Por R. A. Raga
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Como dicen unos pocos atrevidos, de entre todas las especies de empresarios en el mundo, sólo hay dos sectores en los que se arriesga como norma: en el cine y en el narco. Cuando creen que han agotado su modelo, se reinventan. En la adversidad o en el amor –en lo legal o en lo ilegal–, ellos convencidos de ese dicho, “el que no arriesga no gana”. Desde los inicios pioneros –los de Griffith, Meyer y O. Selznick–, ya fueran estudios o las salas, o la gran distribución de celuloide, muchos intentaron con ardor que la experiencia sensorial de las películas alcanzara más allá de nuestra vista y nuestro oído, que llegase a nuestro olfato y nuestro tacto. Se emplearon proyectores que incluían aspersores. Expul- saban con mesura los perfumes –los aromas– que creía necesario el productor, distribuidor o el empresario (así, sin más, como si no fuera suficiente).
Otros incluyeron movimientos (hoy en día más sofisticados) que aportaban ese plus a los sentidos que el espectador nunca había solicitado, como si, por ejemplo, el que leyera Cien años de soledad necesitase escuchar las cacatúas o experimentar la humedad.
En El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante (Peter Greenaway, 1989), Helen Mirren le pregunta al ginecólogo –su amante– cuando entran en la biblioteca: “¿De qué te sirven tantos libros? No puedes comértelos”. Qué suerte tuvimos de que no albergase nadie un pensamiento así en Hollywood. Qué voraz e inconcebible hubiera sido que en la escena de Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) en la que Laurence Olivier le pregunta a Tony Curtis si él es “más de ostras o de caracoles”, al espectador le hubieran servido in situ unas gillardeau y unas vaquetas. Qué fusión tan deletérea. Una cosa es entender que el empresario es arriesgado y otra que tuviera que repercutir en cada entrada los productos ingeridos durante la proyección. Todo ello añadido al maremágnum de sabores y de olores, de perfumes, de texturas, sacudidas de las sillas y demás, para así llegar exhausto a la palabra más ansiada: “Fin”. Ir al cine hubiera sido como ir a una antigua bacanal. Por supuesto, la cordura hubiera terminado prohibiendo esta celebración, como el decreto del Senado Romano que en el 186 a. de C. dio por terminado el ritual que honraba a Baco.
Cine y gastronomía
A lo largo de la corta, pero intensa, historia del cine se han repetido las menciones que este arte ha dedicado al buen –o mal– comer y que, con la fiebre por la mesa que a nivel mundial se ha generado, han quedado plasmadas en un número incontable de filmes durante los últimos cuarenta años.
Directores como Martin Scorsese o Woody Allen han reunido por sistema a personajes que comían y bebían por motivos variopintos. El filete de Toro Salvaje (1980), las albóndigas de Uno de los nuestros (1990) o el despliegue esteticista de gourmet afrancesado en La edad de la inocencia (1993). Las langostas de Annie Hall (1977), las bandejas y recetas del catering de Hannah y sus hermanas (1986), y las continuas veladas gastronómicas de Maridos y mujeres (1992). Otros como Aki Kaurimaski han plasmado en imágenes un concepto de cocina más abstracto –o gélido–. Véase el argumentario expuesto en Nubes pasajeras (Aki Kaurismaki, 1996) o la visual llamada a la memoria de Gabriel Axel en El festín de Babette (1987). Todos ellos son ejemplos del ritual gastronómico como elemento narrativo. Igual que el psicodélico gazpacho de Mujeres al borde un ataque de nervios (Pedro Almodóvar, 1988) o la celebración de Navidad en Plácido (Luis García Berlanga, 1961).
No obstante, es un hecho que lo culinario queda realzado en muy pocas ocasiones. La mimética entre espectador y personaje, ese instante en el que uno siente las texturas, los aromas, los sabores, el perfume, la fusión, el sentimiento, la experiencia culinaria –bref–, es tan aurea como escasa –o quizás lo primero es consecuencia de lo segundo–. No por ser explícita la imagen se consigue el énfasis deseado.
No es lo mismo el banquete atávico de Festen (Thomas Vinterbeg, 1998) que la versión luterana de Fanny y Alexander (Ingmar Bergman, 1982) o la cargolada amb all-i-oli de Alcarràs (Carla Simón, 2022), No es lo mismo la lactancia repetida y dolorosa de Cinco lobitos (Alauda Ruiz de Azúa, 2022) que la del joven Pu Yi en El último emperador (Bernardo Bertolucci, 1987), como tampoco lo es la trepidante orquestación de Hierve (Philip Barantini, 2021) y el gastro-despropósito de Playtime (Jacques Tati, 1967).
Uno podría pensar que el binomio gastronomía y cine –entendido como experiencia mimética para el espectador– debería apreciarse en las cinematografías de países más vinculados a la buena mesa, a saber –y sólo como ejemplo y no por este orden: Francia, Italia y España. Uno debería, es de lógica pensar así, aprehender lo dulce o lo salado en la pantalla si ese cineasta –o productor o guionista– fuera procedente de uno de estos tres países citados (México, Perú o Japón podrían unirse también a la terna).
Y sin embargo no es así
No es el pasaporte sino el paladar dramático –o el talento o el deber– del creativo a la hora de plasmar un sentimiento o trasladar un parecer a través de la pantalla y, en consecuencia, atacar la psique del espectador y despertar la fiesta holística de la gastronomía.
Para el espectador no tendrán igual sabor, sino mucho mejor, las Big Kahuna de Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) o la tarta Sacher de Malditos bastardos (Quentin Tarantino, 2009) que los quesos que Jean Pierre Léaud comparte con Delphine Seyrig en Besos robados (François Truffaut, 1968), y eso que el primero es del estado de Tennessee y el segundo de París. Tampoco encontrará el espectador en el mismo nivel las codornices con pétalos de rosa –uno cree alcanzar el cielo con el mero visionado– de Como agua para chocolate (Alfonso Arau, 1992) y las tortas de bacalao –argumentales– de Roma (Alfonso Cuarón, 2018), y eso que los dos son tan chilangos como Enrique Olvera. La comparativa alcanza lo terrible cuando hablamos del delirio gustativo de Comer, beber, amar (Ang Lee, 1994) o de la insulsa cinematografía –sólo desde el punto de vista gastronómico, ojo– de Yasujiro Ozu. El tokiota era de historias y de sake, y las contaba y lo bebía como nadie.
La comida es ritual y son sabores, es estética y es ética, son productos, método y argucia, son especias, armonías, frases hechas y otras aún por conjugar. La cocina es un gran todo, pero siempre y antepuesto a lo anterior, la comida es puro instinto. Sólo el cineasta que ha sido capaz de percibir este elemento ha logrado conectar en la experiencia gastronómica con el espectador. Con independencia de nacionalidades o insistencia en unos planos que reflejen ingredientes y emplatados, sólo el cine que apela a este instinto primigenio es el que transmite la experiencia en su conjunto.
Eros y Tánatos
Si atendemos a sus Tres ensayos para una teoría sexual (1905), Sigmund Freud ligaba el despertar sexual del individuo con lo que él llamaba fase oral o, lo que es lo mismo, la satisfacción de su pulsión libidinosa a través de la boca. Ese es el inicio, el placer reconvertido en supervivencia y viceversa. Hambre y deseo fundidos en un mismo acto; o la escena de Io sono l’amore (Luca Guadagnino, 2009) en la que Tilda Swinton degusta con pasión las gambas que le ha servido el cocinero –y futuro amante– Edoardo Gabbriellini, y que serán el germen de una relación ardiente y enfermiza. La fuerza de la escena gastronómica no es debida al producto, ni a la receta inexistente, ni a una descripción de la comida, ni a los tonos rojos emplatados, ni al vestido, rojo también, de la actriz norteamericana, sino al hecho de asociar comida y sexo.
Quince años más tarde, el doctor de origen checo publicaba Más allá del principio del placer (1920). Freud asociaba en este texto los conceptos prexistentes de Eros y Tánatos. Ambos convergían, según él, componiendo dos facetas no excluyentes de un mismo hecho. Aunque en un principio sean opuestos, la pulsión sexual o la pulsión de muerte son dos dinámicas interrelacionadas y, por lo tanto, no hay ningún momento en el que aparezcan disgregadas. Vida y muerte se celebran en un mismo tiempo y lugar, como ocurre en la película anterior de Guadagnino, cuando el sexo cede el paso a la tragedia, al sentimiento de culpa y al veredicto de lo imposible o como asimismo sucede en Cegados por el sol (Luca Guadagnino, 2015), donde Swinton –tan fetiche en sí misma– se erotiza al absorber a duras penas la ricota recién hecha por granjeros. La cocina que antecede al sexo y a la tiniebla, al igual que ocurre en su largometraje más certero, Call me by your name (Luca Guadagnino, 2017), con el melocotón de Timothée Chalamet.
No es por lo tanto casual que Eros y Tánatos se repitan en las obras más insignes ya citadas o en aquellas otras como Furtivos (José Luis Borau, 1975), con sus telúricos y suculentos guisos cinegéticos. La comida ejerce en todas ellas de catarsis, es el germen del deseo y de la muerte. No en vano, son los cineastas apegados al deseo como objeto recurrente los que han logrado ejercer mayor impacto en el espectador con la cocina. Luca Guadagnino es un ejemplo, pero fueron Alfred Hitchcock y Luis Buñuel quienes alcanzaron cotas magistrales por su gran apego a lo funesto, lo sexual y la influencia de lo onírico –Freud, indeed–.
Hitchcock y Buñuel
La coreografía del deseo, de la muerte y de los sueños fue el principio que rigió la cinematografía de ambos genios. Todo lo demás era accesorio y, consecuentemente, fútil, una simple bagatela, la amalgama de elementos que ayudaban a leer su cine. Todos salvo uno, erigido en tótem y divisa: la comida.
La gastronomía constituyó el punto de inflexión en el discurso narrativo de ambos, siendo cumbre Viridiana (Luis Buñuel, 1961) y la cena de mendigos que deviene bacanal y la foto que dispara Lola Gaos; o Tristana (Luis Buñuel, 1970) y las migas y garbanzos y la pierna de Deneuve. Incluso La soga (Alfred Hitchcock, 1948) y los pollos y el banquete y el sesudo profesor; o La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954) y su langosta Thermidor y James Stewart con Grace Kelly –tan volátil y sensual–; o la ingesta de alimentos como impulso al asesino y un pequeño recetario bordelés que servirá de obstáculo al inspector en Frenesí (Alfred Hitchcock, 1972).
Nadie amamantó a sus personajes como Luis Buñuel (Los olvidados, 1950; Ensayo de un crimen, 1955), nadie les condujo igual hacia un festín, después orgía, (El ángel exterminador, 1962), ni entabló conversación carnal con sus criadas tras un plato de huevos revueltos con trufa (Ese oscuro objeto del deseo, 1977), ni dictaminó continuidad freudiana entre las dos primeras fases del deseo (El fantasma de la libertad, 1974), forjó las relaciones entre Rey y los demás junto a una -o muchas- mesas, (El discreto encanto de la burguesía, 1972) o ungió a los personajes de sabiduría teológica a través de la comida (La vía láctea, 1969).
El inglés se concentró en los huevos, en el pollo y en la leche. En los huevos como antítesis al eros. Y por eso hacía que sus personajes apagaran cigarrillos en las yemas (Atrapa a un ladrón, 1955). Sin embargo, Alfred Hitchcock concibió el amor como un muslito. Calcinado en Encadenados (1948), turgente en Atrapa a un ladrón y La soga, o como último –y sorprendente– deseo no expresado del difunto Irving Patrick en El proceso Paradine (1947). Al igual que el de Calanda, se fijó también en la lactancia como símbolo crepuscular (Sospecha, 1941), precedente, junto al Archibaldo de Buñuel, de antihéroes vinculados a la leche como el Alex de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1971); leche siempre en vaso, por favor.
Ni Alfred Hitchcock (un aficionado a las Mimosas), ni Buñuel (protocrack del Dry Martini) destacaron como marmitones o gourmets, pero la conjugación de sexo, muerte y sueño resultó fundamental para que el hecho gastronómico en pantalla transmitiera la verdad que sólo se transmite con lo eterno.
En un diálogo cualquiera à table en Él (Luis Buñuel, 1953), le pregunta un comensal al sacerdote: “Y usted ¿qué opina sobre el amor?”. El eclesiástico responde: “Yo opino sobre el amor que este pavo está muy bueno”.
Y es que es innegable, la cocina era inmutable para ellos.