Podríamos apostar a que el primero que se comió una ostra tenía mucha hambre, pero el riesgo mereció la pena. Es el bivalvo más apreciado y, en palabras de Harold McGee, el bocado más tierno del mar, “el equivalente marino de la ternera de coral o el pollo cebado, que no hacen más que descansar y comer”. El malogrado chef Anthony Bourdain confesó que su amor por la comida nació el día que probó las ostras. Su sabor es rico y complejo, con una humedad resbaladiza, y tienen el tamaño necesario para constituir un buen bocado. Crudas son un manjar insuperable. De ahí que el inigualable Picadillo, el gastrónomo español más influyente en el arranque del siglo XX, dijera que darles otro condimento que el que naturalmente tienen es echarlas a perder. Pero no hay que ser tan talibanes.
Hay dos docenas de especies, aunque sólo algunas tienen interés comercial. Se agrupan en tres familias. Las europeas son suaves y con gusto metálico, las asiáticas tienen aromas de melón y pepino, y las convexas de Virginia, en la costa Este de América, huelen a hojas verdes. Su gusto depende de las aguas donde viven. A mayor salinidad, más aminoácidos contendrán sus células y, por tanto, más intenso será su sabor.
De lo que no hay discusión es de que ocupan el lugar más alto en el escalafón de comidas sexuales. Más allá de su morfología (ejem), nos encontramos con su alto contenido en zinc (63 miligramos por cada 100 gramos), un oligoelemento esencial cuya carencia se relaciona con la disfunción eréctil y la apatía sexual. Elevados niveles de zinc ayudan a la producción de testosterona, en los hombres, y de prolactina en las mujeres. Además, sus ácidos grasos saludables y el óxido nítrico ayudan a tener mejores y más consistentes erecciones (ejem). Quizá se deba a ello que Casanova las engullera a cascoporro antes de los impíos safaris sexuales que lo llevaron a la cárcel de los Plomos en Venecia. No es raro, por tanto, que el epicentro mundial de la ostramanía sea Nueva Orleans, la ciudad del pecado.
Una de las biblias de la cocina criolla es The Picayune’s Creole Cook Book, publicado en 1901. En él encontramos más de 30 recetas de ostras. Eran tan populares en Nueva Orleans que se contaban por decenas los lugares donde se servían, desde restaurantes de alto copete a puestos callejeros. En los oysters saloons se podía degustar incluso sopa de ostra, y el menaje y la vajilla tenían la forma de este bivalvo. La fiebre ostrera alcanzó su pico en 1917, con 83 establecimientos dedicados al molusco más sexy. Justo el año del apogeo de Storyville, el barrio de luces rojas de Nueva Orleans: 38 manzanas dedicadas a la fornicación, de cabarets, honky tonks y burdeles, y cuna del hot, que engloba el primitivo jazz. Los aportes de zinc, según se ve, inflamaban el delta del río Misisipi.
En los salones ostreros había delicias legendarias como La Médiatrice (El Pacificador), una barra de pan francés partida, con mantequilla derretida y rellena de ostras fritas que recibía tal nombre porque era la manera que tenían los maridos que llegaban tarde a casa después de una juerga de apaciguar los ánimos de sus sombrías esposas. “Si sale tarde y sabe que su esposa se enfadará cuando llegue a casa, pase por Clark’s y pida que le preparen un pan de ostras y lléveselo a su hogar. Lo encontrará un buen pacificador. Los entregamos en cualquier lugar hasta la medianoche”, decía en 1900 uno de los muchos anuncios en prensa que ensalzaban las virtudes de El Pacificador.
Se trataba de una versión del Po’ boy sandwich, típico de Luisiana, consistente en un bocadillo de mariscos fritos.
El recurso criollo para hacer las paces con la iracunda esposa no era el único manjar a base de ostras de aquella Nueva Orleans de principios de siglo. No es casual: las ostras de la variedad Virginia abundaban en las costas del sur de Luisiana, y su carne grande y dulzona salvó del hambre a muchos colonos franceses dos siglos antes. Era cuestión de tiempo que los restaurantes más sofisticados rivalizaran por ofrecer la receta de ostras más deliciosa. Los más viejos del lugar aseguran que la cazuela de ostras y alcachofas del decimonónico Corinne Dunbar’s es el plato más delicioso de todos los tiempos, pero el que ha pasado a la historia es el de las Ostras Rockefeller.
En 1899, debido a la escasez de caracoles, el chef Jules Alciatore del restaurante Antoine’s en Nueva Orleans decidió reemplazarlos por ostras junto a una mezcla de verduras locales trituradas. El resultado fue tan elegante que les dio el nombre del hombre más rico del país: John D. Rockefeller, no sólo por su sabor, sino por el color verde de los billetes. Los clientes enloquecieron. La gente peregrinaba al Antoine’s para saborear un plato del que, paradójicamente, se desconoce la receta.
Y es que Alciatore se llevó el secreto a la tumba, de modo que los sucesivos propietarios sólo han podido conjeturar qué ingredientes llevaba el plato original. Aún hoy, Rick Blount, sexta generación propietaria del restaurante, los ignora, aunque la reconstrucción más fiel apuesta por pan rallado, apio, perejil, cebolleta, hinojo y berros. El mediático chef norteamericano Gordon Ramsay dice emplear también estragón picado y dos cucharadas de Pernod (se cree que Alciatore pudo emplear absenta, el bebedizo verde de los poetas).
Con su pizca de decadentismo, el chic criollo y el hallazgo genial del branding asociado al hombre más rico de todos los tiempos, las Ostras Rockefeller son una elegante delicia que los orleannianos han legado al mundo. Probablemente el plato más sexy de la historia.