El inconformismo brillante de Manuel Méndez. La atractiva irreverencia de Julia Casado. La fogosa reivindicación de Carmelo Peña Santana. La genialidad salvaje de Roc Gramona. La serenidad vibrante de Esmeralda García. Este es el revolucionario coupage de jóvenes enólogos junto a los que celebramos el Día del Enólogo (aunque el 7 de septiembre no es la única fecha que les rinde homenaje).
Nacidos entre 1982 y 1993, todos ellos comparten un talento incombustible, un espíritu cosmopolita –o vinipolitano, como sugiere Manuel entre risas- y defienden el terruño con fervor. “Ahora, los que hacen el vino son los que trabajan la viña, y eso es muy importante”, afirma Carmelo. “Lo que marca la diferencia en nuestra generación es que ahondamos mucho más en la importancia del terruño”, apunta también el enólogo, viticultor y copropietario de Bodegas Gerardo Méndez.
Manuel Méndez
En esa magnética encrucijada de nieblas y aguas que es las Rías Baixas, Manuel Méndez -que hoy cumple 32 años- abandera esa nueva forma de leer la viña que inspira a los enólogos más jóvenes. “Ser más viticultor que nunca, esa es la filosofía. Nosotros cada vez trabajamos más sobre la influencia real de los viñedos, damos el protagonismo al terruño. Saber interpretar lo que necesita tu viña es fundamental”, dice.
Manuel atesora, al igual que hacen las cepas con la memoria de todas sus vidas, la sabiduría de su padre, Gerardo Méndez, junto al que trabaja en la bodega familiar de Meaño. “Hemos llegado donde estamos gracias a la generación anterior. Hay que ser continuistas y mejorar lo que ya hay”, defiende. “Nuestro enfoque en el viñedo tiene su origen en el mayor contacto que tenemos con los vinos del mundo. La clave está en ver y entender qué están haciendo en otras partes de Europa y del Nuevo Mundo y poder traerlo a nuestro terreno”.
Mordisco Atlántico
Do Ferreiro -hecho con uvas de parcelas muy distintas- es el alma de la bodega, pero también elaboran vinos especiales que parten de este Albariño complejo y sugerente (de los mejores de España). Como Do Ferreiro Adina -esta rareza mineral se forja en una veta de pizarra roja o gneis oxidado-, el salino y singular Tomada do Sapo -envuelto en la neblina, es el que más influencia marina tiene- o el excepcional Do Ferreiro Cepas Vellas -nacido de retorcidas viñas centenarias, “un museo vivo”-.
Julia Casado
En otro sorprendente territorio, esa Murcia inesperada de fríos montes, Julia Casado (1984) enseña la cara más radical de la Monastrell. Su pequeño y personal proyecto, La del Terreno, lleva el nombre -así llaman los viticultores murcianos- de aquella uva valiente hasta la inconsciencia. Como Julia, que llegó a Bullas para hacer realidad una preciosa quimera sin ahorros y sin conocer a nadie: “Me apetecía muchísimo tener una habitación propia, como diría Virginia Wolf. Estaba loquísima, pedí un crédito ICO de 35.000 euros y monté una bodega modular”.
Rodeada de pequeñas parcelas de viñedo viejo -siempre bajo la amenaza de ser arrancado-, comenzó a elaborar vinos naturales con el objetivo recuperar prácticas ancestrales de la zona, “sobre todo las tinajas, y formas de elaboración como los brisados”. Esta brillante estudiante, que se formó como violonchelista en Alemania, ganó un premio de fin de carrera al terminar Ingeniería Agrícola -que le permitió realizar unas prácticas en Vega Sicilia- y se reenamoró de la agricultura en La Habana -“no me gustaba cómo enseñaban a cultivar en la universidad, con cero respeto a la vida del suelo”-, lleva tatuadas en la mano –en forma de cicatrices- las huellas de sus dos grandes pasiones: la viña y la música.
La música del viñedo
“Para mí, el hecho de elaborar vino tiene muchísimo que ver con interpretar una partitura”, asegura Julia. “Tiene que ver con el ritmo, el tiempo, las armonías; con algo que es efímero y que se comparte, un lubricante social que nos transmite la cultura de un lugar y que nos conecta con nuestros recuerdos”.
El suyo suena a Bach y a Leonard Cohen, y también a una seductora rebeldía que impregna todos sus vinos, como La Cañada del Jinete (expresivo y rompedor) o la divertida Ninja de las Uvas (el único monovarietal de Garnacha de la zona, que elabora junto a la cooperativa Bodegas del Rosario). “Mi madre me ha incentivado la curiosidad, ha estimulado mi espíritu crítico, y eso lleva a cuestionarse todo. Desde que tengo memoria he tenido ese tipo de rebeldía, que para mí tiene que ver con atreverse a soñar las cosas de otra forma. Aunque precisamente por eso me tratan a veces con desprecio, como si no tuviera legitimidad”.
Carmelo Peña Santana
Quien también practica una desobediencia exquisita es Carmelo Peña Santana (1986), que reivindica poner en valor la viticultura de las islas de fuego: “Hay muy pocas zonas de cultivo en Gran Canaria, y es una pena que no se aproveche tanto potencial, que esos vinos que poco a poco están llegando lejos tengan la imposibilidad de crecimiento debido a la falta de terreno y los precios prohibitivos que hay. ¡A ver si las instituciones zanjan ya este problema y hacen algo con todos los terrenos abandonados!”.
Desde Bien de Altura, su pequeño proyecto en la zona de San Mateo -se alza por encima de las nubes, entre los 1.100 y los 1.500 metros de altitud-, defiende ese asediado patrimonio vitícola, y lo condensa en vinos tan irrepetibles como Ikewen -significa origen en la lengua amazigh de los bereberes- o Tidao, un vino parcelario que cuenta la historia del vino de Gran Canaria a través de sus originales variedades autóctonas.
Viñas en ‘la Luna’
Aunque entre las viñas lunares de Lanzarote ha encontrado otro adictivo refugio: “Es un sitio muy especial, aquí se da una agricultura que no existe en ninguna otra parte del mundo y tenemos la obligación de preservarla. Elaborar vino es un reto enorme… ¡y un orgasmo enológico!”, comenta divertido. Sus compañeros en esta emocionante aventura son Alexis Betancor y Matuli Rodríguez, propietarios de Finca Machinda: “Su idea es mantener el paisaje agrario de Lanzarote, cuidar al viticultor y darle el valor que se merece”.
Además, este inquieto enólogo también forma parte de El3mento, un proyecto que se basa en hacer la misma vinificación en cuatro regiones distintas del planeta para comparar los diferentes terruños: Gran Canaria, Lanzarote, el Douro -donde trabaja junto a su amigo Luis Pedro Cândido da Silva, enólogo de Quinta da Carolina– y Suiza -allí colabora con Manuel Tschanz, de Silou Wines-. “Son cuatro vinos elaborados de la misma forma, sin mucha intervención, para que lo que estás bebiendo sea exactamente ese lugar”.
Roc Gramona
Y si hablamos de beber lugares, ese Penedès de colinas sinuosas nos llama cual sirena con su canto mediterráneo. En el apellido de Roc Gramona (1993), uno de los jóvenes enólogos más prometedores de España, danzan las hipnóticas burbujas de Gramona, legado del que habla con un cariño inmenso. “La nuestra es una generación más global y abierta. La mirada en el viñedo sí la estamos enfocando más, pero mi padre ya hizo un gran trabajo en ese sentido trabajando en biodinámica, identificando que la parte más difícil de todo el proceso es un buen viñedo. Yo tuve la suerte de que él iniciara ese proceso y he seguido el testimonio”, recuerda.
En L‘Enclòs de Peralba, Roc y su primo Leo exploran las diferentes zonas del territorio y reivindican su potencial más allá de las burbujas: “Buscamos transmitir ese viñedo que tanto nos caracteriza aquí en el Penedès, enfocándonos en variedades locales”. Como la Xarel·lo Vermell o la Malvasía de Sitges, que protagonizan un duelo eléctrico en el explosivo brisat Pistoles 2021, elaborado con el apoyo de la familia Niepoort.
Relevo histórico
“Comenzar un proyecto propio también fue una manera de darnos un espacio y una cierta libertad para no entrar en conflicto directo en casa”, explica Roc. Aunque también nos cuenta que poco a poco está dejando sus proyectos más personales -también su trabajo como profesor en la Academia de Poda- para coger más responsabilidad en Gramona.
“Cuesta hacer esa reflexión porque es algo muy tuyo, pero es cierto que el deber en ese sentido te llama. Antes era el responsable de I+D, y este año tengo un papel que me da vergüenza decirlo porque soy jovencísimo para ese título, pero es el de responsable técnico de Gramona. La verdad es que estoy muy contento porque pensé que el relevo sería más complicado”, confiesa.
Esmeralda García
El proyecto artesano de Esmeralda García (1982) en las arenas de Santiuste (Segovia) es la voz de una generación muy comprometida con su entorno: “Es verdad que quienes empezamos a intuir hace unos 10 años que tenía que existir un cambio, que teníamos que poner en valor nuestro patrimonio natural y nuestra cultura, somos todos más o menos de la misma edad. Quizás es algo generacional”.
A Esmeralda, que había trabajado en bodegas muy grandes, le atrajo poderosamente la idea de hacer “cosas más especiales, basadas en un proyecto de agricultura más que de enología”. Y apostó por sus raíces, por volver a su pueblo, que además cuenta con un histórico reducto de viñedo prefiloxérico. “Mis etiquetas no llevan mi nombre, solo la arena. Cuando trabajas con viñedos tan viejos empiezas a tomar conciencia de que el ingrediente principal para hacer este tipo de vinos es la uva, el tiempo, y tú solo serás una pequeña parte del tiempo de vida de esas plantas”.
Baile de raíces
Dice Esmeralda que ella prefiere quedarse detrás y dejar que sea el patrimonio de su pueblo quien se exprese a través de sus diferentes suelos y paisajes. “Es muy bonito enseñar de la cara más elegante a la más salina de la Verdejo; ver cómo una sola variedad en un mismo pueblo se muestra de una manera o de otra dependiendo del paisaje y el suelo, ¡son como uvas totalmente diferentes!”.
Arenas de Santyuste Vino de Pueblo lleva dentro las salinas uvas que crecen junto al bosque, pero también las nacidas en la inclemente llanura castellana: “Es la mezcla de todo, y se va fermentando según se va vendimiando, algo así como un guiso a fuego lento”. También nos habla del vino de parcela Las Miñañas, la primera que empezó a cultivar su abuelo, su vino más emocional. Y se despide con dos elaboraciones muy especiales con crianza biológica, Michiko y Michika, en las que se entrelazan sus orígenes segovianos y gaditanos.