Quédate en casa

Desayuno en el Pentágono

Nixon
Foto: GettyImages

Cuando Richard Nixon tomó posesión del sillón presidencial, en enero de 1969, recogía de su antecesor, Lyndon B. Johnson, una guerra insalvable en el sudeste asiático. Los centenares de asesores militares enviados por la CIA y el Pentágono a comienzos de la década para ‘orientar’ a Vietnam del Sur en su guerra contra el gobierno de Ho Chi Minh se habían convertido en cientos de miles de jóvenes estadounidenses que luchaban y morían en los arrozales.

En la intimidad de aquel Despacho Oval plagado de micrófonos, los asesores ya advirtieron al nuevo presidente de que la victoria en Vietnam estaba cada vez más lejos. Nixon, sin embargo, tenía claro que no pensaba convertirse en el primer mandatario estadounidense en perder una guerra, así que si no había victoria, lucharía al menos por alcanzar una “paz honorable” (aunque eso supusiese prolongar el conflicto cuatro años más).

Pero desde Vietnam del Norte no estaban en absoluto receptivos a una recapitulación. Además, aunque Laos y Camboya se habían comprometido años atrás a una neutralidad de facto en el conflicto, ahora compartían sus bases y sus puertos con el Vietcong, y permitían el paso de las tropas para flanquear a los estadounidenses en el sur. Conocido por su escasa diplomacia, Nixon decidió que mandaría un mensaje de escarmiento.

UN MENÚ EXPLOSIVO

Por unas anotaciones del jefe del equipo de Nixon, H. R. Haldemann, sabemos que la decisión final “se tomó en el Despacho Oval la tarde del lunes [17 de marzo del 69], después de la misa”. Junto a Haldemann también estaba presente, entre otros, el implacable consejero de Seguridad Nacional Henry Kissinger. Inicialmente Nixon se mostró conforme con bombardear una serie de bases del Vietcong pero poco a poco, a medida que avanzaba el encuentro, los ánimos se fueron caldeando.

Las cintas del Despacho Oval desclasificadas permiten recuperar momentos estremecedores del encuentro. Hacia el final, Nixon le dijo a Kissinger: “Quiero que busques a Moorer [jefe del Estado Mayor Conjunto] para que cada maldita cosa que pueda volar vaya a Camboya y bombardee cada objetivo que esté a la vista”. “De acuerdo”, respondió Kissinger. Y Nixon insistió: “Quiero que esto se haga de verdad. Quiero que bombardeen todo. Quiero que  usen aviones grandes, aviones pequeños, todo lo que pueda ser útil allá, y vamos a darles una lección”. Siguiendo esas indicaciones, al día siguiente se organizó un desayuno en el Pentágono para escoger el objetivo y ultimar los detalles. Al pensar en un nombre para aquel bombardeo, a uno de los presentes le pareció divertido bautizarlo como ‘misión Breakfast’.

El ataque tuvo lugar la noche del 18 de marzo. Aunque el objetivo inicial era una base del Vietcong en Vietnam del sur, los aviones tuvieron luz verde ante “otros posibles objetivos”. Como consecuencia, 60 bombarderos B-52 soltaron 2.400 toneladas de bombas a lo largo de la frontera entre Vietnam del sur y Camboya. Los objetivos militares fueron lo de menos. Los pueblos y aldeas de población civil fueron los principales afectados. Al día siguiente, Haldemann escribía en su diario: “La operación Breakfast de K [Kissinger] fue un gran éxito. Vino radiante con el informe, muy productivo. Muchos más secundarios de lo esperado. Confirmado temprano por Inteligencia. Probablemente sin reacción por unos pocos días, si acaso”.

A Nixon, Kissinger y todo el Estado Mayor les excitó tanto la iniciativa que decidieron poner en marcha nuevos ataques. Siguiendo con el macabro chiste, en los siguientes 14 meses se llevaron a cabo las misiones Lunch, nack, Dinner, Supper y Dessert, recogidas bajo el nombre genérico de ‘Operación Menú’. Se descargaron en total 108.823 toneladas de explosivos, ocasionando 350.000 víctimas civiles en Laos y 600.000 en Camboya. Y lo más chocante de aquellos bombardeos es que se llevaron a cabo de manera ilegal –según la constitución estadounidense-, dado que Nixon evitó informar al Congreso para no entretenerse con debates y burocracias. También estaba el efecto sobre la opinión pública, y lo que podría ocurrir si amanecía con la noticia de aquellos brutales ataques. Siempre considerado, Nixon no quiso arruinarle el desayuno a nadie.