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Cuando creíamos haber perdido de vista los peinados con corte mullet y los pantalones de campana –menos se perdió en la guerra–, las generaciones más jóvenes se encargan de llevarnos la contraria. Por doquier, camisetas con logotipos de Parque Jurásico y fotos de los Backstreet Boys, que nos recuerdan aquellos viernes de videoclub y playbacks del colegio. Eran los días de las competiciones de tazos, los patines de cuatro ruedas y los cementerios de Tamagochis. Las noches de series familiares, que estrenaban episodio de semana en semana y cuyo horario se consultaba en el teletexto. Todavía grabábamos películas en VHS y escuchábamos música en el discman; jugábamos a la Nintendo, luego a la Play; había disquetes de ordenador y cambiábamos con asiduidad el salvapantallas de Windows. Todo aquello hacíamos, y tres décadas más tarde, los 90 vuelven a estar de moda, por aquello de que la memoria es selectiva y la nostalgia se impone al espanto.
Vamos con la melancolía gastronómica. Este no es un reportaje sobre comida viejuna: ni cócteles de gambas ni huevos rellenos acapararán el texto, entre otras cosas, porque la tarta al whisky es más propia de los 80. Más bien, se trata de un compendio de relatos bizarros, en torno a lo que alguna vez nos pareció apropiado, pero ante lo que hemos abierto los ojos.
Como las portadas de trabajos de clase en letra Comic Sans. También hay una oportuna revisión sobre aquello que no debería caer en el olvido, porque los 90 tienen hitos significativos, entre ellos Tarantino, Oasis, los cómics de Garth Ennis o los bocadillos de mortadela. Véanse también los platos combinados con huevo frito. Nos lo cuentan quienes han vivido la década más hortera desde edades, ciudades y puntos de vista heterogéneos. Supervivientes de la música techno y los anuncios de Ferrero Rocher.
HORTERADAS (lo que está mejor perdido)
Al habla Mariola Cubells, periodista todoterreno del ámbito cultural, quien se declara “una pija, con bastantes exquisiteces para comer”. Se pasó la peliaguda década que nos ocupa esquivando bufés y bodas, entre otros saraos de la farándula. Dice que le parecían “horteras”, y quizá ahí está la clave para entender la idiosincrasia de este periodo. Porque es muy hortera detenerse en un bufé libre de carretera, o comer con barra libre, pero a la vez resulta de lo más divertido. Los concursos americanos de tragadores de hot dogs inspiraron aquellos restaurantes con platos pantagruélicos –en València, Brutus ofrecía una hamburguesa de 400 gramos–, hoy relegados a despedidas de solteros y challenges para redes sociales. Algo similar ha sucedido con las cenas con espectáculo: siguen existiendo, sólo que en lugar de aparecer María Jesús y su acordeón hay un DJ y se llaman Salvaje.
Si en lugar de sacramentos y grandes eventos nos centramos en el apartado de citas y cenas de viernes, se hace obligatorio hablar de las cocinas internacionales. Durante los 90, preparar fajitas mexicanas con tortillas Old El Paso era una práctica cosmopolita, y ni qué decir visitar un restaurante chino. El editor y diseñador gráfico MacDiego recuerda su primera incursión en un antro genuino, más allá del arroz tres delicias y los rollitos de primavera. “Era un chino para chinos, nuevo en la ciudad y nuevo para mí, todo con su algo cochino. Nada de jarrones ni dragones ni cascadas animadas”, afirma, sin un ápice de crítica. Recuerda haber probado por primera vez platos auténticos, como lenguas de pato, sopa con algas purpúreas, fideos de boniato, pollo con guindillas, pato Pekín y huevos centenarios. Sólo que estos últimos, “algo rancios”, le llevaron directo al hospital.
Todos los prejuicios que en la década de los 90 existían sobre la limpieza de los asiáticos se pasaron por alto con el pueblo estadounidense y su hegemónica fast food –mucho más clean, dónde va a parar-. Celebrar un cumpleaños infantil en Burger King era de tener padres molones, lo mismo que zamparse el Happy Meal de McDonald’s. Tanto nos rendimos al imperialismo que creamos nuestras propias cadenas y cambiamos el jamón por el bacon de Pans & Company. El delivery dio entonces sus primeros pasos, abriendo bandos entre los devotos de los bordes de Pizza Hut y los de la masa de Telepizza. Fue una época dorada para las lasañas congeladas y otros preparados de supermercado, como las sopas de sobre y los refrescos en polvo. Cuesta creer que nuestras madres –porque sí, entonces eran ellas– nos atiborraran a Phoskitos y nos permitieran beber Tang.
NOSTALGIAS (lo que da pena perder)
“Me gusta pensar que los niños nacidos en los 80 hemos entrenado nuestro estómago en una especie de mili gastronómica. Esa en la que las meriendas eran una competición por saber quién la llevaba peor, que para nosotros, los niños, era la mejor”, rememora Marta Hortelano, periodista de Las Provincias y campeona emocional en la materia, puesto que fue criada en casa de unos abuelos consentidores. “Por mi pan pasaron combinaciones radioactivas, empezando por la mantequilla de tres colores (blanca, rosa y marrón), que además de estar malísima, cogía un dudoso tono cuando la mezclabas en el bocata. Tres colores también, pero casi flúor, tenía esa pseudo barra de membrillo verde, fucsia y naranja, por la que terminé suplicando en la tienda”, rememora. La tontería se le pasó a cuenta de un empacho de helado con sabor pitufo, seguido de una mala digestión.
El relato está impregnado de nostalgia, por cuanto habla de almuerzos compartidos y bocadillos psicodélicos, como los que el fotógrafo Jorge Alvariño avistó en su época de scout. Hace alusión a la mortadela de Mickey Mouse o Popeye, pero también a tropelías peores. “El primer día del campamento nos llevábamos la comida preparada de casa. Mi madre hacía unas hamburguesas con filete ruso que eran una maravilla, pero otros niños no tenían tanta suerte”, rescata, para luego enumerar los sándwiches de pan Bimbo sin tostar, las dudosas mezclas de paté con Nocilla o las sardinas entre sobados pasiegos. “Recuerdo con mucho cariño el concurso de tragar salchichas Frankfurt, una tras otra, sin masticar, directamente del paquete. O cuando descubrimos que el Frenadol sabía mejor si mojabas magdalenas en él”, remata. Es un milagro que haya llegado a la edad adulta.
El encanto que desprenden estas anécdotas en torno a la comida de los 90 tiene mucho que ver con el imaginario de la publicidad, eminentemente televisiva. Aún tarareamos los jingles de algunas marcas –excepto la de ‘aquel negrito’ de Cola-Cao– y recordamos a Chester como mascota de Cheetos. Sergio Fernández, director de la plataforma musical Redacción Atómica, elogia aquellos spots que marcaron a todos los hijos millennials, “en tanto que hibridaban géneros con tremenda facilidad, empleando animación dentro de imagen real, y logrando una calidad bastante alta para la época”. También alude al código de pertenencia que generaban. Sólo hay que pensar en el visionado navideño del anuncio de Freixenet, donde se invertían cifras millonarias para contar con parejas tan distópicas como Inés Sastre y Christopher Reeve o Don Johnson y Norma Duval.
DIGESTIONES (lo que ya no es lo que era)
Cuenta Ana Vega Pérez de Alurcea, la mayor divulgadora de la comida viejuna, que entre los 60 y los 90 las tarjetas postales fueron inesperados flyers de las recetas autóctonas. Si estabas en Segovia, un bodegón culinario con un cochinillo en el centro ilustraba la carta a los seres queridos. Labor didáctica, dirán algunos, como esas cartas de restaurante con fotografías de platos combinados, que reducían el margen de error. Mientras Ferran Adrià estaba a la esfericiación, la comida tradicional seguía a sus cosas, coronando todo tipo de platos con un huevo frito. Es más, los desconocedores de la alta cocina siempre tenían una misma crítica que apuntar: la escasez de las raciones y los menús degustación, algo que para la escritora culinaria Lakshmi Aguirre constituye un animal mitológico.
“A ver, soy de Euskadi, y aquí en Euskadi no se deja nada en el plato. Las sobras son de cobardes, y más aún en los 90”, arranca. Puede parecer una exageración esa escena de Ocho apellidos vascos en la que Karra Elejalde sigue comiendo alubias en el asador Bedua, pero la realidad siempre supera a la ficción. “En la mesa de más de una sociedad gastronómica –el único día en el que nos dejaban entrar a las mujeres, otra bizarrada–, he visto salir croquetas caseras a mansalva, pucheradas con sus sacramentos, antes de varios cogotes de merluza y rapes a la brasa, seguidos por bacalaos al pilpil y txuletones de buey a pieza por cabeza. De postre, pan con queso de oveja y membrillo, por si las moscas”, retrata su juventud. Y de parodia, no tiene nada: las digestiones de antaño eran de poca broma.
Han pasado tres décadas, y resulta que nos hemos vuelto más healthies. Hacemos dietas cetogénicas e integramos productos venidos de todas partes en el recetario, desde la quinoa hasta el yuzu. Los hay muy del plant based, y al contrario, muy del retorno a la cuchara. A la hora de la verdad, estamos rodeados de bares de vino, que llamamos wine bars, y de cafeterías de especialidad, cada vez menos diferentes. Hemos perdido el amor por la merienda, al menos la de bocata, porque tenemos restaurantes con horario non-stop. Sostenibilidad, monoproducto, recuperación del barrio… Podríamos seguir y este relato no será mejor ni peor que el de los 90, década de la que todos salimos trastabillando. En breve, alguien sentirá nostalgia de los smoothies.
Memoria líquida
Si el plato ha cambiado, ni qué decir el vaso. Treinta años dan para mucho en el mundo del destilado, que en los 90 vivía una época de cierta tenebrosidad. Al habla Ferran Salas, experto bebedor de ‘Guía Hedonista’, quien recuerda con cariño sus primeras incursiones en el delirio nocturno. “De los cócteles a los chupitos, la mixología jugaba al exotismo y, sobre todo, a replicar modas provenientes del cine. Si te sentías Tom Cruise en Cocktail, tirabas del clásico destornillador”, rememora.
En cuanto a los cubatas –porque entonces se llamaban cubatas–, se solía empezar con mezclas dulzonas: Malibú con coco, Licor 43 con piña, Gran Pecher a palo seco… Nuestro relator hace referencia a otros dos modelos que han desaparecido o perviven en la más absoluta decadencia: “Las coctelerías Tiki, entonces la cúspide de la sofisticación, y las chupiterías, para empezar la noche a base de semáforos, orgasmos, vacas verdes, vampiros y demás clarinazos que marcaron a toda una generación”. Una generación que, aún hoy, sigue aturdida por aquellos puñetazos al hígado.