Ellas son las culpables de que hoy disfrutemos del arte de Juan José Campanella. De salchichas se alimentó día y noche para poder ver I’m not Rappaport, la obra de teatro de Herb Gardner que hace unos 30 años inspiró su carrera y en la que se basa su primera obra de teatro como director, Plaza Lezama.
No es que Campanella tenga miedo a los sueños, ni siquiera que les dé tiempo a madurar; es que le pusieron algunas trabas, pero el Oscar que dio al cine argentino con El secreto de sus ojos le abrió esta puerta. Sigue en el séptimo arte; su último estreno, El cuento de las comadrejas, ha sido aplaudido por el público y la crítica. Con estas dos obras, Campanella continúa con una exitosa carrera que desde el principio decidió que llevaría a su manera. Quizá por eso está en la cumbre y, ahora, come de todo. ¿Qué le falta a Campanella? La inmortalidad.
¿Cómo se hace inmortal una obra (de teatro o una película)?
[Risas] Si hubiera un parámetro mensurable con el que yo pudiera trabajar, lo haría permanentemente. Tiene que tener temas y preocupaciones humanas que hayan estado presentes en la historia. El misterio de la muerte, cuándo decide uno que termina de vivir no en el sentido físico, pero de hacer cosas para seguir adelante- es un tema universal y atemporal. Pero también tiene que tener características de humor y de estilo que no envejezcan. Muchas obras son inmortales, pero casi ninguna tiene el mismo impacto que cuando se estrenó; podemos ver teatro griego ahora, el teatro inmortal, pero seguramente no nos hace reír la comedia de Aristófanes como a los atenienses, porque tenía referencias que ellos entendían… Es muy difícil contestar qué hace que una película sea inmortal, pero uno trabaja para que los temas los sean.
Y un director, ¿puede ser inmortal? Porque ‘El cuento de las comadrejas’ no se plantea muy alentadora…
Lamentablemente, no. Pero puede dejar un legado, puede dejar una obra y uno nunca sabe qué puede pasar; esa obra puede pasar por ciclos, picos y bases, picos de renacimiento que tienen que ver justamente con el inconsciente colectivo, con los temas que preocupan a la sociedad en cada momento. Así que sí, yo creo que la obra puede ser inmortal; muy a mi pesar, el realizador no.
Está claro que hace un tipo de películas muy reconocible, y que se siente a gusto con la comedia dramática. Entonces, ¿qué hay de ‘El Secreto de sus ojos’?
Para mí El secreto de sus ojos tiene mucho humor. La gente se ríe a carcajadas. El humor está presente en todas las obras que hago en distintos grados, a veces es un condimento, a veces es el plato principal. Una buena comida tiene un plato principal y condimentos que compensan; nadie se come un bife solo. Me sale naturalmente. Cuando uno escribe sobre gente real, la gente real, por lo menos la que a mí me interesa, tiene sentido del humor.
Esa película le dio un Oscar, el primero para el cine argentino tras 25 años. ¿Qué pasa con la industria?
Ninguna película fuera de Hollywood tiene suficiente difusión. Ustedes filman mucho y este año la única española que llegó a Argentina fue la de Almodóvar, que por cierto es excelente. Si fuera por lo que llega, diría que qué pasa con el cine español. En Argentina se filman más de 200 películas por año
¿Cómo es eso de que en el cine no encuentra felicidad, «sino alivio»?
[Risas] Esa es una frase que leí de Lynda Obst. No sólo me arrancó una carcajada, puso en palabras una sensación que yo tuve siempre. En el cine la felicidad puede existir cuando estás haciendo la película y te olvidas de lo que pueda pasar con ella, es un placer artesanal. Pero todo lo que pueda pasar con una película va de la depresión al alivio, nunca a la felicidad. Uno se prepara siempre para lo peor, así que, cuando sale bien, en vez de alegrarte haces «fiuuu».
Y en el teatro, ¿qué hay?
Lo mismo, pero en el teatro cada función es nueva. Parque Lezama, en Argentina, tuvo más de 800 funciones, la vieron 300 mil espectadores y yo la debo haber visto 400 veces. No hubo una sola película mía que haya visto más de 20 veces. Es interactivo, especialmente en una obra como ésta, que tiene niveles de comedia muy altos y momentos de emoción muy fuertes; similar a El hijo de la novia. Hay funciones en las que el público se engancha con lo gracioso y se ríe hasta en las escenas que tendrían que ser emotivas. Y hay funciones en la que el público se engancha con lo emotivo y no se ríe tanto. El aplauso es siempre el mismo; la última frase de esta obra no la escuché nunca. Es una magia que tiene el teatro, cuando funciona, es mejor que el cine.
Cuenta que cuando se estrenó ‘I’m Not Rappaport’ en teatro «comía salchichas para poder verla».
[Risas] Salchichas del Gray’s Papaya. Salía a un dólar dos salchichas y un licuado de banana. Eran mi almuerzo y cena todos los días. Y eso me permitió ahorrar para otra entrada; la vi cuatro o cinco veces en Broadway. Hubo dos obras que me hicieron amar el teatro, Convivencia, en el 79, con Luis Brandoni y Federico Luppi, y esta.
¿Estaba el arte por delante del comer?
No está por delante, especialmente si el comer son los panchos [perritos calientes] famosísimos de Gray’s Papaya. Tampoco sufría tanto. Tenía 23 años, no tenía un paladar gourmet. Hasta usé la obra como excusa para comerlos. ¿Qué come ahora que puede verlo todo y crearlo todo? Recientemente, después de cumplir 30 años [risas], cada vez me gusta más la comida. En un mundo globalizado, lo que sigue separando las culturas es la comida. Por ejemplo, cuando vengo a España no me gusta ir a un restaurante argentino ni italiano. Voy a comer comida española, porque además es una comida que no viaja bien; hay que hacerla con el agua de acá, con jamón como el de acá… No es como la pasta, que más o menos te sale. Ahora, si me dices que vamos a ver una buena obra de teatro o vamos al mejor restaurante de Madrid, lo pienso dos veces.
¿Encuentra en la cocina un arte?
Absolutamente. Arte efímero, lamentablemente. Respeto e idolatro a algunos chefs. Hace poco hice una serie en Atlanta y descubrí el mejor restaurante italiano al que fui en mi vida, y mira que estuve en Italia y vivo en Argentina; rescató una receta de Miguel Ángel, de raviolis con manteca y salvia. Pido siempre dos platos.
Si en el cine hay alivio, en el plato hay…
Ahí sí hay felicidad. El alivio es para el dueño