Reportajes

En un lugar de la panza…

Apenas cinco líneas transcurren en El Quijote para que Cervantes cite la comida: “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”. No se trata de algo casual.

Recorrer el Siglo de Oro español debe ir de la mano de la gastronomía. El Lazarillo, El Buscón, Guzmán de Alfarache, Don Quijote y Sancho Panza… son personajes que tenían una relación imprescindible y vital con la comida. Podríamos decir que el motor de la acción y el pensamiento de nuestra literatura es sin duda el hambre, hambre que afirma a los hombres a sus carnes y a su ser. “Tripas llevan pies que no pies a tripas”, dice Don Quijote.

Una despensa viajera

La historia de la despensa de Cervantes es un compendio de diferentes lugares en los que vivieron y vagabundearon su familia y él mismo. Valladolid, ciudad próspera de Castilla la Vieja donde Cervantes sabía bien cómo comían los pícaros, el hampa y los pecadores. Los Madriles y sus mesones en la época del teatro y los corrales de comedia.

Cuentan que Don Miguel de Cervantes desayunaba empanadas de carne, por las que moría, y torreznos como Lope de Vega, y que solía comprar comida hecha en los ‘bodegones de puntapié’ de la calle Toledo, que eran pequeños puestos ambulantes que podían desmontarse de un puntapié si venían los alcaldes a inspeccionar. En ellos se vendían algunas tajadas de carne de vaca o de cerdo, torreznos y despojos tales como asaduras y otras vísceras, pero acudía a estos lugares más por escuchar en los mentideros que por otra cosa.

Más tarde se traslada a Esquivias, cerca de Toledo, entre olivos y viñedos. No faltará Sevilla en su camino, la ciudad cosmopolita por su carácter comercial que le inspirará el relato de Rinconete y Cortadillo, otros dos personajes buscavidas que están movidos por el hambre y la comida. Dicho esto… ¡vamos ahora a por nuestra pitanza cervantina!

Don Quijote de la Mancha. Foto: Getty Images

Para llenar la Sancha Panza

En El Quijote nos encontramos con infinitas referencias a la comida y a las costumbres gastronómicas de la época que nos narran la forma de ser de sus gentes. La olla podrida, que podríamos entender como el antecedente de nuestro cocido madrileño, es uno de los platos estrella para Sancho Panza, que en ocasiones pasa de ser un gañán poco refinado a un hueleguisos gourmand.

Este guiso se encuentra en las mesas más nobles y en casa de los hidalgos más paupérrimos. Nunca deben faltar en él los tres vuelcos: la sopa o caldo procedente de la cocción, las legumbres con las verduras y las viandas; “más vaca que carnero” como se recomienda en el libro y a merced siempre de la economía y los maravedíes del momento. Las influencias árabes (cuscús) e incluso judías (adafina hebrea) nos llevan a la  encrucijada de caminos que representa la novela en ese crisol de culturas y lenguas que es el Toledo del momento.

Otro plato imprescindible son los duelos y quebrantos, siempre los sábados como acostumbra Don Quijote. Curiosamente, nos encontramos con tres teorías sobre su origen o su contenido. La primera nos dice que se componía de huevos con torreznos, chorizo y jamón, y parece ser que lo de comerlo el sábado puede ser una referencia al Sabbath judío por contener carnes de cerdo. La segunda cuenta que era una tortilla de huevos y sesos, y la tercera nos plantea que los pastores, haciendo del vicio virtud con el ganado accidentado o malherido por las fieras, es decir, quebrantado, hacían una suerte de guiso. Seguramente que duelos y quebrantos serían también los de su digestión.

La caza menor aparece de forma recurrente: palominos, perdices, pichones, liebres… hoy convertidos en aplaudidos bocados gastronómicos. Sancho lo describe así: “Había palominos, liebres ya sin pellejo y las gallinas sin plumas que estaban colgadas por los árboles para sepultarlas después en la olla. Los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos colgados para que el aire los enfriase”.

Una muestra de que no debe apartarse la nueva cocina de las recetas y alimentos populares porque, al igual que sucede con otras expresiones artísticas, de la tradición nace la vanguardia. Sancho, sin embargo, protesta a su médico diciendo: “No os curéis en darme cosas regaladas ni manjares exquisitos porque será sacar a mi estómago de sus quicios…”.

Otro plato cervantino por excelencia son las gachas, aún típico en Castilla-La Mancha aunque muy denostado en ciertas épocas por la supuesta no muy saludable ingesta de la harina de almorta. Es un almuerzo de pastores que, además de la harina, el aceite, el pimentón y el ajo (si puede ser de Pedroñeras, mejor) lleva torreznos fritos. Los más conservadores lo combinan con hígado y los más modernos lo prefieren con setas.

Tampoco es difícil sucumbir a una caldereta de cordero, carne elemental en El Quijote. Así, leemos en el pasaje de las Bodas de Camacho cómo Sancho recomienda aliñarlo con cebolla, ajo machacado, laurel y pimienta mientras lo riega con vino blanco. Para la caldereta se emplean corderos de cierta edad y es plato obligatorio para festejar la recolección de la uva.

Sé templado en el beber

Por cierto, no nos olvidemos del vino para acompañar la comida y ahuyentar la sed, ese vino maravilloso que servía para preparar el bálsamo de Fierabrás, un curalotodo de la época; para realizar zurra o cuerva, una especie de sangría azucarada o, por supuesto, para simplemente amargar las penas del camino.

Eso sí, Don Quijote nos recomienda: “Sé templado en el beber, considerando que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra”. No falta la ética del placer en nuestro caballero andante, que prefiere con moderación y prudencia.

De la misma forma que la recogida de la uva era una fiesta, también lo era la matanza del cerdo, “pero su San Martín se le llegará a cada puerco”, nos dice el libro de Cervantes. Es alrededor del 11 de Noviembre cuando tradicionalmente comienza el ritual de la preparación de longanizas, chorizos, morcillas, tocinos y demás carnes con las que pasar gran parte del invierno.

Una mesa muy bien surtida

La vida y las estaciones transcurren alrededor de la comida y sus ritmos naturales; de la misma manera que en el campo no puede faltar el ordeño de las vacas y cabras que proporcionan la leche para hacer requesón, suero, cuajadas o el queso, una de las joyas de la corona.

El queso manchego, propio de un clima duro y extremo, también seduce a Sancho, quien lo comparte junto a un trozo de pan con otro hambriento y le dice: “Toma hermano Andrés, que a todos nos alcanza  parte de vuestra desgracia (…). Esta parte de queso y pan que os doy, Dios sabe si me ha de faltar o no; porque los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos a mucha hambre”.

No dejemos pasar otros alimentos literarios que, por su nombre o elaboración, han estado en algún momento en la mesa de Don Quijote: el morteruelo, una mezcla de carnes de liebre, cerdo e hígado con pimentón, canela y clavo guisadas; los galianos o gazpachos, nada que ver con el gazpacho andaluz; el atascaburras, guiso de orígenes prehistóricos que se compone de una masa de bacalao, patatas, ajos, huevos duros y nueces, ideal para soportar el frío invierno y ser transportado durante el pastoreo o los viajes; el tasajo, que viene a ser como el jamón del pobre, con carne de vaca, venado o jabalí adobada y seca; y el tiznao, un bacalao rehogado con cebolla, ajo tomate y laurel.

Dejemos ahora a un lado las carnes, aunque harto complicado es encontrar pescado fresco en El Quijote por la lógica lejanía de sus recorridos con el mar y por la dificultad de su conservación. No más que algún “bacallao” o abadejo, como lo llaman en Castilla (y que en otras partes conocen como curadillo en salazón), así como algunos arenques que aparecen en el relato. ¿Y de la tierra?

Las bellotas eran un alimento muy empleado en la cocina antes de que se generalizara el uso de la patata, y Sancho las come tranquilamente en la escena de los molinos mientras cabalga sobre su jumento bebiendo vino. De hecho, gran cantidad de los guisos que hoy llevan patatas antes contenían bellotas, que además eran baratas y fáciles de conseguir.

Y de postre, membrillo

En nuestra Ínsula Barataria no podía faltar un postre para acabar este camino a lomos de la cocina del Quijote. Se conservan en La Mancha muchos platos de influencia árabe, como las berenjenas de Almagro y su aliño, por ejemplo, pero es especialmente en la dulcería donde encontramos ese origen arábigo más marcado.

Así, tenemos los pestiños, canutos y orejas de fraile, que son dulces fritos y espolvoreados con canela, azúcar, miel o zumo de naranja o limón; y los suspiros –no los de Don Quijote por Dulcinea–, un postre de almendra y clara de huevo montada horneadas que hoy sigue degustándose.

Pero es el membrillo el que comparte una historia de hechizo muy especial con Cervantes en El licenciado Vidriera. Una misteriosa dama le ofrece al protagonista, Tomás Rodaja, un membrillo toledano, el mejor de la época según cuentan. Tras su ingesta, el personaje sufre una metamorfosis hacia la locura y se convierte en un ser totalmente diferente.

No podemos obviar que tal vez esa locura tenga también algún componente metafórico erótico o amoroso, ya que que el origen de la palabra membrillo es membrum, por la semejanza con el miembro genital femenino… En El Quijote aparece de forma más prosaica y se recomienda membrillo para la digestión: “Más lo que yo sé que ha de comer ahora (…) es más unas tajaditas de carne de membrillo que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión”.

¡Ah! Y el salpicón las más noches…

Antes de terminar, de irnos a dormir, recordemos que las cenas, nada ligeras por cierto, se elaboraban con las sobras de la carne del mediodía rehogándolas con ajo, cebolla y pimentón. Mezclándolo todo con yemas de huevo en el horno se servían después en la mesa con limón y aceite crudo.

El Quijote se mueve entre los fogones mientras la comida es la que dirige el día a día de la gente. El hambre mueve las conciencias y las acciones de los personajes, y seguramente sea este el reflejo costumbrista más fiel de aquellos siglos. A pesar de las carencias y penurias constantes, el elogio al equilibrio y la crítica a la glotonería también tienen un apartado en la obra, no exenta de ética. Porque todo en exceso es malo, viene a decirnos ‘El manco de Lepanto’.

 

*Reportaje publicado originalmente en Tapas nº 13 (realizado por Jorge Manrique, mayo 2016). Puedes conseguir los números atrasados de Tapas aquí

 

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