Necesario, como todo lo que incomoda, fue el genio del séptimo arte para la industria norteamericana del cine. Hay relaciones en las que, por más que uno se empeñe en hacerlas funcionar, no hay nada que hacer. Más todavía cuando una de las partes no tiene ni la más mínima intención de hacer brotar el amor. No hubo propósito, de manera que tampoco hubo idilio. Aunque lejos de dar por terminado aquí el no affair entre Hollywood y Billy Wilder (Sucha Beskidzka, Polonia, 1906 – California, EE UU, 2002), sus vidas estuvieron unidas durante 47 largos años. El final, que lo hubo, llegó más tarde, cuando uno ya había conseguido su objetivo y dejarse ganar no era, ni mucho menos, una derrota.
Como todas las historias, el comienzo es siempre la parte más importante de la narrativa. Entender las razones ayuda a comprender los hechos y, muy probablemente, los futuros rencores contados con el paso del tiempo – en el caso de que los haya, y, entre estos dos amantes, sí los hubo–.
No fue fácil la vida que le tocó vivir a Samuel (para los cinéfilos Billy) Wilder. Nació el 22 de junio de 1906 en la ciudad polaca de Sucha, que entonces formaba parte del Imperio austrohúngaro. Cualquiera que tenga un mínimo de noción histórica puede hacerse una idea de lo que su nacionalidad y época supusieron para su familia.
Ocurrió lo imaginable: una madre muerta en el campo de concentración de Auschwitz, una infancia vienesa más desgraciada que digna y una juventud huidiza de la presencia nazi con nuevos comienzos en París, donde su afición por el jazz y el western le hicieron moldear las bases de lo que más tarde sería: un alquimista de las disciplinas artísticas.
Puede que su primaria carta de presentación no fuera la deseada, pero fue la que protagonizó. A partir de ahí, los deseos de llegar a ser algo más que un joven dando bandazos para salvarse de la condena de su raza fueron el encabezado de una historia por contar. Y no fue en Europa donde se fraguó este cuento, sino en Estados Unidos, donde el hambre se postuló como su único compañero de aventuras, el idioma le fue desconocido y el sistema, otra mierda con la que lidiar.
La mala digestión
Lo bueno de conocer el caos es que ya reconoces su presencia mucho antes de tenerlo encima. Y un novato Billy Wilder de los rodajes supo darse cuenta de los años de sometimiento que le esperaban por delante si se dejaba embaucar por el yugo de una industria que obligaba a producir bajo su propio guión.
Demasiado joven para dejarse manipular, pero demasiado difícil para sobrevivir. Vivir de sus películas fue el primer sueño de Wilder; entretener al público, la razón de ese primer deseo. Si durante 90 minutos alguien conseguía olvidar con qué dinero llenaría la nevera, su trabajo ya habría merecido la pena. Y tuvo claro que esto no lo conseguiría siguiendo los pasos de su colega de profesión, que no amigo, Alfred Hitchcock: haciendo siempre la misma película. Esta negativa de pensamiento anticipa la no buena relación entre ambos directores, quienes sin profesarse nunca mutuamente una voz más alta que la otra, Wilder siempre se mostró muy crítico con quienes se manifestaron a gusto con un sistema que poco favor hacia a la libertad de expresión.
«Si durante 90 minutos alguien conseguía olvidar con qué dinero llenaría la nevera, para Wilder su trabajo ya habría merecido la pena».
En el otro extremo estaba Ernst Lubitsch, a quien tomó como maestro y ejemplo a seguir dentro de la misma disciplina. Preguntarse ‘cómo lo haría Lubitsch’ a cada paso que daba en su profesión era el ‘cómo lo haría Wilder’ de los directores de ahora. La respuesta siempre sería la misma: bien. Wilder lo haría bien. Esto resume qué fue el mentor para el discípulo.
Pisando los talones del gurú, el genio de Wilder se fue forjando bajo la estela de una sociedad que aplaudía todo lo que creaba, tanto como guionista en la Paramount como director. Así llegaron Cinco tumbas al Cairo (1943), Perdición (1944), Días sin huella (1945) y la monumental El crepúsculo de los dioses (1950).
Un bagaje que le hizo tornar el argumento de sus próximas películas en una réplica de su carácter, cada vez más cáustico, cínico y mordaz. Porque lo importante, siempre, es no fallarse a uno mismo. Con la mirada inquisitiva encima de un Hollywood tradicional, la estrella del cine fue alternando guiones ácidos con películas de argumento moderado para que la Academia viera en su currículum una de cal y otra de arena.
El Billy Wilder que ensalzaba un nuevo cine en una película, calmaba los ánimos en la siguiente. El gran carnaval (1951) bien podría considerarse como la primera mala digestión para Hollywood, al retratar con transparencia el componente oscuro de la humanidad y la tragedia cómica del hombre común. Esto mismo replicó casi una década después en El apartamento (1960), considerada obra maestra del cine, en general, y de Billy Wilder, en particular–en 1994 la película fue calificada como “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos y seleccionada para su preservación en el National Film Regestry–.
Si hay un guión más salvajemente ingenioso y dotado de un humorismo deliberado, con golpes visuales y narrativa virtuosa, ésa es la cinta que Shirley McLaine y Jack Lemmon protagonizaron dentro y fuera del apartamento más demandado de todo el Upper West Side del siglo XX, bajo la batuta del director. El genio retrató sin temblor alguno la debilidad del ser humano a la vez que denunció las falsas apariencias y los sueños rotos de una Norteamérica con más pájaros en la cabeza que sentido común.
Esto fue lo que quiso poner de manifiesto con la película: el cine no es la realidad, es sólo una forma de evadirse de lo desagradable que puede llegar a ser la vida diaria. Tampoco es una mentira, pero sí una quimera.
Si algo hizo Wilder fue contar historias (y las contó muy bien). Puestos a rebelarse, también lo hizo contra esos guiones que no había quien se creyera. Si en la vida se sucedían diariamente todo tipo de tretas y actos desleales, el cine también tenía que tener un poco de eso. Por ello, puso en tela de juicio el funcionamiento del sistema judicial estadounidense (Testigo de cargo, 1957), sacó a la sociedad norteamericana del traje de novicia en el que parecía vivir (Con faldas y a lo loco, 1959) o puso sobre la mesa las mentiras que esconde el periodismo (Primera plana, 1974), entre otras denuncias.
Una evolución que pasó de argumentos tristes, dicen los críticos que muy fieles al estado de ánimo constante del director, a películas divertidas cuando Wilder se dio cuenta de que el público sólo demandaba algo tan simple como reírse de sus propias desgracias. Coge lo que odias, lo que desprecias, y dale un toque de humor. Cuando descubrió la receta mágica, los aplausos en las salas fueron más sonoros, los vítores más seguidos y los titulares más esperanzadores para una industria que parecía estar sumida en el eterno día de la marmota.
Sus colegas hacían buen cine, pero ni un giro de los acontecimientos sacaría a cada director de su nicho. Así fue como Wilder se convirtió en una corriente, la ‘wilderiana’.
«Soy Billy Wilder. Soy Dios»
Puede que él nunca volviera a casa, pero su fama sí lo hizo. Su nombre traspasó continentes, cruzó océanos y despertó el interés de directores como Fernando Trueba. El español se hizo eco de su valía y acabó por convertirse en otro admirador más de sus películas, argumentos y, sobre todo, mentalidad puesta al servicio de unas horas de espectáculo.
Con una fama ya consolidada, la leyenda y la propia voz de Trueba contaron una vez que, al descolgar el aparato, al otro lado de la línea telefónica se encontraba un ya mayor Billy Wilder, que respondía a la pregunta ‘quién es’ con un seco y seguro ‘soy Dios’. Y lo fue. Al menos, en el séptimo arte.
«Fue alternando guiones ácidos con argumentos moderados para que la Academia viera en su currículum una de cal y otra de arena».
No hubo cartelera que no contara con un plato principal firmado por él. Su éxito lo consiguió solo, si no contamos que la elección de sus actores no fue dejada al azar. En Jack Lemmon vio el fiel reflejo del hombre común y vulgar; en Walter Matthau, su contrapunto más impresentable; en Marilyn Monroe, la seducción física y la atracción mental; en Audrey Hepburn, la fragilidad fortalecida; en Gary Cooper, el aplauso fácil; en Humphrey Bogart, la soberbia poco disimulada; en Shirley McLaine, la promesa más rentable.
Sin embargo, fue amigo de todos ellos. Su humor desgarrador, que se fue acentuando con los años, le llevó a pronunciar frases tan duras como: “No es verdad que todos mis actores acaben dándose a la bebida. Muchos sólo sufren infartos. Yo no sufro infartos, los provoco” (que se lo digan a los académicos), una reflexión que exteriorizó cuando en una entrevista le pidieron justificar el argumento de Días sin huella, que no era otro que la descripción de la bajada a los infiernos de un personaje a causa del alcoholismo. Algo que aseguró poder ser fácilmente extrapolable a la realidad dadas las extremas situaciones –morales la mayoría de las veces– a las que exponía a sus actores al pedirles que dieran vida a personalidades cuestionables desde el punto de vista humano. Lo fácil era salir del set de rodaje y echarse a los bares para olvidar. Y muchos de ellos era la que hacían.
Fuera de carta
Lo importante del dolor, dijo, no suele ser simplemente que se acumula. Eso es un hecho. La cuestión es saber dónde se amontona y cómo procesarlo para que pase. Un hueso duro de roer y un mal trago fue para él todo el tiempo que invirtió en pelearse con la censura.
Su espíritu provocador hizo que siempre estuviera a vueltas con las leyes que le permitían (o no) hacer películas. Además de todas las reivindicaciones mencionadas y de poner la cara colorada a la industria cinematográfica estadounidense en más de una ocasión, llevó a la palestra temas tabúes hasta la fecha, como el adulterio, el cuestionamiento de la moral sexual (La tentación vive arriba, 1955), la prostitución (Irma la dulce, 1963) o la crítica sin piedad al comunismo, pero también al capitalismo (Un, dos, tres, 1961) valiéndose de una historia con la empresa Coca-Cola de fondo y un ideal de estilo de vida americano, cuento de hadas de muchas familias.
Su éxito fue traduciéndose en una mayor licencia de libertad y libertinaje en sus guiones, algo que empezó a no gustar a la crítica, tampoco a la Academia, y tuvo que luchar contra la censura.
Se movió por la industria sin el filtro que requiere una supervivencia en el sector y se permitió todo tipo de licencias para la época, como el trato femenino que el cine daba a la mujer. Utilizó a Marilyn Monroe –de quien dijo que se habían escrito más libros sobre ella que de la II Guerra Mundial, teniendo algo que ver ambas, sobre todo, en la idea del infierno; las dos lo fueron, pero sólo una fue necesaria– para hablar de ello y reivindicarse como uno de los primeros directores de Hollywood en reflejar los cambios sociales y culturales en lo relativo a la emancipación femenina.
Sus preferencias no siempre gustaron y su obsesiva obstinación en dar voz a lo que los demás enmudecían, le llevó a dar al público novedad y ofrecer un sinfín de platos que bien podrían constituir el ‘fuera de carta’ de un restaurante: los preparados con ingredientes de temporada, frescos, que se recuerdan y te dejan con ganas de más y que, claro, nada tienen que ver con las croquetas que uno siempre encuentra en el listado escrito a mano y plastificado que un restaurante te lanza sobre la mesa nada más sentarte y nada más pedir algo para empapar el vino.
Si Hitchcock fue los calamares a la romana del bar de la esquina, él quiso ser las trompetas de la muerte de un estrella Michelin. Y así fue como él mismo firmó su sentencia de muerte, la misma que llegó en 1981, cuando el responsable de 60 guiones, 26 filmes y 21 nominaciones a los Oscar (de las cuales obtuvo seis estatuillas), rodó su última película.
Se despidió de los focos con Aquí, un amigo–con sus dos amuletos en los papeles protagonistas, Lemmon y Matthau–, tras el poco éxito de taquilla y una crítica centrada exclusivamente en desbancar a quien años atrás ensalzó. Molestó demasiado. Silenciar su mente avanzada a la época fue un objetivo que, a priori, consiguieron.
Murió en 2002, pero del cine se marchó mucho antes. Odiar todo lo que representaba Hollywood no le salió gratis –aunque actualmente la industria reivindique lo que un día acalló: diversidad racial, sexual y de género; tolerancia, libertad e igualdad de oportunidades. Y en 1988 otorgara a Billy Wilder un premio honorífico–.
«Si Alfred Hitchcock fue los calamares a la romana del bar de la esquina, Billy Wilder quiso ser las trompetas de la muerte de un estrella Michelin».
Ya lejos de las cámaras, en una entrevista con Cameron Crowe para el libro Conversaciones con Billy Wilder (1999), un viejo y más sabio Billy sentenció: “Da igual todo lo que hagan para quitarme de en medio. Si algo bueno tiene el cine es que jamás entierra a sus muertos”.
Un marzo se llevó a Wilder hace 19 años y todavía sigue vivo. Se manejó con soltura entre trabajos tildados de buenos y otros de exquisitos, sus películas han sido objeto de estudio en facultades, caricaturizó las vergüenzas del ser humano para hablar de su tesis sobre la miseria del mundo que habitamos y alimentamos, destiló el vinagre y lo convirtió en vino haciendo uso del humor y el sarcasmo que tanto le caracterizó para reírse de todo y de todos, e hizo de la comedia –género difícil de dominar– su herramienta diaria de trabajo hasta ser experto en ella al tratar los dramas de la realidad (como preparar espaguetis escurridos en una raqueta para alguien amado, a sabiendas de que jamás te valorarán el esfuerzo).
Una trayectoria dedicada a contar historias y que lleva a hablar de un hombre más escritor que director, eso sí, puesto al servicio de lo audiovisual. Tal vez se equivocó de profesión para suerte del cinéfilo. Su propio epitafio lo confirma: “Soy escritor, pero nadie es perfecto”.
Ganador en casi todas sus luchas, este cínico de lengua ácida, que vivió bajo el amparo de la ironía, sólo se sintió en desventaja frente a los húngaros, porque “ellos entran contigo a la vez en una puerta giratoria y son los únicos que salen antes que tú. No se les puede superar en eso. No todo lo hago bien”, bromeó. Puede que sea el único crepúsculo de dioses que no conquistó. El que sucede plano tras plano lo tiene a su nombre y, años después de su aportación, se le reconoce como una de las figuras más indispensables al hablar de cine clásico y moderno a la vez, el de montaje sencillo y lenguaje difícil.
Sin prudencia: por razones de mentalidad no le dejaron más alternativa que retirarse, pero su espléndida decadencia confirma, todavía hoy, la inquebrantable alteración de sus valores. Wilder fue Wilder. Y no sólo hizo cine, lo fue. Hollywood nunca ganó.