Los callos son para toda la vida, y ser callero –que no callista– conlleva hacer hueco, sí o sí, para comerlos, sacrificar el postre o que incluso ellos sean el mejor postre. Tal es la pasión que, cuando el frío aprieta, sus fanáticos comienzan a llenar las mesas de lugares emblemáticos como El Mesón de Doña Filo en Madrid, Venta Moncalvillo en La Rioja o el Asador de Abel en Asturias.
Del latín callum, es un alimento que impregnó nuestra cultura allá por el siglo XVI, cuando se preparaba, sobre todo, en los figones o en las tabernas ubicadas en las proximidades de los mercados. Es una receta tan nuestra que incluso ha hecho varios cameos en la literatura española, como en Asesinato en el Comité Central, de Manuel Vázquez Montalbán, quien asigna a Leveder aquello de que “el mejor caviar es iraní y los mejores callos, los de Lhardy”. Precisamente en Lhardy le gustaba comerlos a Isabel II y a medio Madrid, y es que ya lo escribió Azorín: “Es imposible imaginar Madrid sin Lhardy”, y sin los callos a la madrileña.
Sin embargo, darse un paseo por la Península es darse cuenta de que cada comunidad los ha hecho suyos, a su manera. Así, en Andalucía, sobre todo en Sevilla y Cádiz, se come el menudo, que no es otra cosa que callos con garbanzos. Más al norte, en Galicia, se acompañan también de garbanzos y se aderezan con pimentón y comino. O en Asturias, una de las comunidades con más tradición callera, donde se identifican por un corte más pequeño.
En Madrid, Javi Estévez hizo historia con su restaurante La Tasquería, dedicado por entero a la casquería, y galardonado con una estrella Michelin en 2018. Como el propio Javi afirma, “intentamos ofrecer casquería para gente a la que no le gusta. Ese es nuestro lema”. Sus callos son, sin duda, el plato que más se pide, llegando a preparar entre 45 y 50 kilos semanales. En su caso, la pata y el morro tienen más protagonismo que el callo, y añaden, además de jamón, tendones de ternera.
Salir de nuestras fronteras supone toparse con culturas, unas cercanas y otras más exóticas, que integran las recetas de casquería en su contexto histórico. Como ejemplo, en Francia son grandes amantes de las tripas, y así lo prueban recetas como las tripes à la provençale, con vino blanco, tomates, pimientos rojos dulces y zanahorias; à la bretonne, cocidos con cebolla, mantequilla con sal y pimienta negra; o à la mode de Caen, una receta gala en la que se cuecen con verduras y especias, y que a comienzos del siglo XIX sustituyó en Madrid a la de los callos a la madrileña, cuando la moda de comportarse, vestir y hablar a la francesa invadió la capital.
En la bella Italia se ha comido y se come trippa durante todo el año. Pasear por Florencia supone rendirse al panino con lampredotto, un plato típico de la Toscana que se sirve en bocadillo, o a la trippa alla fiorentina, elaborada con salsa de tomate y otras verduras. En las casas romanas, sobre todo entre semana, se come trippa alla romana, con vino tinto, tomates y menta. Y más al sur, en Calabria, se cocina la trippa alla calabrese, hecha con tomate, patata y nduja de Spilinga, un embutido picante compuesto de carne de cerdo y mucho pimentón.
Pero si hay una cultura profundamente ‘callera’, esa es la china, donde los callos son un ingrediente que se cree beneficioso para el buen funcionamiento intestinal. Nieves Ye, propietaria del restaurante Don Lay, nos cuenta que el consumo de casquería es nacional, y como ocurre en España, la forma de prepararla varía según la provincia. En Zhejiang, la zona de donde ella proviene, ubicada al este del país y frente a Taiwán, preparan los callos de forma más ligera con ingredientes que ayudan a eliminar la humedad del cuerpo: los rehogan con muchas hierbas y les añaden pimienta negra tostada, jengibre y ginseng. Sin embargo, en la provincia de Cantón, buscan mucho el sabor y, por ello, utilizan salsa de ostras, de soja, vino de arroz, salsa hoisin y un punto más picante. Porque los callos son así, internacionales, versátiles y tabernarios.