La carne rebozada no tiene edad, aunque requiere de un comensal con buenos dientes. Es un plato antiguo en la memoria individual, así como en la colectiva, al que resulta difícil rastrear más allá de Bizancio, según la ligereza informativa de los nuevos enciclopedistas. El filete empanado más célebre se llama schnitzel y es la especialidad de Viena, con permiso de la tarta Sacher y los endocrinos. Visitar la capital de Austria y rehuir la fritura es renunciar a un acto de identidad turística. Si los turistas piensan por sí mismos y desprecian las guías y deciden alternativas lejos de lo establecido, Europa conocerá otra crisis que corroerá sus cimientos.
Para que las economías funcionen –el turismo representa el 3,1% del PIB mundial, según World Travel & Tourist Council; más o menos como las drogas, a decir de la ONU– los turistas tienen que hacer de turistas, y en Viena subir a la noria del Prater con la música de la cítara de El tercer hombre aserrando la cabeza, recorrer la Ringstrasse a pie y manteniendo a raya las calesas y los caballos de tripa floja y rendir culto a Sissi, que no era aquel algodón de azúcar de las películas.
Viena es una ciudad dinámica y espectacular apresada por la arquitectura. Apartarse de los monumentos y pasear por el Danubio es comprobar el caudal de acero de Europa y el camino de la civilización. Freud, poderío austrohúngaro y wiener schnitzel. Porque entre las obligaciones del buen turista está la de entregarse al crujiente sin reservas.
El buen turista comerá cada día uno, al menos, y los buscará en tabernas y palacios. Y eso es lo que fascina: es omnipresente, sin que el rango del establecimiento importe. Imposible en España encontrar una tortilla de patatas –la rueda dorada en su majestuosa inmensidad, no una aligerada y contemporánea versión– fuera del coto, esto es, el bar de la esquina.
La primera escalopa del poco recomendable experimento –sobre todo para la salud– es en Gastwirtschaft Stopfer, fundado en 1951, céntrico y con camareros y camareras con chaleco y un servicio sin mangas. A 12,30 euros la pieza, está muy lejos de la mítica. Tendría que ser una sábana cárnica que desbordara la vajilla, como en el restaurante Austria, en Berlín, una capa fina que cubre una interminable guarnición de patatas. De hecho, ninguna cumplirá con el reglamento e irá aumentando de precio a medida que mengüe en volumen. La segunda objeción es que está compuesta por cerdo, cuando lo canónico sería ternera (la receta, por desesperación, acepta gorrino y ave). Por lo demás, el pedazo de Gastwirtschaft Stopfer es la caricia a un perro: algo rutinario. Tristes patatas congeladas de húmedo hocico como insuficiente compañía.
Con el mazo dando…
Una cosa buena de la escalopa es que es fácil de cocinar: la web oficial www.wien.info enseña los pasos. “Recetas de este manjar se pueden encontrar en libros de cocina vienesa desde el siglo XVIII [¿no será el XIX?]”. Ternera + harina + huevo batido + pan rallado, sumergido en una mezcla de mantequilla y aceite. ¿A que siempre debería salir bien? No en esta crónica. Dicen que los árabes, desde Constantinopla, lo pasearon por España e Italia: seguro que no era la pecaminosa versión porcina. Dicen que el mariscal de campo Joseph Radetzky, el de la marcha imperial de Strauss, lo llevó de Milán a Viena en 1857 (ah, la Wikipedia).
La concreción de la fecha es desasosegante: el hombre con bigotes tristes murió al año siguiente en Milán. ¿No tuvo tiempo para coger la cotoletta alla milanese por el hueso mientras gobernó Lombardía-Venecia entre 1850 y 1857, según la Enciclopedia Británica, que nada cuenta del aceitoso asunto?
Esta teoría subleva a los italianos, que se batirían en duelo con los austriacos por la paternidad del lienzo antes que por la revolución nacionalista que aplastó el mariscal en 1948. Sea cual sea la historia verdadera, probablemente la no escrita, se consume carne empanada en muchas partes y, pese a que el schnitzel tiene fama mundial, la parentela, hermanos, tíos y primos, es amplia y compleja, a menudo con relleno o cobertura extra: la citada cotoletta alla milanese, la milanesa argentina, el tonkatsu japonés, el cachopo asturiano, el flamenquín cordobés y el cordon bleu francés.
La segunda pieza del estudio la fríen en el Prater, junto a la noria, que comenzó a volar a finales del siglo XIX y es uno de los emblemas de la capital. Mejor que un monumento celebre el ocio que la guerra. Al ingenio mecánico hay que subir antes de la comida, no por la velocidad, sino por el viento. Las barquichuelas decimonónicas se mecen con un aire de otro tiempo. Lo que entonces era excitación y peligro hoy es entretenimiento con artrosis.
El restaurante elegido es Vivus, y vivo es el precio de la especialidad: 17,90 euros. Una casita con terraza, un servicio que parece estar en otra parte, un precio excesivo para un pedazo de carne aplastada. ¿Es mejor que la de Gastwirtschaft Stopfer? Es de ternera. Un animal que muge por un animal que gruñe. Una sencilla carne rebozada, una rodaja de limón y unas patatas. 17,90 es una cantidad elevada para un plato único. El del wiener schnitzel es un negocio limpio, sin tendones. Los pícaros ni siquiera buscan el corte noble. Se trata de una carne trabajada a martillazos. Literal: se ablanda con un mazo.
La factura aún puede aumentar: en el restaurante del palacio Schönbrunn, donde durante la visita se cuenta –al oído, con el aparato guía– lo mucho que le gustaba la escalopa al emperador Francisco José –muerto hace un siglo, en noviembre de 1916– alcanza un precio imperial: 22 euros, dos menos que en el Do&Co del Museo Albertina.
Imaginar al káiser en un comedor de Schönbrunn rodeado de sirvientes con calzas metiendo los bigotes de castor en el manjar popular, emplatado sobre singular vajilla y depositado en el mantel con reverencia, es una imagen revolucionaria. Humanizar al emperador es una operación política en la que participa el filete.
En cuanto al Do&Co, ¿qué explicar? Forma parte de una cadena de lujo, es moderno a la manera del márketing y la carta ha sido construida con una desorientadora mezcolanza. De la barra de sushi salen nigiris fritos –curioso– cubiertos por lascas de atún y salmón y, en ese contexto internacional, resulta llamativo el peaje del wiener schnitzel, como si se obligara al gremio de restauración al folclorismo gastro. Si alguien queda insatisfecho por el menú a retales, el grabado de la liebre de Durero que expone el Albertina liberará estómagos.
El peor de los catados lo dispone la trattoria Ottimo, donde ha encontrado hueco entre pastas y risottos. Otro sinsentido, pues combinar iconos de dos países es una llamada al caos. Por 15,90 euros dan algo de color dorado, sin curvas ni pliegues. Un rebozado grueso como un maquillaje mal aplicado.
El poder de la nostalgia
Cierra esta peculiar investigación empanada el más decepcionante de todos: el del chef Heinz Reitbauer, con dos estrellas Michelin y que en 2013 colocó su restaurante, Steirereck, entre los diez mejores del mundo: en el puesto nueve, según los votantes de The World’s 50 Best Restaurants. ¿Se trata del más deficiente? Ya se ha dicho que no, pero si sumamos precio, prestigio, entorno, conocimiento y equipo, el chasco es mayúsculo.
En el relajante Stadpark y frente al canal del río Wien, el chalet con dos espacios diferenciados: la contenida vanguardia de Steirereck con el menú de seis platos a 132 euros y el milk bar Meierei, que, como herencia de la vaquería que estuvo aquí, se ha especializado en quesos y cócteles lácteos. No habrá mugidos de placer.
Heinz Reitbauer oficia a pocos metros y se supone que alguna vez supervisará lo que sirven en la planta baja. El tartar de ternera está pastoso porque ha sido pulverizado con una máquina y la cerveza mana caliente. La cestita de pan es un robo a ocho euros. No hay manera de muñir simpatía al servicio. El Steirereck Gulasch, firmado así, con solemnidad, es correcto, aunque que lleve el nombre del establecimiento resulta un inmerecido honor.
La escalopa cuesta 19,50 euros y la habitual rodaja de limón ha sido envuelta en gasa para no manchar las delicadas yemas de los comensales: la nobleza de la preparación se reduce a eso. Ternera lechal, patatas y perejil: así lo anuncian en la carta. Carne fina y vulgar, con un rebozado sin historia. ¿No entiende el señor Reitbauer que el cliente confía en sus prestigiosas manos para que alce, ante los creyentes, la Escalopa Suprema bruñida en oro? Acercarse a lo popular y decepcionar impulsa la lucha de clases.
La prueba no finaliza en Viena, sino que sigue en Barcelona en busca de una improbable redención. El lugar elegido es Portolès, una sencilla casa de comida del Eixample. Anuncian el objeto de estudio como escalopa de carne magra y el precio, en comparación a los desmadres vieneses, es de chiste: ¡4,90 euros! ¡Y dos lonchas! ¿Superior o inferior a los viener schnitzel degustados? Más o menos como los mejores de los peores, con una consideración: no se vanaglorian ni es un atractivo turístico ni un símbolo, sino un bocado que aprecian los niños y los adultos con nostalgia por la infancia terrosa.
Y ese es el porqué del éxito en Viena, en Barcelona, en Milán, en Buenos Aires, en Tokio y en París: al morder, el crujido enciende algún mecanismo apagado de nuestro cerebro.
*Reportaje publicado originalmente en Tapas nº 13 (Mayo, 2016). Puedes conseguir los números atrasados de Tapas aquí.