de sus platos, así que un año después fue sustituido por Hans Raffert, que llevaba muchos años como chef asistente. El que se mantuvo perenne en el cargo fue el pastelero ejecutivo Roland Mesnier, que sirvió a cinco presidentes los postres más deliciosos vistos en la Casa Blanca. Fue el creador del dulce de cumpleaños favorito de Ronald: al que llamó ‘pastel crujiente’, a base de merengue de almendras con relleno de chocolate y avellanas. A Ronnie le encantaba el chocolate, pero Nancy, siempre preocupada por él, pedía a Mesnier creaciones vistosas pero saludables.
En Navidad no bajaba el listón. Pero bien es sabido que cada familia tiene su tradición y no importa cuánto lujo quiera servirse en la mesa: la tradición es la tradición. Y la que Nancy Reagan instauró desde el mismo momento en el que se casó fue la de poner de postre un sencillo pudin de caqui con lo que llaman hard sauce, una salsa dulce hecha a base de mantequilla, azúcar, un pellizco de sal y bourbon. Era el broche final a cenas que, aunque podían empezar con sopa de algún marisco y langosta, avanzaban hacia la tradición familiar de Nancy.
De hecho, cuando Ronald terminó su mandato el 20 de enero de 1989, el matrimonio se mudó a una lujosa casa en Bel-Air (Los Ángeles, California), donde Nancy se encargó de que quien cocinara aprendiera el recetario familiar, que incluía para las fiestas el tradicional pavo, jamón, boniatos al horno, salsa de arándanos… Una típica cena de Navidad a la americana que adquiría notoriedad con las ornamentadas copas de cristal, regalo del embajador húngaro durante el mandato de Ronald, la cubertería de plata y la exquisita vajilla. ¡Ay, la vajilla!
Receta: Pudin de caqui de Nancy Reagan
- 12 cucharadas de mantequilla con sal. Reserva un poco
más para embadurnar el molde. - 1 taza de azúcar blanco
- 1 taza de azúcar moreno
- ½ cucharilla de café de sal fina
- 6 caquis muy maduros pelados, sin semillas y picados
- 3 huevos
- ¼ taza de ‘bourbon’
- ½ taza de leche
- ½ taza de suero
de mantequilla - 1 cucharilla de
café de extracto de
vainilla pura - ½ cucharilla de café de canela molida
- ½ cucharilla de café de nuez moscada
- 1 cucharilla de café
de clavo molido - 1 cucharilla de café de cáscara de naranja rallada
- 1 ½ cucharilla de
café de bicarbonato - 1 ½ taza de harina
Elaboración:
- Precalienta el horno a 330º C.
- Unta el molde de mantequilla.
- En un bol, bate la mantequilla, el azúcar blanco y moreno y la sal hasta que quede una mezcla suave. Continúa mezclando mientras añades los caquis, los huevos (uno a uno), el ‘bourbon’, el suero de leche, la leche, el extracto de vainilla, la canela, la nuez moscada, el clavo y la ralladura de naranja.
- Mezcla el bicarbonato y la harina en un bol separado, y añádelo poco a poco a la mezcla sin dejar de remover.
- Pon la mezcla en el molde y hornea durante 35-40 minutos.
- Sácalo y deja que repose al menos 15-20 minutos antes de servir.