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Tres platos medievales se disputan la paternidad del cocido madrileño: la adafina sefardita, el cuscús magrebí y la olla podrida castellana. Es decir, en el cocido estaría concernida la fascinante España de las Tres Culturas. El cocido es casi el único plato común a todas las cocinas regionales de España. Cumbre de la cocina de evaporación, según Néstor Lujan y Juan Perucho, quienes dan cuenta en su imprescindible El Libro De La Cocina Española de sus variantes: vasco, extremeño, maragato, montañés, olla gallega, la pringá, la sopa i bollit balear, la escudella i carn d’olla catalana, l’olla de tres abocás valenciana (¡con alcachofas!) y un largo etcétera, además del más célebre, el madrileño.
Por supuesto, es imposible esclarecer la autoría de los guisos con una historia de siglos. Tampoco hay que ser muy sagaz para atisbar que no se trata de un plato nacional estrictamente: para el periodista y gourmet Julio Camba, sólo tenía de “nacional” los garbanzos, tan denostados en Francia y en casi todas las cocinas europeas. Ahí están el pot au feu, una versión francesa del cocido, sin garbanzos, plato ancestral de origen rural y humilde como tantos otros existentes en toda Europa, y todas las variantes regionales del cocido elaboradas con los ingredientes locales, como el bollito misto del norte de Italia. Según Camba, nuestro cocido no era sino una versión autóctona de un plato universal, y la “idea de meter un poco de cada cosa por separado, y de hacer a la vez con todo ello un plato de sopa, otro de carne y otro de vegetales, es una idea tan elemental, que seguramente todas las amas de casa con mucha familia y pocos recursos la han tenido al mismo tiempo en las diversas latitudes del mundo”.
Que el madrileño sea el cocido más popular de todos puede deberse a la excelencia del agua de Madrid y del garbanzo castellano, el de Fuentesaúco
Parece obvio que el cocido provendría de la olla podrida, un guiso medieval con especial arraigo en Castilla, que toma su nombre del recipiente en el que se preparaba: la olla. Lo de podrida debía de referirse a la cocción lenta, hasta el punto de que lo que había dentro (carnero, vaca, gallina, capón, longaniza, pie de puerco y verduras) se deshace, por analogía a la fruta que madura demasiado. Es la olla que hace salivar a Sancho Panza en el Quijote.
El cocinero Francisco Martínez Motiño, jefe de las cocinas de palacio durante tres décadas, en su Arte de cocina, pastelería, vizcochería y conservería (1611) nos da una receta de dicha olla podrida que incluiría gallina, vaca, carnero, tocino magro, aves, puerco, longanizas, liebre y morcillas. Aparte habían de cocerse la cecina, lenguas de vaca y cerdo, orejas y salchichones, y con el caldo de ambas hacer la verdura (berzas, nabos, perejil y yerbabuena).
Claro que la pobreza rampante de la España del Siglo de Oro hacía inalcanzable dicho festín carnívoro, y aquí es donde el vituperado garbanzo hace acto de presencia. En una obra de teatro de Lope de Vega, la encarnación culminante del sentir popular en esa España de pícaros y corrales de comedia, aparece una fórmula casi idéntica de la olla que incorpora garbanzos, elemento común a casi todos los cocidos patrios.
No es improbable que Motiño omitiera en su receta los garbanzos por la condición humilde de estos. Era comida de pobres, y sobre ellos pesaba un estigma heredado de los antiguos romanos. El garbanzo, que llegó a la península ibérica de la mano de los cartagineses, les parecía a aquellos una legumbre despreciable, y no escatimaron burlas sobre ella en su literatura: uno de los personajes más cómicos del teatro de Plauto, el comediógrafo latino, es Pultagónides, literalmente, “comedor de garbanzos”. Nuestro Julio Camba dijo que no dejan en el caldo más sustancia que un puñado de balines. A los que los comían se les miraba “como hoy miramos en las ferias al hombre que se traga los batracios vivos o al que se introduce en el esófago teas encendidas”. Desde el principio fue comida de gentes humildes, además de castiza, a juzgar por el desprecio que inspiró a los franceses y a casi todos los pueblos europeos.
En el Lhardy se servía en platos de delicada porcelana, con fuentes y cubertería de plata
Que el madrileño sea el cocido más popular de todos los españoles puede deberse a la excelencia de las aguas de Madrid y del garbanzo castellano, el de Fuentesaúco. También a su sencillez, que según algunas voces maliciosas se debe a la pereza madrileña. Es además la síntesis de todos, con el “espíritu de equidad, característico del pueblo de Madrid”, según el escritor y gastrónomo Dionisio Pérez Gutiérrez en su Guía del buen comer español. Alrededor de los “gabrieles”, que así es como llamaban los madrileños a los garbanzos, se desató toda una polémica en prensa entre higienistas y químicos en el siglo XIX. El médico y periodista José Parada y Santín defendía las virtudes del garbanzo en la dieta del obrero frente al gastrónomo Ángel Muro Goiri, que lo despreciaba. En su defensa, Parada se escudaba en Justus von Liebig, célebre químico alemán que defendía esa leguminosa “pariente del tamarindo del árbol del amor, del índigo y de las lentejas“.
De las tabernas populares el cocido saltó a las mesas opulentas. La asimilación del cocido a la capital de España discurrió en paralelo a la aceptación por parte de la burguesía y de la Corte. Del figón al restaurante, el cocido se refinó, como en el caso de Lhardy, donde se servía en platos de delicada porcelana, con fuentes y cubertería de plata. Allí iba Isabel II, la Reina Castiza, a tomar cocido, plato que entusiasmó también a su nieto a Alfonso XIII, que impuso la tradición de que se sirviera los jueves en el Ritz servido en dos vuelcos, o tumbos, según el canon alfonsino, con verduras de Tudela y jugosas pilotas. Los ingredientes se encarecieron y dejó de ser el plato humilde del pasado.
Emblema de Madrid hasta la Guerra Civil, el cocido vivió su apogeo durante el romanticismo. La modernidad le restó popularidad y la religión healthy lo mira con desconfianza por su aporte calórico. Tampoco hay ya abnegadas amas de casa, a las que según algún moralista el hecho de que el cocido se preparara solo les dejaba mucho tiempo para peligrosas malicias. Pero en los fines de semana de invierno nos sigue reconfortando con sus vuelcos sagrados.
Ilustración: Leonardo Berbesí.