Tres días, tres comidas (dos comidas y una cena), en Nueva York pegado a José Andrés bastan para regresar al foro con el retrogusto de la admiración. Ya nos conocíamos, le entregué el TAPAS Chef of the Year 2018 ante una audiencia rendida a su afán de conquista. Dos días después subió al escenario del Dolby Theatre a entregarle él a la Roma de Cuarón un Oscar.
Nueva York. Jet Lag. 21.00 de la noche, José se ha dejado una barba blanca, espesa, que garantiza que le llamarán para inaugurar estas navidades el árbol del Rockefeller Center. Le queda muy bien.
Los ventanales están abiertos y entra la brisa del Hudson. “Chef, ¿puedo saludarle?” le interrumpe una mujer cercana a la treintena. José, los amigos le llamamos así, aunque a mí me encanta que seamos medio tocayos, está acostumbrado a que le paren, le silben, le aplaudan, le abracen, le pidan cosas o le regalen. Cariñoso, como siempre, la atiende y entonces la chica, que comía allí con su familia, se derrumba y se pone a llorar, a lágrima viva. No puede hablar. El llanto no la deja explicar que le admiran, que su familia estaba deseando que abriese Mercado Little Spain en Nueva York y que lo que está haciendo con World Central Kitchen, la ONG con la que socorre a los afectados por los huracanes, es la pera. ¿Cómo debe de ser de grande el sentimiento de admiración de una persona para que no te deje hablar y rompas en llanto?
José Andrés solo quiere que le quieran. Y así podría acabar este artículo, porque no hay más. No hay más. El resto, el negocio (le interesa, y mucho), la fama (también le gusta), ayudar a la gente (eso es que te quieran aún más) y demás es anecdótico. Excepto su familia.
Me ceno con él y su hija Carlota todos los platos del menú, incluyendo unos callos que te quitan la tontería esa del cambio horario, y conozco a un hombre al que José Andrés le tiene mucho cariño, Gonzalo, que fue su primer jefe de cocina en Manhattan y que ahora en New Jersey organiza un concurso de paellas al borde del Hudson que ríete tu de la Albufera. Nos partimos de risa porque Gonzalo, casado con una cubana, ya no habla más español sino cubano. “Ya tu sabes mi amol”. Nos marchamos a la 01.00 de la madrugada, el equipo de Mercado se despide, “os dejamos que mañana abrimos esto otra vez a las 07.00 AM”.
Domingo 22. 13.00h. En la puerta del mercado, acompañado siempre por su fiel asistente, Satchel Kaplan, José me llama: “¿Prefieres comer en un chino guarro que me encanta o en un griego?”. “Chef, soy tu esclavo (gastronómico)” le contesto. Elegir restaurante es parte del trabajo de José.
Por Nueva York o por Washington pasa todo el mundo y todos quieren comer con él, y donde él elija. Al final vamos al griego, José viene de grabar un podcast, que es solo una de las dos entrevistas que concede en los tres días que le veré. Todos le reclaman.
El griego se llama Milos y está en Hudson Yards, encima del Mercado. Nada más entrar el “embajador” del centro comercial, igualito que Sidney Poitier, saluda. “Chef, no suba usted por ahí yo le llevo por otro sitio” y nos “esconde” para no utilizar las escaleras mecánicas. Según entramos en Milos todos los comensales se giran para mirarnos. ¿Quién será ese de las gafas negras que tiene la suerte de ir con el chef?, deben preguntarse porque noto que me miran.
Milos es un griego de lujo, propiedad de Costas Apilides, que tiene otros tantos. Se empeñan en darnos la mejor mesa mirando al Vessel, el monumento más fotografiado del mundo estos días, pero José quiere comer en la barra. Nos ponemos morados a Botarga, una hueva de mujol sin secar, y vino blanco griego. Brindamos por la vida y nos reímos de la piscina del hotel Standard, llena de guiris arañando el sol del otoño. José, pasará toda la semana en la ciudad y hoy anda apurado porque le han llamado de la Fundación Clinton y de Presidencia de Gobierno (Sánchez visitaría el mercado el martes con su mujer) a la misma hora y quiere atender a los dos.
El vino griego ayuda y se nos ocurren mil ideas y otras mil más. América para los inmigrantes sigue siendo la tierra prometida. Al día siguiente Springsteen, autor de Promise Land, cumpliría 70 castañas.
Recibo un SMS. “Martes 24 a la 13.00h en Restaurante Cosme” del mexicano Enrique Olvera. Lo firma Ferran Adrià que acaba de llegar a la ciudad para dar una conferencia con Lavazza en el Guggenheim y presentar en Mercado la reedición de uno de sus libros para Phaidon. Parece que somos tres, Ferran, Isabel, su compañera, y el cronista pero no, todo el restaurante sabe que está Adrià y todos están pendientes. Cuando comes con Ferran comes lo que él quiere, faltaría más, y también comes lo que los que cocinan quieren que pruebes. “Chef quiero darle las gracias por venir y decirle que todos en la cocina están muy nerviosos”, le dice el jefe de cocina en español, que para eso Cosme es el mexicano de referencia en la ciudad. Champagne y platos exquisitos hasta que José llega, una hora después, y el local vuelve a revolucionarse. La revolución siempre fue mexicana.
Hablamos del impeachment que aún no ha saltado a los medios pero a José le han confirmado que se presentará. De los cambios que Ferrán quiere ir introduciendo en Mercado, el lugar de referencia ahora mismo en Manhattan y de mil cosas hasta que la mesa de al lado nos invita a Tequila Patrón. Isabel, siempre tan elegante, se da cuenta que no los han reconocido, que no nos han reconocido y eso provoca una respiración profunda porque el brindis es anónimo, es de verdad, no intermedia en él el brillo de la fama, es pura exaltación de la amistad etílica de tres abogados a los que hoy en este Nueva York de Lorca, han ascendido.