Corría el año 1987 cuando el Grupo Tragaluz se crea como una empresa familiar. Y desde ese momento la motivación ha sido la misma: dar vida a restaurantes con personalidad, en los que hay un especial cuidado del diseño y la gastronomía –con una cocina fundamentada en la tradición–, mucho protagonismo del producto de calidad, ambientes vanguardistas y todo ello a un precio honesto. Una forma de concebir los proyectos fundamentada en que el visitante pueda sentir la belleza y la calidad a todos los niveles, en el espacio y en el plato. Y es que ellos afirman que nunca han hecho un proyecto y luego han buscado el local, sino que ha sido el local el que les ha encontrado.
Los restaurantes del Grupo Tragaluz tienen otra particularidad que se basa en compartir una esencia pero, al mismo tiempo, diferenciarse entre ellos de forma clara. Porque la inspiración e influencias culturales varían en cada caso. Así ocurre en la sede madrileña de Bosco de Lobos, que destaca por ese impresionante jardín escondido en el que se ubica, perteneciente al edificio del Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid. Cuando uno lo visita siente estar en un oasis en pleno centro de la ciudad (en la calle Hortaleza) para pasar las horas al abrigo de los árboles que aíslan del calor, del ruido y envuelven los encuentros de confort.
Dentro, amplísimos ventanales, suelos de madera, una biblioteca, flexos y lámparas de mesa que aportan una sensación de recogimiento. La cocina, vibrante y fascinante, está situada en el centro del local para ser lo primero que recibe al comensal y lo último que despide. Como es habitual, la carta está plagada de buen producto y, en este caso, de grandes influencias italianas y mediterráneas. Mucho antipasti, pastas y pizzas para entregarse al placer de la buena mesa.
¿Algunas recomendaciones? Para empezar, el vitello tonnato de solomillo o la mozzarella frita rellena de aceituna con marinara picante. Para seguir, unos fettuccine alla bolognese casera con parmesano o la pizza de prosciutto de Parma, cherrys y aceituna Kalamata –preparan también una maravillosa carbonara clásica–. Y, para terminar, imprescindible el tiramisú, la panna cotta de café o el lingote de chocolate con crema de caramelo. Abierto todos los días, en este bosque uno sí quiere perderse, sea el día que sea.