Cuenta Berto Romero que, de niño, un día se fue al colmado de su pueblo a comprar queso en lonchas. Mientras el tendero se afanaba en cortarlo casi transparente, él dijo: «Mi madre me ha pedido queso fino, no rallado», y el comentario, sin querer, se convirtió en un chiste. «Se rieron mucho en la tienda», recuerda, «y yo no entendí muy bien qué había pasado».
Eso lo entendió después. No había un afán en hacer reír: aquello salía como las finas lonchas de queso de la cortadora, era cuestión de tiempo. Treinta años después, quienes vean la tercera y última temporada de Mira lo que has hecho (Movistar+) reconocerán en uno de sus capítulos algo parecido en la escena en la que un niño descubre la magia de hacer reír. Un ejemplo de metaficción que resume muy bien el espíritu de esta divertida y tierna serie sobre lo que es ser padre y ser hijo y hermano y marido y amigo… y también sobre cómo convive la realidad con la ficción. O, como dice él, «contar tu vida pero sin contarla».
Ni ficción ni realidad, ¿o ambas?
La prioridad de la serie era que fuera lo más parecida posible a la realidad, pero lo que explico obviamente no son mis vivencias, entre otras cosas porque mi vida dramáticamente no da para una serie. Lo que he hecho al escribir ha sido construir una ficción a partir de verdades.
Empezaste como un padre primerizo y has acabado con familia numerosa, como en la realidad. ¿En la serie quién es más real, tú o tu personaje?
Creo que son los dos. Porque en ambos casos expreso una cosa: mi miedo a no ser un buen padre. Ahora, si soy bueno o malo, nunca lo sabes. Estoy en ello. Lo que cuento en la serie, sin ser verdad, es veraz. Y lo que sí sé es que en la realidad soy padre de familia numerosa porque tengo tres hijos y parece ser que por eso te dan un carné.
En este caso el método Stanislavski era inevitable.
Así es, para recrear a Berto, he tenido que vivir con Berto, y no me duelen prendas decir que estos 45 años me han ayudado mucho a preparar el personaje. Pero, ojo, para prepararte un papel el trabajo es el mismo porque, aunque seas tú, cuando llega el momento de actuar hay una serie de emociones que tienes que interpretar de manera veraz. Si quieres parecer enfadado, triste o vulnerable, el proceso es el mismo. Y no te creas que por ser uno mismo es más fácil. Mantener esa naturalidad, que parezcas tú pero a la vez estés recitando un texto… tiene su truquito también.
«Estoy en ese momento bisagra que es clave en la vida,
ése en el que te toca a ti ponerte en la primera línea»
Has contado lo que es ser hijo, amigo, padre… y todo en la llamada ‘mediana edad’, ¿hablamos de crisis?
Llámalo como quieras, pero sí reconozco que estoy en ese momento bisagra que es clave en la vida, ése en el que te toca a ti ponerte en la primera línea o en la trinchera –que es algo que sale en la tercera temporada en forma de pesadilla–. Eso sucede cuando tienes esa sensación de que ya no hay más excusas. Yo recuerdo cuando iba a casa de mis padres que pensaba: aquí tengo un cierto margen, puedo dejar los zapatos tirados o los platos en la mesa. Pero eso un día se acaba, porque tienes que hacerte cargo de tus hijos o de tus padres, o de ambos a la vez, que es aún más complicado. Eso lo estoy viviendo, pero es muy trascendente. Es como si te dijeran: vale, se acabó la tontería, éste es el juego de verdad.
¿Nos metemos en faena? ¿Qué tal cocinas?
A mí siempre me ha gustado cocinar. Antes tenía cuatro o cinco platos que me funcionaban bastante bien y ahora tal vez llegue a veinte, pero no sé lo que es esferificar. Eso sí, hago unas albóndigas como las de bar que no das crédito. Ya sabes, la clásica tapa de los bares con esa salsa de vino blanco. En casa me lo celebran mucho.
¿Qué celebrabas tú de la cocina familiar?
Mi madre cocinó siempre muy bien… aunque el producto en casa tampoco era muy bueno. Yo recuerdo, siendo ya mayor, comerme un filete bueno y de verdad que flipé. Me dije, ah, ¿pero la carne era esto? Nada que ver con aquello que yo comía, y bien pasado a la parrilla… Sin embargo mi madre los guisos los hacía muy bien. Y luego empezó a ponerse creativa, llegó a hacer cosas muy variopintas.
Mi padre sólo hacía huevos fritos, pero los bordaba. Y también teníamos ciertas tradiciones culinarias, como las roscas de anís de Navidad que hacíamos entre toda la familia, y era un momento muy especial, o cuando mi abuelo cocinaba caracoles. Pero aquellas recetas básicas de mi madre en realidad las he empezado a hacer para mis hijos. Y ahora con ellos hemos comenzado a hacer muchos pasteles y bizcochos. Hago un strudel con manzana y pera por lo menos una vez a la semana.
Y volviendo al principio, al queso en lonchas. ¿De verdad llegaste así a la comedia?
Ésa fue la revelación, pero en realidad creo que usé la comedia para sobrevivir, como todos los feúchos o los del montón. Uno identifica rápido su hueco: si no eres el listo, el guapo o el deportista, ¿qué eres? Yo me di cuenta de que cuando hacía reír me prestaban mucha atención, que al final es lo que queremos todos: que nos hagan casito. Rápidamente identifiqué que eso era un arma, pero no tenía claro que de eso se pudiera trabajar, y menos vivir de ello. Eso se produjo más tarde, cuando me dijeron que me podían pagar algo, ahí ya todo cambió. Pero hay una cosa que Javier Cansado, uno de los grandes intelectuales de la comedia y al que admiro, decía: que hacer gracia es una decisión que toman los demás. No tú.
Como el cliente en un restaurante. Pero el efecto de la comida y la risa es el mismo: hacernos disfrutar.
La risa es el patrimonio más valioso que tiene el ser humano y que es lo que le define. Es el único animal que se ríe conscientemente de lo que hace. Además es un rasgo que une a la gente, por afinidades, es maravilloso cuando te ríes de las mismas cosas. Yo desconfío mucho de la gente que no se ríe. La risa tiene algo de catarsis emocional. Como ese ‘me río por no llorar’, que indica que es una válvula de escape. Hay risas de muchas clases, pero algunas son como pedos: me tengo que reír porque si no reviento. Eso me fascina, pero qué te voy decir yo… A mí me parece un trabajo precioso.
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