La tele. Ese bicho denostado, analógico, anticuado, poco cool. Ese símbolo de looserismo por parte de aquél que manifiesta que la ve, frente a otro que arquea la ceja y, con un meñique levantado, profiere un «yo es que no tengo tele, sólo tengo proyector», y te hace sentir una suerte de José Luis López Vázquez en El turismo es un gran invento.
Ese resquicio del lujo periférico que abarrota el MediaMarkt los sábados por la tarde, cargando una caja gigantesca hasta el parking: «¿No nos habremos pasado con 65 pulgadas, cari?». «Para nada, Menchu, y vete pidiendo a tu hermana la contraseña de su Netflix». Esa pantallaza negra que preside todo edificio de obra vista, con piscina y pista de pádel en el medio de la comunidad. La tele. La de toda la vida. Por muy smartTV que sea, y por muchos ambilights que la rodeen, una tele. Mi tele.
A mucha honra
El arriba firmante es de los que se reconoce abiertamente entre los que ven la tele. Y no sólo la ven, sino que la defienden, frente a los snobs (y, qué quieren que les diga, para mí cavernarios) y atildados que sólo ven, y en muy contadas ocasiones, el ordenador. Y no, no me vale equiparar la tele a jorgejavieres y anarrosas. Hay infinidad de cosas más, y zapear sin rumbo es tan placentero como cuando uno llega agotado a casa y se rasca el surquito del calcetín.
Pues resulta que después de años de sufrir en silencio el gusto de uno por la tele, aún siendo lo menos brooklyniano del mundo, de saberte tildado como ‘ok boomer’ y lindezas hipster por el estilo, de soportar (con sospecha) fundadísimos estudios de desconocidísimas instituciones que aseguran que nadie, nadie, NADIE ve la tele ya… resulta que voilà! aparece un microbicho asiático que nos confina a todos en casa, condenándonos a ser aquellos que realmente somos porque no hay show off que valga ya que nadie nos ve, y acabamos viendo SEIS HORAS DIARIAS DE PROMEDIO DE TELEVISIÓN. Ni más ni menos. La cuarta parte de nuestra vida, ahí plantados. Y tan ricamente, como cuando nos reunimos por Zoom con pijama y zapatillas.
La publicidad y la tele
Yo, que soy publicitario, estoy encantado. Porque aunque evidentemente tiramos de redes sociales y demás medios digitales, ninguno ha llegado a la suela del zapato de la televisión en términos de Contar Historias. Así, con mayúsculas. Sólo en la tele es donde los publicitarios podemos recurrir al arte de emocionar. De hacer reír, llorar o reflexionar. De alegrarle la vida a la gente con un anuncio que luego quieran reenviar por whatsapp a sus vecinos, cuñados y colegas de la ofi.
La publicidad es, por definición, intrusiva, molesta y no deseada, es justo lo que separa esa mirada de unos enamorados en San Francisco del momento en el que por fin se lanzan y se produce el deseado beso y el The End. Por eso la publicidad sólo es aceptada por quien la ve si su contenido le entretiene, le divierte o le impacta de algún modo positivo.
Es decir, cuando pasa a ser ‘contenido’. Y eso, hasta que alguien me demuestre lo contrario, sólo lo podemos lograr los creativos creando historias para televisión. Porque ahí contamos con más segundos de los que nos aporta un story de Instagram, tenemos al espectador sentado tranquilamente, esperando a ver qué le contamos y sin pedirle interacción alguna, y sin las estridencias estroboscópicas de banners y brand days. Ahí tenemos una historia que cada persona va a atender, y una música que va a escuchar. Y presumiblemente con final feliz y una música que crece. Los grandes mecanismos de la narración desde Esquilo, Sófocles y Eurípides. El dedo en la llaga del alma.
Aunque la publicidad en tiempos de confinamiento es, en su inmensa mayoría, un coñazo (basta de gente aplaudiendo en los balcones y tipos haciendo sus cosillas de casa rodadas con un iPhone, por favor), la deglutimos en televisión. Pero créanme, si lo viéramos en una pantalla de un Mac mientras mariposeamos por nuestra web favorita sería terriblemente insoportable. Y, por tanto, terriblemente ineficaz. Y ya si uno lo ve en el proyector de su loft, ni les cuento.
César García es director general creativo y socio de la agencia de publicidad Sra Rushmore.
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