La ciudad toledana de Talavera de la Reina vio nacer, un 15 de marzo de 1990, a Carlos Maldonado. Un poco golfillo al que lo que le gustaba era pasárselo bien (como a todos), de cuna humilde y currante: “De mi infancia, ¿qué te puedo decir? Nunca tuve nada claro, fui mal estudiante. En mi vida quise estudiar. Anduve un poco perdido, dando saltos. Mi padre me decía que era un ‘cataguisaos’, que iba saltando de guiso en guiso sin quedarme en ningún lado. He hecho mil cosas y no me he centrado absolutamente en nada. No me llenaban las cosas y por eso fui saltando de un lado para otro buscando un camino, que hoy en día es la cocina, pero mañana nadie sabe”.
Su existencia (hasta ahora, es descaradamente joven) se podría dibujar en una serie de palabras. ‘Furgo’. Food Truck. Jamones. Hamburguesas. Socorrista. Tatuajes y piercings. Restaurante Raíces (en su pueblo natal). Y más cosas que hemos chateado al principio de esta entrevista. “La historia es muy larga. Como decía antes, mal estudiante, en el colegio dije que quería hacer electromecánica, quería ser mecánico para tunear coches como un malote. Me tiraba más tiempo de pellas que yendo al cole. Enseguida me puse a trabajar, me fui con mi padre y con su furgoneta por los pueblos a ayudarle con su curro. Al poco tiempo me cansé de ello, me hice un curso de socorrista y trabajé varios veranos en piscinas. Me volví a cansar e hice TAFAD (técnico superior en enseñanza y animación sociodeportiva). Más tarde me hice vigilante de seguridad nocturno, y pasé más miedo que vergüenza. Lo dejé y los fines de semana para ganar algo de pasta trabajaba haciendo extras en el campo de golf de Talavera en bodas y comuniones con el chef. Eso me fue llenando mucho. Tenía un amigo que trabajaba de jefe de cocina en un restaurante, y me dijo que fuera a echar una mano. Empecé a hacer ensaladas y de repente me gustaba muchísimo la cocina. Y de ahí mi madre me apuntó a MasterChef, fue un bombazo y todo se puso patas arriba”.
Carlos no proviene de esas sagas de grandes y tradicionales enganchados al arte de las recetas. No. En su familia los platos eran para comer y punto, sin alharacas. Su padre se largaba todos los días a vender jamones y lo que fuera en una furgoneta, lo que se llama vendedor ambulante, y su madre se iba con él. Luego, al nacer la prole, su mamá se quedaba con ellos, y la abuela Josefa. Él era un tragón, y cualquier plato lo agradecía. “Somos una familia humilde y los platos que se servían en casa de mis padres sobre todo eran de mucha legumbre, nunca faltaba el pan en la mesa. Había mucha caza, mi abuelo era guarda de un monte y había mucha liebre, mucha perdiz… No se me va a olvidar nunca el arroz con liebre que hacía mi abuela Josefa. Cuando estábamos en el monte hacía arroz con liebre para todos. También era espectacular un pisto que solía elaborar y al que añadíamos unos buenos huevos fritos. Espectacular”.
¿Qué te atrapó de la cocina?
No se qué me atrapó, pero me hace sentir muy a gusto, me hace sentirme en casa, como si no pasara el tiempo cuando estoy entre fogones. Me siento útil, que eso es muy importante. Como decía antes, nunca me sentía cómodo en ningún trabajo. Y con esto es diferente. Cuando desarrollo cualquier proyecto o plato, me encanta probar, estar. Esa ansiedad que tengo continúa cuando salgo del restaurante de estar de un lado para otro, ese estrés e inquietud… Es como una burbuja en la que entras y te evades de todo lo de tu alrededor y te focalizas en una sola cosa que es desarrollar platos, productos. Y aparte divertirse.
Ahora que tienes una estrella Michelin, ¿sería muy orgulloso decir que la culinaria es un arte?
La palabra arte tiene muchas vertientes. Pero si la definimos como que es una actividad estética, creativa y vital mediante la cual intentamos expresar ideas o conceptos, emociones… Simplemente la visión del mundo desde los ojos de un chef que quiere exponer su forma de ver él mismo. Entonces, si eso es arte, la cocina lo es sin duda. Tratamos de exponer, comunicar y expresar mediante la cocina. Pero tampoco me gusta encasillar. No me gusta encasillar que esta cocina lo es, pero la de al lado no. Estamos abiertos a que cada uno piense lo que quiera. Para mí la cocina está por el camino de la comunicación mediante la cual se expresan ideas, emociones y conceptos.
En 2016 te hiciste con una especie de nave cerca del río Tajo. Querías hacer cocina industrial pero al final te convencieron para montar un comedor como Dios manda. Los comienzos no fueron fáciles…
Creo que todos los negocios tienen su parte positiva y su parte negativa. Cuando montas un negocio propio, y no sólo un restaurante como Raíces, sino cualquier negocio que montes, se requiere mucha dedicación y sacrificio. Muchas horas de trabajo y llegar a casa y seguir pensando en ello. Un ‘nonstop’ de horas. Pero esos matices que a priori parecen negativos los debemos transformar en algo positivo. Porque al final es una cosa que te hace feliz, se aprende muchísimo y se disfruta de ello. Entonces en algunas ocasiones es magnífico y en otras todo es malo. A veces depende de cómo te levantes ese día. Todos tenemos problemas ajenos a la profesión. Mirándolo con perspectiva, las cosas buenas y las cosas malas sólo se definen de una manera, que es andar el camino. Si tú te fijas en cosas malas que te hayan pasado y las miras con perspectiva, dices “madre mía qué tonto”. Todo es aprender de las cosas malas y disfrutar de las buenas.
Imagino que no todo es tan bonito como en la foto…
Sin ninguna duda. En las fotos siempre intentamos plasmar la sensación de ‘somos indestructibles, somos inquebrantables’. Que va, hay días de todo tipo. El camino no es fácil. Me suelen decir: “Mira a donde has llegado”, y yo siempre digo que no hemos llegado, que esto está en continua ebullición. Seguimos andando el camino. Hay mucho estrés, muchas horas detrás, mucho sacrificio. Primas en muchas ocasiones el trabajo antes que tu vida personal. Discusiones entre compañeros… yo he dormido muchísimas noches en el restaurante. A veces estás harto, te vienes abajo. Hay momentos difíciles, pero hoy me he levantado con buen pie y tengo ganas de comerme el mundo.
¿Por qué MasterChef?
Soy muy incrédulo con los programas de televisión, directamente no la veo. Me apuntó mi madre. Me dijo: “Hijo, esto te va a venir fenomenal, vas a entrar”. No lo dudó en ningún momento. Pero me llamaron, fui pasando pruebas y de repente pues ahí estaba. Y dije: “¿Y ahora qué?”. Nunca me propuse montar un restaurante, para mí era una aventura más que terminó siendo parte de mi vida. No esperaba gran cosa, no me apunté con ilusión. No me planteaba ni ganar. Pero una vez pasan los días y vas pasando pruebas, entras en el juego.
De la televisión al Basque Culinary Center.
Es magnífico lo que he aprendido en MasterChef, lo que he hecho… Fue una magnífica experiencia sin ninguna duda. La mejor de mi vida no, pero una de ellas sí. Al fin y al cabo, es algo que me ha marcado, gracias a ella gané cierta visibilidad. En el País Vasco, en el Basque, aprendimos muchísimo con los profesores que teníamos, y más que nada conceptualizando lo que es la cocina, aprendiendo a cuestionarlo, que es lo más bonito de todo esto. Cada vez me doy más cuenta de que cuestionándome las cosas, menos sé y menos conozco. Pero no todo era bueno. Estábamos en una casa encerrados durante tres meses y se grababa durante muchísimas horas. Al final es un show y tiene que tener una parte televisiva, una parte gastronómica y hay que saber bailar al son de la música. Si crees que no es la música correcta, entonces te estás equivocando.
¿Cómo de te dio por subirte a un food truck a deambular por España?
Pues el futuro vino porque después de MasterChef hicimos otro programa que se llamaba Cocineros al volante, en el que íbamos recorriéndonos todo el país. Me gustó mucho el concepto de ir sirviendo comida más básica, pero de calidad, y en esa época también estaba de moda. El food truck tuvo un momento de boom en el que nos subimos al carro. Cuando acabamos con eso, teníamos lo que teníamos de dinero y no podíamos montar un restaurante, entonces nos compramos una furgoneta pequeña e intentamos volver a recorrernos España con ella, buscando eventos esporádicos. Y funcionó. Tenía alma por el hecho de que toda la vida nos habíamos dedicado a la venta deambulante, pero no de comida elaborada, sino de fresco por decirlo de alguna forma. Y era fusionar los dos conceptos.
¿Satisfacciones y agobios de ser un montaraz a cuatro ruedas?
Mirándolo a medio-largo plazo, puedo decir que fueron los mejores días de mi vida: ésos en los que he salido con el food truck, he vuelto una semana después, me lo he pasado bien en el camino. Íbamos en un rollo un poco más salvaje, dormíamos en campings, iba con personas de mi edad, vendíamos muchas hamburguesas y ganábamos bastante dinero. Además había muchísima cercanía con la gente. Pero claro, al final hacíamos muchísimos kilómetros para tratar de vender hamburguesas, no sabíamos cuánto tiempo íbamos a durar ni cuánto íbamos a vender. Puede que sí sea rentable, puede que no… pero al final son experiencias y cuando pienso en ello, sonrío.
¿Qué servíais a bordo de la ‘camioneta’?
Teníamos nuestra hamburguesa, una salvaje que hacíamos de ciervo y estaba buenísima. Teníamos otra hamburguesita de ternera también bastante rica, de cárnicas Otero. Y luego la crème de la crème, que era nuestro bao de carrillera de cerdo guisada con salsa teriyaki, lombarda encurtida, crujiente de cebolla y una mostaza de miso. Con ésta lo reventábamos siempre.
Tras tres años dando tumbos en esas carreteras te topas con un local y decides al final montar Raíces…
Nos fuimos asesorando y nos dijeron que un menú estando en Talavera no era buena idea, que era mejor un menú degustación. Y eso hicimos. Por eso digo que Raíces abrió sin ningún concepto y ninguna estructura gastronómica. Pero poco a poco se fue transformando en un restaurante, y tres años después qué sorpresa… Es algo increíble.
Cocina gamberra.
Cocina gamberra es un concepto. Realmente no existe una cocina a la cual la podamos denominar como cocina gamberra. Creo que era un concepto de vida más que gastronómico. Nos referimos al concepto de vida desarrollando la palabra cocina gamberra en el aspecto de que tres chicos jóvenes se compraban una camioneta, metían una cocina, hacían hamburguesas, salían un viernes y volvían el viernes siguiente. Durmiendo en campings, moviéndonos, conociendo a muchísima gente. Vendíamos como reyes. Moviéndote por toda España, sin leyes ni normas… Era un juego con el que disfrutábamos, ganábamos y lo pasábamos súper bien.
Raíces: ¿qué es?
La definimos principalmente en tradición. Es una cocina que se basa principalmente en productos de la tierra, en guisos de la tierra, unidos a conceptos y técnicas aplicadas del mundo. Absorbemos, no como punto de fusión sino como punto de unión salsas, técnicas que nos puedan aportar algo a nuestros platos. Digo como punto de rotura de fronteras a abrirnos al mundo, a aprender de él y la unión gastronómica y cultural de diferentes partes de este globo. Como hilo conductor es la tradición unida a puntos de vanguardia. Vanguardia entre comillas por el hecho de que no estamos creando nada, pero sí absorbemos esas técnicas que se crearon y que están al servicio de mejorar los platos, de un mayor rendimiento del producto. Y si esa vanguardia aporta algo la cogemos también y la llevamos a nuestros platos. Todo esto haciendo hincapié en nuestra tierra. No queremos un km cero como dogma sino como algo estructural.
La cocina asiática te vuelve loco…
Me gusta muchísimo, pero también otros tipos de cocina. Cada una es un mundo. Cogemos contrapuntos asiáticos, pero no nos centramos en ellos. También adquirimos toques mediterráneos, nórdicos, africanos, cogemos algún cacao sampaka de Guinea Ecuatorial… En general estoy enamorado de toda la cocina. No me ciega lo asiático, me ciega mi tierra.
¿Tu secreto para combinar esas texturas y sabores?
Nuestros platos parten de la base de que encierren una historia, un porqué. No añadimos cosas porque simplemente estén buenas o sea un buen producto. Tienen que contar algo más. Historia sólo hay una, pero según quien te la cuente la entenderá de una manera o de otra. Nuestros platos son de casa y estas técnicas, estas texturas y estos sabores de otros puntos del mundo tienen que estar al servicio de nuestro plato o arraigados a nuestro concepto. Talavera de la Reina está hermanada desde hace muchísimos años con Puebla de México, por la cerámica de allí. Es más, esas cerámicas se llaman talaveras. Pues tenemos un homenaje a ese lugar haciendo un mole poblano. Lo estructuramos con un producto de la tierra, con un pichón salvaje de aquí en temporada y lo ponemos con un mole y una flor manchega; la rebozamos en chiles, hacemos un almíbar, lo rebozamos en flores. El plato se ha hecho en Talavera, la vajilla se ha hecho allí, pero lo ha pintado un mejicano con los colores de Puebla. Y esa unión está tanto en el plato como en el propio producto.
Dos menús degustación y uno diario en los que refulgen (dependiendo de la temporada) una vieira con sopa de cocido, miso, morcilla y plancton; un atascaburras con huevas de arenque, bacalao con fina capa de ají, crestas de gallo y remolacha; o unas carillas hoisin… Tradición, sí, y vanguardia.
Cuando hablamos de vanguardia, hablamos de creatividad. Es distinción, es crear algo nuevo. La unión de varios factores artísticos, por decirlo de alguna forma. Ese cambio, esa nueva puesta a punto, esa nueva puesta en escena. Eso es a lo que podríamos denominar como vanguardia. Ir más allá. Es encontrar en la tradición puntos erróneos o fallos técnicos o de composición que les llevarían a la a la desaparición, debido a la evolución, a la globalización o a la evolución de los cambios que se producen año tras año. Y antes de llevar esa tradición a la desaparición hay que buscar puntos vanguardistas, hay que buscar cosas nuevas, hay que crear, para que eso continúe, para que evolucione, para crear algo nuevo que le aporte, para que esa tradición sí que continúe. Lo vemos de alguna forma en la cerámica de Talavera de la Reina: tuvo un punto en el que se estancó debido a la nueva vanguardia. Pero a día de hoy está pasada de moda, y hay que hacer algo para que esa cerámica se quede y evolucione, para que se hagan nuevos conceptos con ella.
Por cierto, ¿cuántas piezas de esa cerámica de Talavera de la Reina tienes?
Mogollón. Tengo el primer mural que es el de centro cerámico, tengo tres murales de Adeva, toda la decoración gira en torno a la cerámica, toda la vajilla la hemos hecho nosotros. Tengo un postre que se llama Chuches que está dedicado a mi hijo, en el que ha plasmado él sus manos en el lienzo. Todo el menú juega con eso. Tengo veintitantas piezas diseñadas por mí y creadas por un artesano magnífico. También tenemos cosas muy tradicionales y antiquísimas expuestas en los mostradores.
Aparte de esas piezas, creo que tus orejas tienen otras…
Desde los 12 o 13 años me puse mis pendientes. Era la moda, qué te voy a decir… Chico malote, ese concepto de creerte guay. Ahora tengo 31 años y sigo teniendo las orejas agujereadas. No me veo sin ellos y los mantengo.
Hoy no hablamos de la pandemia, sino de tus premios…
Es como todo, parte del camino. Sí que son reconocimientos que te ayudan para seguir remando. Te dan visibilidad, ganas, unen más al equipo… pero yo creo que el mayor reconocimiento es ser feliz andándolo. Lo otro no son objetivos, son consecuencias. ¿Con cuál me quedaría? Con el que empezó todo, que es el de MasterChef. Para mi vida marcó un antes y un después. Una estrella Michelin, inimaginable. Nunca, jamás me lo he podido creer, y aún no me lo creo. La tengo aquí delante y no soy consciente de lo que tengo aquí. Pero el mayor premio es mi hijo, mi familia, mi equipo y el aguante de todos ellos, y que remen conmigo.