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Es seguro, según los antropólogos e historiadores, que las primeras formas de cocina, además de la cocción directa sobre el fuego de piezas de animales cazados o pescados, incluso vegetales, consistieron en utilizar las panzas o los cueros de los animales como “recipientes” en los que cocinar en agua diversos alimentos. Unas veces se hizo al colgar panzas o pieles sobre una hoguera encendida, otras introduciendo en esos mismos recipientes, con los ingredientes a cocinar, piedras calentadas en una pira. El primer procedimiento se ha conservado hasta el siglo XVI en Irlanda, donde la carne de una res se cocinaba dentro de su propio cuero aún en ese tiempo que, cuando se habla de milenios, es en realidad muy cercano al nuestro; el segundo se ha preservado hasta nuestros días en el kaiku de Euskadi, que todavía se utiliza para hervir la leche con la que hacer cuajada mediante la introducción en el mismo –cuyas proporciones son de puchero–, ya lleno de leche, de las piedras ardientes colocadas para este fin en la chimenea. De este modo la leche, además de quedar libre de patógenos, adquiere un aroma a quemado muy del gusto de los euskaldunes, antes de añadir al kaiku el fermento para coagularla.
Panzas y cueros colgados de una rama sobre el fuego tienen proporciones muy determinadas, que copia el puchero o el propio kaiku, y que parece que inspiraron los pucheros más antiguos de la primera cocina de la historia, la que nació en Mesopotamia y cuyos utensilios primigenios tenían formas un poco aproximadas a un cono truncado invertido. Con el tiempo, el diseño evolucionó hacia las formas con paredes paralelas y el fondo igual a la boca del utensilio. En su apariencia cercana a nuestro tiempo sus paredes tienen como mínimo una altura igual a su diámetro. Como los volúmenes engañan mucho a la vista, parece siempre que la altura es mayor que el diámetro, pero no, sólo en algunas ocasiones es superior. Esa es la proporción de un puchero que, en algunos casos tiene forma un poco abombada, lo que facilita los movimientos de convección del líquido y que la temperatura sea uniforme en su interior.
No es necesario entrar en descripciones complejas de termodinámica para explicar las bondades de esta relación si se desea hervir agua o una sopa en las que se quiera casi la misma temperatura en todo el líquido que contiene el puchero, o la menor evaporación posible durante el proceso de ebullición en líquido de un alimento. Nuestros ancestros descubrieron los efectos prácticos de la termodinámica en su cocina sin necesidad de conocerla ni describirla y sólo mediante la experiencia, es decir, el método del acierto y el error. Los movimientos de convección del líquido gracias al calor del fuego en el interior del puchero y la mínima evaporación del mismo gracias al escaso diámetro del utensilio garantizan el mejor aprovechamiento posible de la energía del fuego y del líquido en ebullición.
Antes de la invención de la olla a presión que conocemos, más antigua de lo que creemos, las de cerámica, ya desde la Edad Media, constituían ollas a presión rudimentarias, con la tapa pegada a su boca con un cordón grueso de masa de harina de trigo y agua muy trabajada para hacerla elástica. Evitaban así la excesiva evaporación del líquido y, a su vez, al aumentar la presión interior, aunque mínima en este caso, elevaban la temperatura del líquido un poco por encima de la de ebullición a la presión atmosférica.
Hay otro principio fundamental en la naturaleza y en el comportamiento de los humanos –excepto aquellos que desde que dejaron de ser cazadores-recolectores pertenecen a las clases más pudientes de las sociedades– que se basa en que en el curso de los procesos naturales o culinarios el ahorro de materia, en ingredientes, y de energía, en combustibles para el fuego, sea el máximo posible con el mínimo desperdicio y el mejor resultado final. Es decir, la mejor alimentación al menor coste. El fuego, sus combustibles y los ingredientes han sido recursos siempre muy costosos.
El conocimiento de estas verdades permitió a los seres humanos el diseño de utensilios de cocina con las formas que responden con la mayor eficacia a las mismas. El primero, es evidente, sería el puchero del que se habla, porque es donde se lleva a cabo la cocina más primitiva. Es importante señalar que en todas las sociedades humanas, incluso aquellas que no habían entrado jamás en contacto entre sí –como Eurasia y África con América del norte y del sur hasta el descubrimiento de estos últimos continentes–, las soluciones a problemas semejantes son las mismas, casi idénticas. En todas las latitudes y desde la más remota antigüedad, el puchero tiene esas proporciones citadas: la altura igual, como mínimo, al diámetro de su base, o aún mayor que este en algunos lugares o casos. Se infiere de todo esto que el puchero ha sido así desde la prehistoria, y no se ha modificado la relación entre diámetro de su base y su altura; no ha sido necesario, porque tampoco se han alterado desde el principio de los tiempos las leyes de la física, del fuego o del comportamiento de los líquidos ante el calor proporcionado por el mismo (los alimentos sólidos se componen de agua entre un 60 y un 90%).
El desarrollo de las técnicas condujo a que desde muy pronto en las cocinas primitivas se iniciara el diseño de distintos utensilios con proporciones diferentes a las del puchero. Esta realidad, ya presente en la cultura de Mesopotamia –como se desprende de los trabajos sobre la cultura de la región, incluida la culinaria, de Jean Bottéro, en La cocina más antigua del mundo–, no anula nada de lo dicho hasta aquí. Más bien lo reafirma, porque en estos últimos se cumplen otras condiciones dictadas por la termodinámica imprescindibles para la aplicación de técnicas más complejas desarrolladas por los pueblos a lo largo de la historia y que no son la cocción simple en líquido abundante.
En el interior del primer horno inventado por el hombre hace más de 5.000 años –el tinûru que describe también Bottéro–, además del asado de pan en tortas pegadas a sus paredes, de carnes y otros alimentos ensartados en brochetas, se llevaban a cabo otras formas de cocción que aún practicamos en utensilios de proporciones diferentes a las del puchero. Que aún utilicemos el horno para “cocinar”, no en exclusiva para asar, tiene su origen en la antigüedad. Por su formato de vasija invertida, con el fuego en su fondo y la boca abierta por arriba, el tinûru ofrecía temperaturas diferentes según la altura de sus paredes, en las que se podían situar sobre plataformas sujetas en salientes de las paredes cazuelas de distintas proporciones, tapadas o no, para la elaboración de estofados, braseados y otros tipos de platos a temperaturas más o menos suaves.
La actividad culinaria humana, pues, hunde sus raíces en los mismos principios en los que se fundamentaron las más antiguas culturas que se sirvieron del fuego por primera vez en la historia para preparar su comida.