En 2012, en pleno verano, el crítico gastronómico José Carlos Capel logró encender a muchos malagueños. En una de las Gastronotas de su blog, titulaba: ¿El ocaso de los espetos?, y cuestionaba «esa extraña fijación» –literal– «con las sardinas pequeñas» que tienen los locales. Una simple cuestión de tamaño provocó reacciones realmente viscerales, a modo de defensa a ultranza de una de sus señas de identidad frente a alguien que, simplemente, había osado ‘tocarnos un poco los espetos’.
Pero… ¿cómo un sencillo plato se ha convertido en toda una leyenda? ¿Hay suficientes y, sobre todo, buenas razones para transformar una técnica en un perfecto y hasta enigmático ritual?
Los malagueños sitúan el origen del espeto en la playa de El Palo, y hasta identifican a su ‘inventor’, Miguel Martínez Soler, propietario del merendero Gran Parada, quien, a finales de siglo XIX, en un chambao, decidió asar con leña unas sardinas ensartándolas previamente en una cañavera. Es decir, una clásica técnica culinaria –à la broche– versionada con toques marengos, apelando así al necesario lado emocional –los marineros solían organizar sus propias moragas en la misma playas–, a la que se añade, incluso, un componente histórico, pues ya los fenicios cocinaban la pesca en sus barcas. Su ‘invento’ tenía, por tanto, todos los ingredientes para convertirse en el comienzo de una excelente historia.
De oficio, espeteros
Miguel fue el padre de la primera dinastía de moragueros (a la que pertenecieron El Cojo, El Funa, El Chote, El Chirrin-Chirrán…) que consiguieron que en la Costa del Sol y, sobre todo El Palo, el olor a sardina fuera, desde entonces, algo habitual. Aunque si recorres, hoy en día, los incontables chiringuitos que se suceden en esta playa malagueña, una frase se repite: “A mí me enseñó a espetar un chanquetero de Torre del Mar”.
Y nada como visitar los chiringuitos que se dispersan a lo largo del paseo marítimo de esta localidad, donde curiosamente se hallaron restos de esos mismos fenicios, para descubrir qué esconde este objeto de culto.
A tan sólo tres kilómetros de aquí se encuentra el puerto de la Caleta de Vélez. Son 18 los barcos (léase, traíñas) que componen su flota de cerco, la cual captura al año alrededor de, tomen asiento, tres millones y medio de kilos de sardinas. Si añadimos que con cada kilo se preparan unos cinco espetos… el resultado simplemente desborda.
Y la mejor época para degustarlos arranca en la noche de San Juan, nos dice Juan Antonio Martín Pendón, espetero, claro –“todos los marengos sabemos espetar”, recuerda– y jefe de Lonja de Caleta, quien recurre, cómo no, a una cuestión de tamaño para identificar una buena sardina: «Aquí no las queremos gordas, porque tienen mucho pelo y mucha espina. Cuando las sardinas son más grandes, se ponen más esponjosas, más ‘leshigás’ (sic)»…
Una barca y sardinas
«El pescado mediano es como el jamón de pata negra», nos dice Diego Varela, propietario de El Varela, un chiringuito que se levantó en el paseo marítimo torreño hace nada menos que 54 años, y en el que llegan a servir hasta 500 espetos al día, asados con leña de encina y olivo, como mandan los cánones, recuerda.
Diego lleva espetando desde los seis años, y recomienda que la sardina sea de 30 granos, con ‘n’. (Traduzco: los marengos tienen su personal forma de «pesar» las sardinas, y para ellos menos es más. Es decir, cuantos menos granos tenga un kilo, la sardina será más grande. 30 granos: significa que un kilo tiene 30 sardinas. Lo idóneo, vamos).
En El Varela todavía se conserva El Andrés, el barco donde espetan, «la barca que dio de comer a toda la familia», y alrededor de la cual jugaba de niño Dani Sánchez, conocido como El Huevo. Marengo, como su padre, su tío y su abuelo, espetero de La Paradita, en el malagueño Mercado de la Merced, y torreño, claro, aunque nació –por caprichos del azar– en La Rioja.
Con él seguimos avanzando en lo que él mismo llamó “nuestro arte, nuestra cultura, una de nuestras ‘trascendencias’. Hay que encender la lumbre una hora antes. Y todas las sardinas del espeto tienen que ser iguales, ‘por pareá’ decimos aquí. Pero la clave de un buen espeto es la verticalidad”, desvela, porque «así ese jugo se queda en la sardina. Si la pones muy ‘tumbá’, se va la grasa».
Los espetos son para el verano
Una grasa que resulta esencial para determinar si el pescado está en su mejor momento. «Cuando es el tiempo de la sardina, en casa no se puede asar porque huele», advierte Antonio López, presidente de la Peña Parra de los Pescadores. Y ese tiempo coincide con los meses de julio y agosto.
Antonio utiliza unas largas varillas de acero, en lugar de las habituales cañaveras, para ensartar todos los pescados que espetan. ¿Acero –más higiénico– o caña –más auténtico? Hace unos años, el mini-debate se inició en Mijas, y se propagó luego en todos los chiringuitos desde Nerja hasta Estepona. La polémica no duró ni medio asalto. Los inspectores sanitarios recomiendan acero, claro, pero no existe normativa ad hoc, por lo que el uso de las convencionales cañas se sigue manteniendo, y tanto Diego como Dani coinciden: «Así se agarra mejor la carne».
“El hierro daña la sardina”, afirma Alejandro Frutos, encargado de El Mentidero. “El calor se dispara con las de acero, no se distribuye tan bien”, remata Juan Antonio. Que le pregunten, si no, a algunos espeteros –generalmente novatos– cómo el acero dispara el calor, hasta tal punto que en algunos ‘chambaos’ de la costa decidieron, además, instalar barcas de metal para asar las sardinas, y no son pocos los que se empiezan el día quemados por todas partes.
Los japoneses, por la cola
Junto a una de las tradicionales barcas de espetos, el calor no da tregua. Temperaturas de más de 70 grados (doy fe) que certifican que la tez color oliva de la los chanqueteros no son originadas por estar todo el día expuestos al sol en la playa. Sus ampollas, tampoco. Y además, «al lado de la lumbre pierdes la vista», añade Dani al listado de efectos secundarios.
Pese a ello, ninguno de los espeteros mira a otro lado cuando se trata de defender un oficio que, dicen, puede llegar a perderse a causa del intrusismo: «La gente que no tiene sangre marinera no sabe ni lo que está tocando. Además, no sacan cien espetos en una bulla», precisa Dani. Eso sí, cobran tres veces menos.
La tradición también manda que el chiringuito es el hábitat natural del espeto. O, mejor dicho, mandaba. «Fue complicado decirle al malagueño que se podía comer espetos fuera del chiringuito. Tenía que casi amenazarlos para que las probaran. Pero ya se puede… incluso en invierno», comenta Alejandro Fruto, situado en pleno centro de la capital malagueña. Eso sí, no esperes encontrar sardina de la Caleta entonces.
Fuera de temporada, los restaurantes recurren a las aguas de Castellón, Alicante, Portugal e incluso Marruecos… «aunque la marroquí es una lacha» (o ‘alacha’, parecida a la sardina pero con una carne no tan tierna y espinas más largas), precisa Jesús Varela, uno de los cuatro hijos de Diego Varela.
Comer con las manos
La leyenda de este plato marengo se moldea también en la forma de servir (agrupadas y con un simple gajo de limón) y comer los espetos. «Con las manos», claro, agarrándolas por los extremos. Si están bien hechas, saldrán solas. En esto no hay innovación, salvo la que aportan los turistas japoneses, claro, que «las cogen por la cola, y se las comen enteras, con espinas», dice El Mosca.
Las instituciones malagueñas son más que conscientes del filón de este icono y lo han convertido en una de sus mejores herramientas para potenciar el turismo. Seguramente por eso, hace diez años levantaron en la malagueña playa de la Misericordia el Monumento al Espetero, y después se presentó en Fuengirola un Monumento al Espeto.
Por eso, también el sello ‘Sabor a Málaga’ (creado por la Diputación) figura en 326 chiringuitos de la costa, reconociendo así la labor de estos moragueros. Y por eso, igualmente, desde hace unos años se imparten cursos de formación para espeteros, “una profesión con futuro”, dicen.
Para impartir clases, recurrieron, entre otros, a El Mosca. Se negó. Asegura que porque no se expresa bien. Pero inmediatamente reconoce que está enseñado a su hijo, El Parea, a espetar. Con 63 años ya está pensando en la jubilación, y tiene más que claro quién le va a suceder. «Este es un oficio que se pasa de generación en generación», apunta Alejandro Frutos. «Por eso no quieren enseñar a otros». (Algo intuía)
¿Existe mejor forma de alimentar una tradición? Probablemente sí, pero sólo unos pocos parecen proclamarse como los herederos directos de aquellos primeros moragueros que decidieron un buen día que el verano en Málaga tuviera ese permanente olor a sardina que consigue levantar pasiones y, de paso, despertar el apetito. ¿O era al revés?
*Artículo de Pacho Castilla publicado originalmente en el nº 15 de TAPAS. Si quieres conseguir números atrasados de la revista, pincha aquí.