Me he comido más de una carta de amor. Me he zampado mis palabras. Incluso digerí un menú, en Akelarre, ante el bigote risueño del gran Subijana.
Suelo comer papel, como la niña Rebeca Buendía ingería tierra en Cien años de soledad, y les aseguro que es más digestivo.
Si las cartas de amor se comiesen, se llamarían menús. Dicen que podrían desaparecer devoradas por un bicho hijoeputa que se come el papel y, si te descuidas, a los comensales. Yo no lo creo. El menú es la carta de amor del chef, de su equipo, del impresor, del diseñador que la pintó y de los aprendices que para celebrarla se tienen que secar las manos arrugadas de tanto fregar platos.
Guardo menús, como lo guardo casi todo, confiando en que, cuando un día el alzhéimer me devore, abriré un libro y reviviré el sabor. Me engaño porque cuando la memoria se marche no encontraré el libro y los menús los usará alguien que habrá comprado por tres euros el ejemplar en una librería de viejo, como este mes pasó con la mitad de la biblioteca del periodista José María Calleja en Chamberí.
Si a todos les diera por comerse los menús, habría que tirar de güija y pedirle a las hermanas Santonja, quejumbrosas porque siempre que vuelves a casa las pillas en la cocina, embadurnadas de harina, con las manos en la masa… que nos dejasen cambiar el verbo: «Cocino a diario, una carta de amor, amor imaginario, inocente amor: unas hojas secas de guisante de olor… (…) Cartas de amor sin destino, cartas de amor sin dirección, qué aberración, qué desatino, qué sinrazón».
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