He escrito abundantemente sobre la noche. Sobre la oscuridad y el blues, sobre los vaporosos alcoholes, sobre las coctelerías más excitantes de este y del otro lado del charco.
Creo que después de esta sintética presentación sobra recalcar que soy más del bebercio que del comercio. Y en este sentido soy un carnívoro patológico.
Desde muy niño fui un comistrajo irremediable de filete con patatas, según cuentan las crónicas familiares. Hoy, rondando la cuarentena, aunque todavía queda mucho, pero mucho, mucho –esto es un chiste interno–, confieso que la mejor carne argentina, el mejor chuletón de Tudanca cántabro, o el más ofensivo entrecot angus devorado en la capital del mundo, no serían lo mismo para mí si no estuviesen regados y bien regados. Por eso la buena carne y el buen vino irán siempre de la mano en mi ensoñación gastronómica.
El placer en mí se asocia también a las ciudades que habito y a la música que escucho tras los pantagruélicos banquetes que me doy como infundados auto premios de vez en cuando, muy de vez en cuando siendo sinceros, así que un sintético maridaje de estos cuatro elementos me retrata de alguna manera, igual que en mi presentación, líneas arriba.
El viaje de tortura a la arteria y al hígado comienza en Madrid, en el fastuoso Bayres Beef Argentina en Tapas (C/ Pradillo 6). Su cola de cuadril es un manjar que todo carnívoro que se precie no se puede perder, regado con un vino de La Patagonia: Postales del fin del mundo. Este lugar coqueto y moderno es perfecto para cenar antes o después de una buena película en los Cines Morasol (C/ Eugenio Salazar, 56) de toda la vida, que están puerta con puerta. O antes de un copazo en el Garaje Hermético escuchando a los Burning, que son y serán eternos.
El tripi continúa en mi Santander, “Mi cuna, mi palabra…”, que diría Gerardo Diego, en la Calle del Martillo, en un restaurante con decenas de referencias llamado Cata Vinos (C/ Marcelino Sanz de Santuola, 4). De los mejores entrecots de la ciudad con un buen Ribera del Duero es religión después de comprar un oloroso Partagás 898 en el estanco vecino, el mejor de la ciudad. ‘Break on trough’ de The Doors suena en mi cabeza mientras tecleo estas letras.
Se me hace necesario después de ver mi mar, mi bahía, tomar un avión al cono sur y recordar mis viajes de infancia a Buenos Aires, a visitar a la familia paterna. No puedo evitar sentarme a cenar en La Cabaña Las Lilas (Avda. Alicia Moreau de Justo, 516) en el corazón de Puerto Madero. Este restorán a la antigua y su ojo de bife junto a un tinto mendocino, Malbec de las Bodegas Rutini, me hacen llorar de nostalgia y de hambre voraz. “Caminito que el tiempo ha borrado y que juntos un día nos viste pasar” que dice el tango, versión de Gardel o de Corsini…
Y a 8.521 km. al norte, aterrizo de golpe en Nueva York, sobrevolando el Puente de Williamsburg, y me poso como una pluma en una mesa enmantelada de historia. Sus camareros de toda la vida me sirven un Pinot Noire de California mientras ordenan un inmenso T-bone Steak, que es la vedette del viejo Peter Lugger (178 Broadway, Brooklyn). Podría sonar canción italiana o algo de klezmer, pero en este sueño de vino, carne y rosas, de tiempos pasados y presentes, de ganas y anhelos… En este sueño no. Este sueño es mío, así que suena un blues. Suena una canción de mis Cocooners, ‘I hate mi city’. Y es contradictorio, porque todas estas ciudades forman parte de mí y las amo y no las odio. Tal vez soy yo el que forma parte de ellas, igual que del vino o la carne, igual que del tabaco o los sueños de viajes como este que escribo sin moverme de mi despacho. Sin moverme de mis cubiertos.
*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 48, noviembre 2019.
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