Una cosa es que un chef con antebrazos tatuados, delantal de tela vaquera y bigote historicista te sirva la comida, y otra bien distinta que un dios propiamente dicho te ponga un plato delante de tus narices. Porque eso es lo que sucedió, hace muchos miles de años, con el guacamole.
La leyenda cuenta que Quetzalcóatl, el dios del antiguo panteón mesoamericano, se apareció a los aztecas para entregarles el guacamole. Aquellos indígenas mexica con caras pintadas y taparrabos tuvieron la confianza suficiente para comerse ese puré verdoso… y para no huir al ver a ese dios con forma de serpiente emplumada. Pero la realidad consistió en que los antiguos aztecas acostumbraban a preparar un mole –o salsa– con los aguacates, los frutos del aguacatero originario de América Central, cultivado en la franja que va del río Bravo en el norte de México hasta Guatemala.
Ahuacatl (aguacate en idioma náhuatl) significaba “testículo”, debido a su forma de pera y su superficie irregular. Tantas eras sus connotaciones eróticas, que sus creencias impedían que las mujeres aztecas los recolectaran. No iban desencaminados: hoy se los considera un potente afrodisiaco dado su alto contenido en vitaminas D y E. (La escritora chilena Isabel Allende confesó de hecho que soñar con Antonio Banderas, desnudo sobre una tortilla mexicana y cubierto de guacamole, fue lo que inspiró su libro Afrodita.)
Con aquellos aguacates los aztecas preparaban el ahuacamolli, que lo españoles tradujeron como guacamole, y que primitivamente eran aguacates molidos con agua en unos de esos bellos morteros de piedra volcánica. Los españoles llevaron a Mesoamérica algunos de los ingredientes que luego se le añadirían, como el ajo o la cebolla, provenientes de Asia, o el jugo de limón y la sal.
La globalización culinaria funcionó en los dos sentidos, puesto que los españoles, fascinados por aquella receta, trajeron los aguacates del Nuevo Mundo hasta la península, tras hacer escala en Canarias. En el siglo XVI consta que ya había aguacates en la costa levantina de Valencia y Alicante, y se aclimataron bien a la Costa Tropical granadina y a la parte sur de la Axarquía malagueña. De ahí se extenderían al resto de Europa.
La receta clásica moderna del guacamole consiste en moler la pulpa de los aguacates hasta obtener una pasta uniforme, agregándole cebolla y chile verde, a cuya mezcla se le añade sal, unas gotas de limón y opcionalmente cilantro picado muy fino. También se le puede incorporar el jitomate (rojo) o el tomate verde, más ácido, aunque en México a esto no se lo considera propiamente guacamole, sino salsa.
Si los conquistadores españoles fueron los primeros en dejarse seducir por la receta, los vecinos norteamericanos lo harían trescientos años más tarde. Y eso que el guacamole fue durante el siglo XX algo propio de minorías, ya que la importación del aguacate estuvo prohibida por sus riesgos para la agricultura por culpa del gusano barrenador. Ello no impidió que a finales del XIX hubiera cultivos en California de las llamadas “peras de cocodrilo”. Anuncios en las revistas The New Yorker y Vogue las ensalzaban como la “aristócrata de las frutas para ensaladas”.
La medida de su popularidad vino de la mano del aumento de la población hispana. Que el guacamole era un manjar que se abría paso en EE UU lo demuestra que Vincent Price y Boris Karloff, dos de los actores más míticos del cine de terror clásico, fueran adictos al guacamole, que preparaban según sus propias recetas. Karloff le añadía jerez, mientras que la receta de Vincent vio la luz en el libro de cocina que él y su mujer, Mary Price, publicaron en 1965. Su guacamole llevaba salsa Worcestershire y mayonesa, lo que para los puristas del adictivo puré verde es una atrocidad muy americana. Tan terrible como las películas de terror de bajo presupuesto que protagonizó durante la última etapa de su carrera, o como los guacachips.
Hoy los norteamericanos engullen toneladas de guacamole durante la final de la Super Bowl o el Cinco de Mayo, fecha que conmemora el orgullo de los estadounidenses de origen mexicano instalados en EE UU.
Los siempre mal comidos ingleses tardaron algo más. En 1968, la cadena de tiendas Marks & Spencer introdujo los aguacates en Reino Unido, a los que llamó “peras de aguacate”, pero a los británicos no les entusiasmaron. Una clienta se quejó: los había hervido y servido con crema inglesa como si fueran un postre. Los últimos en incorporarse a la fiebre verde han sido japoneses y chinos, que importan decenas de miles de toneladas al año.
Si uno se detiene a pensar, el guacamole es un milagro. Sobre todo porque el aguacate es considerado un “anacronismo evolutivo”, algo que no debería existir en nuestro planeta. Y todo porque data del cenozoico, cuando enormes herbívoros engullían aquel grasiento fruto de un bocado, incluida su gran semilla, que depositaban a varios kilómetros, bien envuelta en fertilizante, tras la digestión. Aquellos glotones desaparecieron, pero la vida de una planta de aguacate, de hasta 250 años, dio tiempo a que los primeros humanos llegaran a América justo antes de que se extinguiesen. Sin aquellos gourmets nómadas, el guacamole no existiría.
Con casi tres millones de publicaciones en Instragram con la etiqueta #guacamole, esta comida de los dioses no necesita filtros para revelarse como un plato sumamente apetitoso. Su verde seductor y su textura untuosa han llevado el porn food a otra dimensión. A una en la que resulta urgente hacerse con una buena provisión de totopos o nachos para devorarlo.