Con casi toda la ciudad parada, la panadería del barrio es el penúltimo reducto de normalidad. Comprar pan es el salvoconducto para salir libremente, pero también para mantener, en lo posible, la rutina de la comida. El pan es el refugio, una vez más, de las costumbres, de la paz que da lo conocido y los panaderos somos los privilegiados que pueden hoy salir de casa e ir a trabajar sin problemas. Somos como los que se saltaban la cola de la discoteca porque conocían al portero. Eso cuando había discotecas y había colas. Hoy, si dos se cruzan en la acera, uno rasca la pared y otro hace equilibrios sobre el bordillo, en un nuevo tipo de anti-baile.
Son las diez de la mañana y, aunque el flujo es menor de lo habitual, el goteo de clientes es constante en la panadería. Separados metro y medio, calculando los palmos a los que no llega el aliento, cubiertos con mascarillas y guantes, esto es lo que diferencia hoy de un día cualquiera. Hay pocas palabras sobre el mostrador, medidas para lo justo, pensadas para no echar demasiado aire por la boca: «Tengo reservado un semillas, Maruja». «Cinco setenta, ¿tarjeta?». Hay una nube de precaución y miedo, de inseguridad y desconfianza, y aunque queda algún troglodita que se enfada por no poder pasarnos sus monedas bien sobadas, el respeto es mayor y un poco de lógica se lo merienda. «¡Pero si sólo las he tocado con los dedos!»… «Pues eso mismo, hijo».
Condicionados por los centímetros de separación de más, el mostrador de la panadería es un eclipse parcial de luz y sombra al que se asoman los aspirantes a zombi a por su dosis diaria de rutina; que ya no hacen cola y ahora se desperdigan por la acera y se mantienen a distancia de estornudo en caída. Parece un juego de los noventa. Habría que dibujar algo en el suelo. No hacen falta números ni pedir la vez; una mirada de reojo y ya saben su sitio.
En el obrador, el ritmo es el de siempre, aunque la música está más baja y las bromas más repartidas. Ocho horas de mascarilla se hacen incómodas y hay que buscar huecos para salir al patio a bajarla y poder respirar, pero ya antes era así: la mascarilla ya era habitual entre los panaderos, siempre al borde de la alergia a la harina. Hoy vigilamos si el compañero estornuda, tose, carraspea o se toca la nariz. Nada, por ahora. Menos mal. Podemos seguir repartiendo rutina en nuestra panadería.
Javier Marca es panadero y estos días sigue al frente de su establecimiento madrileño, Panic (Conde Duque, 13), donde hace pan artesanal con masa madre, fermentaciones largas e ingredientes ecológicos certificados.
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