Voy a Hoffman a comprar unas galletas de mantequilla y limón que tanto gustan a mi esposa. A mí no me gusta el dulce, y sobre todo no me gusta que me guste, porque me parece poco viril, cursi, hasta histriónico. Me deprime el azúcar desde muy pequeño, pedía siempre un plato más a cambio del postre. Pero son buenas, excelentes, las galletitas de Hoffman, y la cajita es preciosa.
Entro en la tienda, Pau Casals, y enseguida el dependiente me dice que las galletas de limón sí pero no y que las que tengo que comprar son unas nuevas de Sacher -el pastel- y me incomoda su insistencia. Es ese tic que tenemos algunos cuando vamos muy decididos y alguien nos hace dudar. Intuimos que puede estar en lo cierto pero nos ofende que nos diga que hay algo mejor que nuestro ídolo. De repente me doy cuenta de que de hecho odio las nuevas galletitas de Sacher y aunque mi reacción tan visceral me da un poco de vergüenza estoy dispuesto a mantenerla. Pero al final, la insistencia del muchacho es tal, y tan temeraria, cuando era evidente que me estaba enfadando, que cedo y digo, bueno, déjeme probarla. “Probarla no, porque el precio de coste es tan caro que no tenemos para probar”. La caja cuesta 15 euros. Abrumado, golpeado, humillado, solo ante mi destino trágico me rindo sin condiciones y digo póngame una de cada. Y mientras tarda siglos en hacer el paquete y la cuenta y abrir la bolsa, como Rowan Atkinson en Love Actually, pido a otra dependienta que ahí estaba, haciendo nada, una segunda caja de las nuevas galletas para probarlas en la pequeña barra que recientemente han puesto en el pasillo. Cuando voy a sentarme me advierte de que la barra -en verdad, un trozo poco afortunado de madera pintada- es “provisional” y que no me apoye demasiado porque podría romperse. Hoffman, Pau Casals, galletitas a 15 euros y no somos capaces de poner una barra como Dios manda.
Pero mi sentido del humor puede con todo y con toda la delicadeza -poca- de la que soy capaz, abro la hermosa cajita, azul Tiffany, azul Nobu de Marbella y de Ibiza, y tengo que decir que son extraordinarias, superlativas las nuevas galletas Sacher. Redondas, de tres a lo sumo cuatro centímetros de diámetro. Crujientes y con la textura del chocolate y la mermelada. El mundo resumido en una galleta. Todo lo que importa debidamente explicado en esta redondita precisa, profunda galleta que mejora muy de largo el pastel vienés.
Hemos venido al mundo a pasar por toda clase de penurias y linchamientos para que de vez en cuando -sólo de vez en cuando- obtener algo revelador, en verdad luminoso por encima de las sombras. Entonces se olvida el sufrimiento, las vueltas dadas en la nada, el dinero derrochado en fallidos intentos y en cada instante de milagro entendemos casi todo, como que la eternidad está en nosotros y que a veces no hay que hacer más que comer una galleta.