EL HELADO se dio la vuelta. Indignado. Me dejó con la palabra en la boca y la cucharilla de plástico color rosa chicle. “¿Dónde vas?”, le grité bajito –que en agosto los gritos son oleaje–, pero no me oyó. La indignación alargó sus zancadas, que ya eran torpes porque los ochenta los había cumplido. El enfado taponó sus oídos.
A contra dirección, sorteando paseantes, en el paseo de La Barra, se dirigió a La Jijonenca de Cabo de Palos, se saltó la cola con el derecho que le da a uno sentirse en posesión de la razón, estafado incluso. Las familias que esperaban pacientes su turno, –“¿De qué lo vas a pedir?”–, al verle mayor y contrariado, decidieron no preguntarle por qué se estaba colando.
Esperé paciente, limpiándome los churretones de las manos con una de esas servilletas de papel de lija que en vez de absorber los goterones de helado los dejan escurrir para que te manchen la camisa o las alpargatas. Y a los pocos minutos volvió a mí, con cara de haber hecho justicia, y un nuevo helado.
“¿Qué ha pasado, padre?”, pregunté. Con esa cara que ponen los abogados cuando, tras un juicio largo, han conseguido una buena sentencia, contestó: “Es que no hay derecho, me habían vendido un helado que no estaba helado”. “Pero, tu helado estaba ya a la mitad…”. “Sí, les he dado el anterior y me han dado uno nuevo” me contestó.
En ese momento, mi padre tuvo una regresión. Se marchó a cuando, tras la posguerra, él era pequeño y tomar un helado era un lujo mensual o quizá anual. Y me temblaron las piernas viendo a mi viejo feliz como un chiquillo. Satisfecho de haber jugado con la vida, feliz a lametones. Va para ti esta portada, jefe. Esta noche te invito a un helado.