Decir que en Asturias “hay buen queso” es una de las afirmaciones más zafia, falsa y sosa que jamás se ha pronunciado. En Asturias no hay buen queso, en Asturias habitan quesos únicos, joyas lácteas incomparables capaces de arrodillar a todos los Napoleones, De Gaulles, Eiffeles y Cantonás juntos. Asturias es a Francia lo que Asterix a los Romanos. Tenemos la pócima, y sabemos usarla. Quiero dejar claro que amo el queso en todas sus formas y orígenes. No sé si esto es cosa del gen astur –queseros y sinceros a partes iguales– o pura casualidad, pero mi vida sin queso es una carta de ajuste en blanco y negro. De lo que sí soy consciente es de la suerte que tiene un ratón como yo de venir de donde vengo.
Dicho esto, que sepáis que es una vil cabronada tener que trazar una mini ruta del queso astur. El queso del Pricipado la merece extensa y presencial, pero como no puede ser, cambiaré la extensión por magia y os hablaré del cuarteto ‘ga-láctico’. Los cuatro magníficos del queso astur. Son peculiares, incomparables y únicos en el mundo. El que ama el queso y los prueba cae rendido a sus encantos sin remedio.
El primer mosquetero de los cuatro, el sempiterno, incombustible, tan prostituido, mi muy amado y más hablado Cabrales. Que no te despiste lo que la industria y la fama han hecho al más astur de los quesos. El 90% de lo que puedas encontrar por ahí no es ni un chispazo de lo que realmente es el Cabrales. Teyedu es la clave, la cueva en la que sucede lo inimitable. Formas secadas en la quesería viajan a espaldas de irreductibles guerreros, que lavarán su corteza con mimo y agua de la que sudan las estalactitas hasta llegar al punto justo de cremosidad sólo al alcance de unos pocos. Vaca, cabra, oveja… Todas, sólo una, dos. Apunta: Pepe Bada y Valfrío. Consigue que te den lo que comen en su casa, y podrás decir que has probado “El Cabrales”.
A la par del Cabrales, viviendo en un universo paralelo, silencioso y brillante, Gamoneu. Crece en el mismo hábitat, tocando el cielo, nace del humo y muere firme, seco y con carácter en la boca del que lo valore. Como el Cabrales, los buenos de verdad mueren a manos de sus padres.
El tres de corazones es para el soberbio Rey Silo. Para mí, el único afogalpitu de verdad que te puedes comer. Lo más gracioso es que no está reconocido como tal por la denominación de origen. Su mayor pecado: leche cruda y un hongo. Pasión por la tradición y geotricum lo hacen arrasar alrededor del mundo, y que lo denosten en su casa. Bendito destierro que da lugar a una de las maravillas queseras más acojonantes que han entrado en este cuerpito serrano. Imposible de describir. Hay que comerlo. No te mueras sin probarlo. ¡Viva la libertad y viva el quesu!
Y para acabar de cuadrar el círculo, Casín, el más estoico de los quesos asturianos. Sigue vivo de milagro. Una sola productora reconocida mantiene viva la llama del más peculiar de los cuatro. Un quesazo de vaca que se transforma en gloria bendita a base de amasarlo en lo que llaman ‘máquina de rabilar’, una suerte de rodillo que prensa la pasta elevando su sabor en cada movimiento. De obligado cumplimiento: la forma final no puede hacerse en molde. Sólo el calor de las manos y un estampado al más puro estilo lacrado medieval son capaces de darle el punto final que lo hace ser quien es, el más bravo y curioso de los cuatro grandes quesos de la tierrina.
Las opiniones son como los culos, Antonia, cada uno tiene el suyo. Te podrán gustar o no, pero lo que nadie puede rebatir es que estos cuatro titanes ‘ga-lácticos’ son únicos en su especie, y no hay absolutamente nada en este maltrecho planeta que se les parezca. Resistan pues irreductibles astures y sigan por siempre alegrando nuestras vidas. Conclusión: la felicidad existe, y habla bable.
Dedicado con cariño al gran maestro Kike Ojanguren. ¡Gracias por hacer del queso vida y de la vida queso!