Los “veinte dorados” dejaron tras de sí un imaginario de orquestas de jazz, speakeasies donde se burlaba la Ley Seca y pujantes rascacielos art déco trepando hacia la bóveda del cielo neoyorquino, mientras a ras de suelo se cimentaba una burbuja especulativa en bolsa a ritmo de frenético charlestón y disparos de metralletas Thompson, tan queridas por la Mafia. A ese brillo de prosperidad y a la estridencia de los années folles se superpuso una cultura gastronómica refinada, cosmopolita y de altos vuelos, a menudo olvidada. Ludwig Bemelmans rememora la trastienda de esos años en Hotel Splendide, la cara B del sueño americano, unas memorias publicadas en 1941 y que Gatopardo Ediciones ha sacado recientemente en España.
Bemelmans, a quien el chef Anthony Bourdain catalogó como “el primer chico malo del submundo de la hostelería neoyorquina”, fue un escritor e ilustrador estadounidense de origen austrohúngaro que emigró a EEUU en 1914, a la edad de 15 años. Antes de convertirse en escritor trabajó durante 15 años en hoteles, en los que transcurrió buena parte de su infancia solitaria. Luego llegaría a ser guionista de la Metro-Goldwyn-Mayer y portadista del New Yorker. Sus memorias – disparatadas– se leen como el relato de una película de los Hermanos Marx, una gozosa comedia por la que pululan camareros negligentes y quisquillosos, maîtres irascibles, ascensoristas perezosos y friegaplatos exóticos. Un compendio de vidas que dieron forma al retablo humano que tiene por escenario los opulentos salones del Hotel Ritz-Carlton de la Gran Manzana, rebautizado como el Splendide por Bemelmans, donde estuvo empleado de 1914 a 1929.
Camareros y ascensoristas aguzaban los oídos para escuchar a los banqueros y correr a decirle a sus corredores de bolsa dónde invertir. Mientras hacían el faisán à la Souvaroff, presentado en bandeja de plata, o el legendario bizcocho de limón del Ritz servido en platos de porcelana Spode, los cocineros se gritaban cotizaciones y calculaban los beneficios en el reverso de las cartas del restaurante.
La apertura del Ritz-Carlton fue supervisada por Auguste Escoffier, quizá el cocinero más influyente de la historia, responsable de exportar a la Gran Manzana el refinamiento francés
En ese mítico Ritz-Carlton nació la vichyssoise de la mano del chef Louis Diat, un francés emigrado que se inspiró en la sopa fría que su madre preparaba en verano vertiendo leche en las sobras de la sopa de patatas y puerros. Diat se convirtió en Nueva York en chef del Ritz-Carlton, cuya apertura fue supervisada por el mismísimo Auguste Escoffier, quizá el cocinero más influyente de la historia, responsable de exportar a la Gran Manzana el refinamiento francés. El Ritz-Carlton se hizo famoso por el pollo asado con mantequilla de estragón, el arroz a la griega, la lubina fría a la oriental o la langosta Graziella, creada por el chef para el propietario del hotel, Albert Keller. Pero Diat labró su fama gracias a sus sopas de verano, que se servían en los jardines del hotel durante el tórrido estío neoyorquino. Se hicieron tan famosas que la compañía de sopas en conserva Campbell, un icono estadounidense gracias al art pop de Warhol, aprendió in situ su elaboración en el propio Ritz-Carlton de la mano de Diat.
Francia irradiaba el canon gastronómico y abastecía de chefs los hoteles de Nueva York. El antiguo Waldorf Astoria, con sus aires de castillo alemán en piedra rojiza, demolido para emplazar en su lugar el Empire State, contó con los chefs Jean Millon y René Anyard, y luego al chef ejecutivo Gabriel Lugot. El hotel no sólo acogía a viajeros, sino que era un epicentro de la alta sociedad. Los jóvenes Gatsbys y ricos herederos de la época huían de los claustrofóbicos salones de sus padres y se esparcían en el más distendido Waldorf Astoria, el primero en aceptar a mujeres solas. El gran animador del hotel fue el maître suizo-americano Oscar Tschirky, que se sabía los nombres de los 1.300 millonarios de la ciudad, que iban a fumar a sus salones con paneles de roble. Pese a que Oscar apenas sabía manejar un sartén, ideó recetas simples como la ensalada Waldorf. Allí nacieron también los huevos Benedict, tras alterar la receta improvisada que Lemuel Benedict, un corredor de bolsa en Wall Street, pidió tras despertar con resaca en una de sus habitaciones.
En el Hotel Plaza regía el chef Eugéne Laperruque, que había servido a los Rothschild en el Delmonico’s, uno de los primeros restaurantes de lujo de Nueva York, donde latía el legado del célebre chef francés Charles Ranhofer, creador de la Langosta Newberg. Se le llamó el Emperador de los chefs y su dimensión fue mundial. Su aportación a las cocinas se reúne en El libro de cocina del Plaza, de Eve Brown. Laperruque fue un maestro de la alta cocina en los años dorados, que hizo del Plaza un templo del fine dining. Su fama se cimentó en la maestría con que preparaba grandes banquetes, y su receta preferida era la perdiz con cebolletas y champiñones con demglace.
En el Waldorf nacieron los huevos Benedict, tras alterar la receta improvisada que Lemuel Benedict, un corredor de bolsa en Wall Street, pidió tras despertar con resaca en una de sus habitaciones
También en el desaparecido Hotel Astor se vivió el apogeo de la gran cocina. Ubicado en Times Square, el Astor asentó un nuevo canon de hoteles populares que se aglutinaron a su alrededor, palacios de la diversión HISTORIA que atendían a las multitudes, con escenografías interiores que reflejaban la teatralidad de Broadway. Allí, Frank Sinatra hizo sus primeras apariciones en Nueva York. A la población, que salía en los años 20 de los estragos de la pandemia de gripe española, le encantaron sus cenas con baile y su azotea con jardín. Jean Berdou, formado en las mejores cocinas de París, regentó sus fogones, y se hizo célebre por platos como el riz de veaux con champiñones, el faisan rôti, la bouchée à la reine —un plato francés consistente en un vol-au-vent relleno con salpicón de pollo y salsa— o la codorniz con hígado de oca y trufas.
Otra meca del buen comer fue el hotel St. Regis, en el Midtown de Manhattan, una mole de estilo Beaux-Arts conocido en nuestro país por ser el hotel donde se alojaba Salvador Dalí, en compañía de un ocelote, durante sus estancias en Nueva York. Se decía que sus huéspedes tenían que gastar “dos o tres cifras” en comida y “una pequeña fortuna” en las habitaciones. Orientado sin ambages hacia la clientela rica, pronto captó para sus banquetes a los neoyorquinos adinerados que frecuentaban los restaurantes Delmonico’s o Sherry’s. En su cocina, el chef Emile Bailly fue un modernizador que abogó por acabar con las raciones dobles – una extravagancia propia de los restaurantes elitistas en América–, por eliminar platos de sus kilométricos menús y por impulsar las cocinas eléctricas. Llegó a Nueva York en 1904, proveniente del Grand Hotel de Monte Carlo, y conquistó a sus clientes gracias a sus huevos escalfados con pepinos. O sus supremas de perdiz con mirepoix, salsa crema y tartaletas de setas.
Pero el crac del 29, primero, y la Segunda Guerra Mundial, después, sepultaron aquel boato afrancesado. Los hoteles fueron el jardín donde se apagó la felicidad de mecha corta de los mundanos de los roaring twenties, pero su recuerdo aún ilumina elegantes recetarios de cocina por desempolvar.