La comida envasada herméticamente reventó las costuras de la historia como lo haría un luchador de sumo con un traje de primera comunión. Es decir: las partió, literalmente, en pedazos. La clase media introdujo la carne en el menú
con alegre regularidad y muchos marineros evitaron eficazmente el escorbuto. Además, los aventureros y exploradores ya no terminaron algunas de sus excursiones comiéndose los unos a los otros después de mirarse torvamente a los ojos como jugadores de póquer. Por supuesto, los soldados también pudieron dejar de masticar hielo y nieve para engañar (infructuosamente) a sus estómagos vacíos.
Es verdad que los alimentos podían conservarse antes de que se inventaran los envases herméticos. Lo que sucede es que los métodos que se empleaban pedían a gritos una revolución. Casi todo –desde la fruta hasta la verdura, pasando por la carne o el pescado– se podía secar, salar, encurtir, almibarar y almacenar a bajas temperaturas, pero estos procesos o exigían mucho tiempo y espacio, requerían unas manos habilidosas o, y esto era lo más habitual, los productos perdían por el camino muchas de sus propiedades, incluida la vitamina C, crítica para prevenir el escorbuto.
En una prodigiosa campaña de relaciones públicas de su envasadora dicen que Appert llegó a embotellar una oveja despiezada
Nicolas Appert, un confitero y chef francés, creía que podía cambiar la situación para siempre. Y lo consiguió. Appert llevaba introduciendo frutas y verduras en recipientes de cristal desde finales del siglo XVIII para preservarlas en condiciones, aunque su ocupación principal era la confitería que regentaba, con orgullo de pastelero, en París. No aceptaba –¡cuestión de principios!– que la cocina francesa tuviera que sacrificar todo su sabor y textura para que pudiera disfrutarse durante unos pocos días. Como nació y vivió algunos años en la región de Champaña, los recipientes de sus primeras conservas eran botellas de champán. Entonces, ciertamente, no resultaban muy glamourosas, pero sí eran fáciles de encontrar.
A principios del XIX, Appert ya introducía la comida, la hervía al baño maría dentro de la botella y la sellaba herméticamente con un corcho y cera derretida. No sabía que había descubierto la forma de retrasar la descomposición de los alimentos eliminando bacterias y que se había adelantado en esto al gran Louis Pasteur. Lo que sí entendió perfectamente fue la oportunidad de ganar dinero.
Hambre de éxito
El brillantísimo Appert dio unos pasos sorprendentes que le granjearon la admiración de algunos de sus contemporáneos. Presentó su invento en una exposición nacional en 1806, se aseguró de que el prestigioso crítico gastronómico Grimod de la Reynière lo popularizase y recibió en 1810, por fin, el premio de 12.000 francos que Napoleón había prometido otorgar a quien diese con la manera de conservar los alimentos que debían llevar los soldados al frente. Todo aquello le permitió crear la primera envasadora en la localidad de Massy, y en una prodigiosa campaña de relaciones públicas dicen que llegó a embotellar una oveja despiezada. Algunos de los miembros de la relativamente raquítica marina napoleónica hasta llegaron a saborear sus conservas.
Se ha escrito mucho sobre el genio militar de Napoleón y muy poco de su bisoñez culinaria. El gran emperador le dio ese premio a Appert a pesar de que era imposible transportar masivamente la comida por tierra al frente en recipientes de cristal, y mucho menos en botellas de champán. Hubiera sido chic y decididamente francés, qué duda cabe, pero también letal. Muchos envases habrían saltado en pedazos con el simple trote de los caballos sobre las piedras de los caminos antes de cruzar la frontera.
Por otro lado, el genio que había proclamado que los soldados son lo que comen cometió el error de una campaña militar en Rusia, donde parte de su ejército se precipitó al canibalismo porque no tenía nada que llevarse a la boca. Es verdad que muchos de ellos tampoco contaban con suficientes prendas de abrigo en un país donde las temperaturas podían caer por debajo de los 20 grados bajo cero. Esto los llevó, en ocasiones, a vestirse con lo que se iban encontrando por el camino. Algunos terminaron con los disfraces de los actores de la Ópera de Moscú, e incluso ataviados con complementos de mujer. Los carámbanos les colgaban de sus descuidadísimas barbas. Hoy no sabríamos si aquellas temibles escuadras venían del frente o de una película de Stanley Kubrick.
El premio de Napoleón exigía que Appert revelase en un libro todo el proceso de su invento, y así lo hizo. En ese mismo momento y al otro lado del Canal de la Mancha, el británico Peter Durand sabía probablemente que podía mejorarlo. Bastaba con reemplazar el cristal con un material metálico que evitase las roturas fáciles. La armada de los Países Bajos, por ejemplo, llevaba décadas consumiendo un salmón que cocía y ahumaba para después introducirlo en envases de hojalata.
El menú de la royal navy
A Appert también se le había ocurrido utilizar la hojalata pero lo descartó. Durand y las personas a las que les vendió su patente, por solo 1.000 libras, creían que se equivocaba. Además de ese metal, emplearon la técnica de Appert y se convirtieron en proveedores del ejército. Es verdad que Inglaterra era un lugar mucho más propicio que Francia para la producción de conservas: la Royal Navy era la fuerza naval más poderosa del mundo y la revolución industrial, de la que dependería la producción masiva de comida enlatada, fue algo casi exclusivamente británico hasta 1830.
Bryan Donkin y John Hall crearon en Reino Unido una gran factoría industrial con la patente de Durand y contaban con clientes tan notables como el propio ejército, pero la verdad es que estos alimentos tardaron muchas décadas en convertirse en un fenómeno masivo que multiplicase el consumo de carne entre la clase media. No ayudó mucho que las latas hubiera que abrirlas a martillazos: el primer abrelatas se patentó en 1855 y 1858 en Reino Unido y Estados Unidos respectivamente. Y el doble cierre de los envases no se inventó hasta 1904.
Por si eso fuera poco, la diversidad inicial de los alimentos enlatados resultaba bastante escasa. Hacía las delicias de los marineros, claro, pero es que ellos se pasaban semanas comiendo bacalao seco y pepinillos en vinagre. Desde 1849 hasta 1880 se empezaron a enlatar el salmón, la leche condensada, la fruta (que comenzó en California), la carne de ternera o el cerdo con judías.
La revolución de la comida enlatada también se nutrió de las nuevas técnicas de congelación y refrigeración de alimentos, de la rapidez vertiginosa de medios de transporte como el tren o el barco de vapor, y de la configuración de grandes mercados de intermediarios agrícolas y compradores al por mayor. Tampoco se puede subestimar la influencia de las catástrofes. La guerra civil estadounidense, la guerra franco- prusiana y la guerra de Crimea acostumbraron a millones de soldados al sabor de estos nuevos alimentos. La demanda aumentó cuando volvieron del frente. Finalmente, la crisis económica internacional de 1873 catapultó las exportaciones de gigantes industriales estadounidenses como Campbell o Hein.
Estados Unidos refleja como ningún otro país la revolución de los alimentos enlatados, porque, durante la primera mitad del siglo XX, estos se convirtieron en el icono nacional de la primera economía del planeta. El consumo per cápita de frutas y vegetales en lata se triplicó entre 1909 y 1940, mientras que, entre 1899 y 1929, la inversión financiera del sector de la comida envasada se multiplicó por más de seis.
Según Gregg Steven Pearson, de la Lehigh University, en su análisis The democratization of food, los motivos hay que buscarlos, sobre todo, en el éxodo rural, en el inmenso atractivo que tenían estos alimentos para distintos tipos de consumidores, en el incremento exponencial de la transparencia y la higiene de las empresas y en una intensísima campaña educativa y de relaciones públicas.
Los nuevos urbanitas
El éxodo rural fue fulminante. Si en 1900 menos del 40 por ciento de la población vivía en las ciudades, solo 20 años después ya lo hacía más de la mitad; y eso que EE UU había pasado de 76 a 106 millones de habitantes. Los fabricantes de conservas tenían ahora unos mercados masivos a los que servir y los nuevos urbanitas necesitaban acceder a unos alimentos mucho más difíciles de conseguir que cuando vivían en el pueblo. Si no podían ser frescos, por lo menos que fueran enlatados.
Estos urbanitas se enfrentaban además a múltiples desafíos. Muchas mujeres de clase media empezaron a trabajar, y en un contexto en el que se recurría menos al servicio doméstico, asumieron las labores de la casa y la fábrica. Otras mujeres pasaban menos tiempo en casa, porque se dedicaban a distintas actividades sociales. En las dos circunstancias, los productos enlatados ayudaban a reducir el tiempo de preparación de las comidas y permitían consumir frutas y verduras a buen precio y fuera de temporada. Las familias obreras, con muy poco espacio
para almacenar alimentos y unas cocinas –compartidas– que apenas daban para algo más que hacerse un té o calentar una sopa, también abrazaron las conservas como una baratísima alternativa a los frescos.
Durante la primera mitad del siglo XX, los alimentos enlatados se convirtieron en el icono nacional de Estados Unidos
Las clases medias y trabajadoras jamás se habían podido permitir consumir tanta carne. Y no solo eso: el sector de la comida enlatada también les ofrecía un empleo, a veces para toda la familia y siempre muy duro, que no requería cualificación. De hecho, estas fábricas fueron una de las grandes puertas de acceso al mercado laboral tanto para las mujeres como para los inmigrantes. Más de 40 millones de europeos emigraron a EE UU desde las guerras napoleónicas hasta 1920.
Aun así, muchos estadounidenses, los nuevos y los viejos, desconfiaron de la comida enlatada hasta que las empresas mejoraron la higiene y la transparencia a principios del siglo XX. Se habían sucedido los escándalos por la falta de limpieza y las deplorables condiciones laborales de los trabajadores en algunas plantas de procesado. Los medios de comunicación, que eran masivos por primera vez en la historia, cubrieron con fruición y sensacionalismo desmanes como la famosa intoxicación de los soldados estadounidenses durante su breve guerra con España en 1898. La carne envasada en mal estado les había provocado disentería. La novela La Jungla, de Upton Sinclair, incendió la opinión pública en 1906 con su meticulosa denuncia de la suciedad y explotación de los mataderos y las procesadoras cárnicas.
Cuestión de confianza
Todo este clima de opinión –liderado, muchas veces, por grupos de mujeres consumidoras, expertas en eficiencia doméstica y revistas femeninas– y las nuevas regulaciones fueron llevando a las empresas a mejorar las condiciones laborales y a abrir sus fábricas a expertos en bacteriología como Harry L. Russell, Samuel C. Prescott y W. Lyman Underwood. A principios del siglo XX, Estados Unidos se llenó de laboratorios públicos y privados que analizaban todo tipo de alimentos enlatados. En 1906, se promulgó una histórica regulación federal que imponía estándares e inspecciones sobre la industria del envasado y exigía que el etiquetado fuera absolutamente fiel al contenido.
A los gigantes del sector como Heinz, Borden o Campbell no les vinieron del todo mal ni las investigaciones de los expertos en bacteriología, ni los nuevos estándares ni la experiencia de echarle un pulso a Washington para que no les exigiese demasiado en las nuevas regulaciones. Las investigaciones ayudaron a mejorar la calidad y la confianza y a reducir los costes de producción, los estándares resultaban lo suficientemente rigurosos como para reducir
la competencia en beneficio de las grandes empresas y, por fin, el pulso con Washington convenció al sector entero de que necesitaba crear un lobby nacional llamado NCA, que se volvería muy influyente en los años siguientes.
La NCA, las empresas que la integraban, las nuevas publicaciones femeninas masivas y el emergente protagonismo de las líderes de opinión sobre eficiencia doméstica se convirtieron en grandes impulsoras de la comida enlatada. Fueron ellas las que ayudaron a convencer a la población con un diluvio de anuncios, campañas de relaciones públicas, artículos periodísticos y análisis científicos no solo de las grandes bondades de estos alimentos, sino también de que no había nada más americano, práctico e inteligente que consumirlos masivamente.
Cuando Warhol pintó las sopas Campbell, estaba recogiendo la culminación de una de las mayores revoluciones gastronómicas
Uno de los pilares de la identidad nacional era la gastronomía… y, por eso, Heinz, Borden o Campbell debían formar parte del ADN patriótico de Estados Unidos. ¡Hasta sus grandes factorías se consideraban instrumentos ideales para ‘americanizar’ a todos los trabajadores inmigrantes!
Por todo eso, cuando Andy Warhol pintó en los sesenta sus series sobre las sopas Campbell, estaba recogiendo, en realidad, la culminación de una de las mayores revoluciones gastronómicas de la historia. La misma que reflejaba, y más aún después de dos guerras mundiales, cambios sociales tan enormes como la urbanización, el ascenso de la clase media y la sociedad civil, la irrupción de los grandes grupos de presión en el debate público, el nuevo protagonismo del marketing, la publicidad y los medios de comunicación… y la emergencia de cientos de mujeres como líderes de opinión. Nunca unas latas de sopa habían dicho tanto en tan poco espacio.