Candela tenía tres meses cuando sus padres abrieron un bar en Gavá. Corría el año 1974 y, mientras ella empezaba a gatear, Pepa y Antonio levantaban un pequeño negocio al que años después la gente peregrinaría para comer los platillos que hacía su madre y porque allí tenían eso que hoy conocemos como ‘buen producto’: las mejores anchoas, las famosas gambas de Palamós o una ensaladilla rusa de campeonato. “La gente hacía kilómetros para comer allí porque aquella señora cocinaba que daba gusto. Mi madre es un sueño de tía”. O, como suele decirle su amiga íntima, la bailarina Helena Martín, sobre Pepa: “Tiene las manos rotas de lo rico que le sale todo”.
Desde aquel bar a hoy, ha llovido mucho. Pero estamos en primavera, en Madrid, en un bar de Malasaña al que Candela llega como una exhalación, dando saltitos con sus plataformas, pizpireta, menuda y enérgica, y con dos botellas de vino bajo el brazo: una para una servidora y la otra para nuestra redactora de vídeo. Lo hace porque el día anterior olvidó que teníamos una cita y pide perdón mil veces, porque ella es puntual y cumplidora, pero a veces pasa que la vida nos desborda y más a una mujer que cría en solitario a un niño y que lo mismo cumple con la promoción de su última serie, trata de levantar la suya propia, va a la tele o pone una denuncia en comisaría por sufrir acoso en redes. Sentada frente a una botella de agua con gas, relata atropelladamente éstas y otra decena de cosas que le acontecen al tiempo que despacha a cada vendedor ambulante –que son muchos– con educación y tacto. Después, vuelve la metralleta: Gordi, Meri, maricón… son algunas de sus expresiones habituales, sumadas a “es una fantasía” o “un sueño”.
Pero para sueños, los suyos. Candela ha conseguido en los últimos años alcanzar un inusitado momento de gloria gracias a sus trabajos más recientes, como la película de Icíar Bollaín La boda de Rosa; la serie Hierro (Movistar+) –que ha conseguido ser la más vista de la plataforma por delante de Juego de tronos– o su colaboración en el programa La Resistencia, junto a David Broncano, para ella La Davi. Y ahora, a partir del 18 de junio, la veremos en la nueva serie de Movistar+ Maricón perdido, una suerte de autobiografía ficcionada de Bob Pop en la que ella interpreta a La Madre. Y recalcamos las mayúsculas porque ya anticipamos que ese personaje es de los que van a marcar un antes y un después en el imaginario colectivo.
“La Madre es lo más lejos que he llegado como actriz”, dice sin falsa modestia refiriéndose a uno de los ejes sobre los que pivota parte del dolor del protagonista en una historia cruda, tierna y divertida a partes iguales. “Y mira que tardé en aceptar el proyecto”, dice al relatar cómo Xen Subirats, productor ejecutivo de El Terrat y su ‘jefe’ en La Resistencia, le insistía para que leyera el guion de la serie. Candela explica en este punto tener ciertos reparos con adherirse a causas sólo porque sí. “No soy muy de pandillas, hay cosas que no me van. Y hay un punto de reivindicación gay que no sé si viene a cuento. Mal lo pasaron Bambino, Antonio el Bailarín, el Titi, con Libérate… pero cuando leí esta historia no lo dudé y les dije: ‘Me quiero pegar un viaje’. Y no sé quién es la madre de Bob ni lo quiero saber, pero quiero construir a la madre que lo ha esclerotizado en esa silla, quiero ser la que lo enferma, quiero ser una madre enferma mental del hijo”. Así que pidió tres días para preparar el personaje que ella quería: escogió un maquillaje, un peinado, una manera de vestirse y de caminar y hasta una voz específica que la han transformado por completo. “Recuerdo que cuando saqué a esa mujer ante Bob Pop y Berto Romero, aquello era como Got Talent. Berto me preguntó que, de todas las madres del universo, por qué cojones había decidido hacer ésta. Pero yo creo que es precisamente lo que nos diferencia a los actores. De todas las cajeras de El Corte Inglés yo escojo a una. Y lo que me diferencia de otra actriz es la que ella elige”.
La historia le atrapó, pero Candela, además, puso toda su alma en el proyecto. “Bueno, y evidentemente tenía que tener a Bob para darme el sí. Y me lo dio. Bob es lo mejor que me ha pasado en la vida como actriz”. ¿Y su madre real, sabe si tenía algo que ver? “No lo sé, ni se lo he preguntado. Pero estaba en su texto. Y con ese texto yo le he dado forma a esa señora. He querido hacer el mal… pero el mal que parece bien. La Madre es una de esas personas tan egocéntricas que cree que lo mejor que tiene ese hijo es a ella”. Tras este disparo, Candela respira: “Tampoco creo que a Bob le parezca mal, porque esta historia es la ficción de su vida y cómo la recuerda, cómo él quiere contar su verdad. Ahora, ya te digo que creo que esta madre me va a dar muchas alegrías”.
En este momento de subidón, Candela no olvida mantener los pies en la tierra. Ella es de las que no se callan. No lo ha hecho nunca, pero ahora mucho menos: “Hemos llegado a un punto, sobre todo después de la pandemia, en el que creo que deberíamos decir más la verdad. A mí se me castiga por ser demasiado… no sé si fuerte o contundente. Pero yo no soy fuerte, no soy nada. Lo único que soy es una persona rotunda, pasional y que prefiero decir las cosas”. Y apunta algo que lo explica: “Vengo de una madre timidísima, de una familia de siete chicas y siete chicos a los que nunca dejaron hablar. Y ella se dijo: ‘Si un día tengo un hijo, le dejaré hablar’. Así que a mí me han dejado hablar y eso no quiere decir que mi opinión valga más la pena que la de nadie, sólo que quiero que me dejen hablar. Y sobre todo que no me juzguen por que hable”.
Candela está que arde
La pandemia también le ha pasado su factura. Pese a que pasó unos meses confinada en la idílica isla de Hierro, donde le pilló rodando la segunda parte de la serie en la
que da vida a la jueza Montes, no todo resultó tan fácil como esperaba. “Hoy hay quien me tacha de problemática…”, se lamenta. “Y sólo porque hablo. ¡Es un rollo!”, y explica con detalles los contratiempos de un rodaje en que ella se sintió poco escuchada. No le permitieron leer el guion de la temporada completa. “Creo que para un actor es importante saber de dónde viene y adónde va”, dice. Pasó meses encerrada en una casa con el hombro roto y sin comida: “Me vi comiendo lo que había en aquel huerto: una sandía, un pimiento y con esto la gente se ríe, pero no me han dejado tampoco que lo contara”; y en eso se muere su gran amiga, Rosa María Sardá, a lo que añadió una profunda tristeza.
Cuando volvieron a trabajar, pesaba 12 kilos menos: “En la serie hay veces que yo entro al juzgado con la cara como una pandereta y salgo anoréxica y la gente no dice nada, ¿sabes?”. Candela hace estallar su desencanto: “No te voy a mentir, no lo pasé bien. Siempre he trabajado haciendo lo mejor que puedo. Fíjate yo, qué inocente, que pienso que la vida es un frisbee: que lo bueno te vuelve, pero a mí me vuelve sólo la caca”.
Candela cuenta ésta y otras cosas como lo hace en La Resistencia. De una manera espontánea y divertida, sin filtro ni guion. “Ayer otro amigo director me decía: ‘Ay, Candela, no digas esto… que van a pensar que eres muy impulsiva. Y yo digo, no lo van a pensar: ¡es que soy impulsiva! Pero ¿qué tiene de malo hablar? No lo capto”. Pese a ese tono almodovariano que emplea y que provoca fascinación en la audiencia, su reivindicación es profunda, nada banal: “Creo que es el momento de decir la verdad. Vivimos la cultura del bienquedismo, de si estás enferma, no lo digas; de si el niño es subnormal, déjalo en casa. ¡Parece que vivimos en los años 30! Oye, que en mi pueblo una señora tuvo un niño retrasado y no lo ha sacado en la vida a la calle para la vergüenza de la comunidad. A mí la comunidad no me da vergüenza”.
En el extremo opuesto, también dice que nadie le impresiona. “Bueno –recapacita–, me impresiona la gente culta, la gente con talento, las buenas personas. Pero impresionarme como cuando yo era chica y me volvía loca con no sé quién que llevaba no sé qué camisa, porque tenía yo como un complejo… pues ya no. Si soy un truño para la gente, me parece una fantasía. Pero que tampoco venga nadie a contarme que es más que nadie porque ya veo que no”.
En este punto, un individuo se acerca a la mesa a presentarse educadamente ante Candela. Se llama Federico García, le dice que es gloriosa e invita a las consumiciones. Candela se emociona y aplaude lo que ella llama “la bondad del desconocido”. Le pregunto si es consciente de la atención que despierta, si le afecta la popularidad: “Pues no, no estoy siendo muy consciente. El otro día La Davi [Broncano] me preguntó lo mismo, si era consciente de mi figura. Y pensé, ¿cómo no voy a ser consciente de mi figura? ¡Si no como desde mayo del año pasado!”, y estalla en carcajadas.
Luego explica que vive en un barrio en las afueras, donde su rutina es la de una persona normal, con gente normal, que sigue viajando en metro, que va al parque con su hijo o le lleva al colegio. Aunque después reconoce percibir cambios en otros detalles: “He pasado de que María Escoté no me preste un vestido de lunaritos a que Fendi me deje ropa. Esas tontadas. Pero también ¡es tan injusto! –suspira–. Porque cuando tú no tienes un duro y estás en un mal momento, lo bien que te vendría que te echarán un poquito de cuenta… Y cuando uno más posibilidades tiene de acceder a todo, todo quiere acceder a ti. Y eso es una mierda”.
La vida de bar
Candela tiene ese don de gentes que le ha otorgado haberse criado entre personas de lo más dispar. “Yo eché los dientes en un bar”, bromea. La curiosidad de una niña que, entre el colegio y sus clases de baile, vivía observando el ritual de su madre al cocinar. “Soy una loca de la ensaladilla rusa, y hago rutas para ver dónde está la más rica. Porque con mi madre he pasado toda la vida viendo cómo el viernes por la noche se ponía a pelar las patatas, la zanahoria, la judía… lo dejaba toda la noche esperando que se atemperara y cocía los huevos. Y, a la mañana siguiente, mi tía hacía la ensaladilla. ¡Es que soy hija de bar!”. Lo cuenta orgullosa: “Habrá niños que, si sus padres eran escaladores, tendrán un control de la naturaleza brutal… Pero yo he tenido la suerte de que, desde chica, me han llevado a comer los mejores percebes de no sé dónde, o ir a Palamós porque la gamba es no sé cuántos, o esa anchoa es de cero barras, que si la ostra ha de ser de no sé cuántas flores. Vaya, todo esto lo controlo y soy capaz de distinguir si el percebe es de Marruecos o de Galicia. Y eso me da mucha alegría”.
La pequeña Candela, cuando todavía era Pilar –su nombre en el DNI es María del Pilar Peña–, también le debe a aquel garito –“pijo”, matiza la actriz– haber convivido con la parroquia. De vez en cuando, se reúne con dos colegas actores con los que tiene en común ese origen, Raúl Arévalo y Pepón Nieto. “En los bares a veces ves cosas que no son propias de tu edad. Mi padre me decía: acompáñame a llevar al señor Pepe a su casa, que este hombre ha bebido, ha llovido y no se lo vaya a llevar la riera. Y yo iba de chica acompañando a ese señor con una tajá como un piano saltando por la riera. O aquellos traficantes que venían, porque en la zona de Gavá es donde se distribuía parte del hachís del Bajo Llobregat y yo sabía que aquella gente era traficante, pero los admiraba y me parecían gente fantasía. Porque todo era desde la perspectiva de una niña, que tú qué sabes lo que es nada. Y mi hijo se llama Román por el señor que trabajaba en el Banco central, que fumaba en pipa y bebía en copa de balón y me ayudaba a hacer las matemáticas. Y a mí todo eso me lo ha dado el bar. Es una ventana abierta, un micromundo”.
De aquel tiempo pasado que cerró un capítulo el día que falleció su padre, hoy guarda mil recuerdos y aromas. Muchos de parte de la familia materna, ésa de la que aprendió a coger huevos del altillo de la casa, donde aún tenían gallinas y conejos. “Mis abuelos eran los guardeses de una súper finca en Murcia, en Caravaca de la Cruz, donde criaron a sus 14 hijos. Así que mi madre viene de ese campo, de las matanzas, de los dulces y el pan que hacía mi abuela o los embutidos… Esa gente sabía hacer de todo, desde un pan a un salchichón. Y saben a qué huele la sangre de la matanza. Eso a los veganos no se lo podemos decir, pero es que en mi familia o comían eso o no comían. Yo vengo un poco más del paleolítico”, remata.
Así, en su casa ha vivido una devoción por la comida auténtica, ni un procesado, ni una chuchería. “Yo he comido divinamente toda mi vida, y sólo empecé a comer mal cuando me fui de casa. Cuando llegué a Madrid descubrí una marca de yogures que en Cataluña no había y que eran un espanto, que se llamaba Clesa de vainilla, y las galletas Campurrianas, que eran una cosa tremenda… así que engordé 10 kilos. Cuando mi madre me vio, me dijo, no vuelvas hasta que adelgaces. Ella, que no ha comprado una galleta en la vida”.
Pero ante el estigma que padecen muchas personas con sobrepeso y la dictadura del peso ideal –un tema que también se toca en la serie Maricón perdido–, Candela quiere ser
justa: “En mi caso, esa condena no se la voy a echar a la sociedad. Reconozco que a mí la belleza me epata. Soy muy admiradora de la belleza, pero no sólo en una persona, ya sea Laura Ponte o Jon Kortajarena, también ante un cuadro en el Thyssen. Y sé que eso Dios no me lo va a dar, pero ya estoy muy reconciliada conmigo: soy lo que soy y gloria bendita. Pero lo de estar más o menos estofada me viene de mis padres, a él le gustaban delgaditas y mi madre pesa lo mismo que cuando se casó. Y yo salí de buen comer”.
Kilos y verdades
Ahora, con los kilos perdidos el pasado verano –“salí como si hubiera estado en Supervivientes”, bromea–, dice que, ya puesta, procura mantenerse: “Tampoco te voy a mentir, me preocupa lo justo pero por esas tonterías de las chicas, que si le quiero gustar a un muchacho prefiero verme bien en un vaquero. Aunque como actriz ya he demostrado que me la suda salir fea. Pero más allá de eso, un rodaje son muchas horas y yo tengo que estar fuerte. Y estar fuerte requiere alimentarte bien y cuidarte. Y entrenar, porque tengo una hernia de disco, se me rompió el supraespinoso… no puedo pararme. Y tengo un niño de nueve años… tengo que estar fuerte”.
Sin embargo hay algo que no quiere dejar pasar por alto, y se refiere a ese canon de belleza impuesto, en parte, por las revistas femeninas. Por algo que le indigna especialmente: “Que no haya espacio para la gente a la que le sobran kilos en esas revistas que abanderan mujeres, no lo entiendo, porque no todas pesan 40… Y yo me pregunto si no tendrán hijas. Que a lo mejor te sales estofaíta, entonces ¿qué haces, la tiras? A la que tú no querrías poner en una foto en tu revista ¿no la vas a querer?”. Por eso, Candela anda ahora tratando de sacar adelante una serie escrita por ella, Puerto y Camino. Una ficción que protagonizan mujeres: una directora de un medio deportivo y otra de una revista femenina, escrita para ella y la actriz Pilar Castro, con Isabel Coixet en la producción. Aunque aún habrá que esperar un poco para que vea la luz –“La Coixet dice que vamos a cambiar la historia de las series”–, entretanto Candela se deja la piel en reuniones y gestiones para sacar adelante el proyecto. Una historia de mujeres que hablan como hablan las mujeres. “Mira, soy madre soltera, ¿tú sabes lo difícil que es ser madre sola? Yo he salido adelante gracias a Pilar, Sonia, Carmen, Silene…”, enumera. “Las tías me han ayudado. La sororidad”.
Y en su particular manifiesto feminista, como suele hacer, Candela no se casa ni con todos ni con nadie, y saca una lanza a favor de los hombres. “Hace poco Ana Patricia Botín contaba que, en una reunión de jefazos de la economía mundial, de 100 personas sólo eran tres mujeres… Y ella que dice que se ríen cuando dice que es feminista. Será por sus ideas… o por su dinero. Pero lo que venía a decir esta señora es que en esa tesitura no te puedes poner en contra de 97. ¡Haz pandilla y convence a los 97!”, alega. “Además, yo he parido a un hombre y tengo una responsabilidad enorme. Ya intentaré que mi hijo esté en la horquilla de gente buenísima”.
Porque Candela, pese a sus protestas, su aparente indignación o sus verdades como puños, es ese tipo de personas que empatizan con la gente. Durante la charla, con unas diez interrupciones en una hora, la actriz no ha mostrado en ningún momento irritación ni cansancio, sino más bien lo contrario, educada y cariñosa responde con simpatía al que trata de venderle unas gafas o a quien la confunde con una empleada del bar –“¿Lo ves? Ya soy como del barrio”, bromea– y hasta se ofrece a cuidar a las niñas de la redactora de vídeo. Y no son falsas promesas. “A medida que me hago más grande yo creo que el saber es lo que más libre nos hace. Así que tenemos que saber mucho, escuchar mucho y respetar mucho. Yo no soy nadie ni nada, pero que tampoco nos aleccionen ni nos manipulen. Hace poco leí algo precioso de un antropólogo reclamando que deberíamos cuidarnos más entre todos… y no puedo estar más de acuerdo. No sé cómo decirte, tú vas a un baño y hay una papelera, ¿por qué hay gente que tira los papeles fuera? Punto uno: antes de que tú llegases ha venido uno a limpiar. Punto dos: después de ti va a entrar alguien a limpiar. Ahí es donde se ve cómo es la gente, cuando no te miran. Por eso no entiendo el malaje de la gente. ¡Ponte en el lugar del otro!”.
Estilismo: Anaïs Ibáñez; Asistente de estilismo: Claudia Laukamp; Asistente de Foto: Edu Orozco; Set Designer: Víctor Heras; Asistente Set Designer: Estefanía González; Make Up: Iván Gómez; Asistente Make Up: Paola García; Postproducción: Alba Nieto.