Enigma es el único restaurante del mundo que hace lo que haría El Bulli si estuviera abierto. No en todo, y no todo el menú es así, pero los únicos destellos que aún brillan de la mejor cocina de todos los tiempos están en la calle Entenza de Barcelona. Es importante saber que vamos exactamente a esto. No a comer, no a cenar, no a estar en una sala cómoda y decorada adecuadamente. Ni siquiera a seguir una historia con un claro hilo conductor. No. Más bien vamos a sentarnos y a esperar si Dios quiere aquel día presentarse, sin tener claro si lo va a hacer, ni poder especificar -en caso de que comparezca- cuándo y cómo decidirá hacerlo. En Enigma no pagas por lo que vas a comer sino por lo que podría ser que te pasara. Tienes que aceptarlo antes de ir, como lo aceptas en los toros y pagas sabiendo que lo más fácil es que aquella tarde no sea precisamente emblemática.
En Enigma siempre te vas con algo, siempre hay por lo menos un plato que justifica entera la tradición gastronómica occidental y esto es algo que sólo puede decir Enigma y más concretamente Albert Adrià. Siempre hay en Enigma un detalle que te hace inmensamente feliz y de una felicidad eterna, que ya el resto de tus días va a acompañarte. El pasado viernes hubo este movimiento fundamental: la leche de búfala en dos texturas.
La leche de búfala tiene que ver con la blancura. La blancura líquida del fondo, la blancura montada en un suflé tan suave que parecía una espuma. Si el semen estuviera a la altura del placer que produce su salida, cuajaba con esta belleza y no sería una cerdada comerlo. No estoy seguro de que la leche de búfala -ni por su textura ni por su procedencia, ni por su sistema extractivo- sea mucho más noble que el producto masculino, y creo que las perversiones son fruto de nuestra imaginación, pero el caso es que esta leche de búfala en dos texturas, la no tan líquida y la casi sólida, es un plato para poner la mente también en blanco y pensar en los mejores momentos de placer que hayamos vivido. Este blanco distante, sepulcral, ultrapuro, que nos devuelve a lo que gozamos sin angustia y lo podemos sobrevolar comprendiendo lo felices que fuimos. Descontado el dolor, sólo queda la Gracia, el Espíritu. En este plato haces sin rencor las paces con tu pasado, firmas un armisticio. Es un plato que lo sabe todo de ti y todo lo ha entendido, y todo lo ha perdonado cubriéndolo con un finísimo manto blanco; y así lo que eres vuelve a tu boca sin reproches ni rasguños, en silencio, toda tu vida resumida en una caricia magnánima, redentora, salvífica.