Puede que haya sido de forma involuntaria, pero Benjamín Prado (Madrid, 1961) se puso a escribir Todo lo carga el diablo (Alfaguara), la quinta entrega de las novelas protagonizadas por su personaje Juan Urbano, ese profesor de instituto metido a detective y autor de encargo, en plena eclosión del movimiento Me Too. No… la obra no afronta casos de abusos sexuales a mujeres, pero sí nace en un momento precioso y preciso de reivindicación del papel que juega la mujer en la sociedad, al abordar las vidas reales de Margot Moles y Ernestina Maenza, dos esquiadoras que fueron la primeras deportistas españolas en ir a unos Juegos Olímpicos: los de Invierno de Garmisch-Partenkirche de 1936, y cuyas vidas cayeron en el ostracismo más absoluto tras la victoria de los golpistas militares en la Guerra Civil.
‘Todo lo carga el diablo’ surge en un momento de mucha crispación política y en ella muestras la amistad entre dos deportistas, una republicana y una mujer de derechas.
La amistad entre los dos personajes reales de mi novela es muy hermosa, porque duró toda la vida. Defendían extremos ideológicos en aquellos momentos: una, Margot Moles, era firme republicana; la otra, Ernestina Maenza, defensora del levantamiento militar. Y las dos fueron proscritas tras la Guerra Civil: una por razones ideológicas y otra por razones morales. Ernestina Maenza, en una época en la que no existía el divorcio, se separa del marido, harta de sus infidelidades con todas las actrices a las que representaba, desde Sara Montiel a otras de menos fama, y por eso fue recortada de las fotos, vilipendiada por la sociedad, tachada de “perdida” e “inmoral” y eliminada de la historia, como si no hubiera existido.
Tuve que escribir sus rasgos biográficos a partir de todo lo que se dejó de saber de ella. Y tuve que buscar testimonios personales y libros dedicados a otras mujeres para ver quién era esta persona misteriosa, gran campeona, aunque estuviera un poco a la sombra de Margot Moles, que era ‘la Cristiano Ronaldo’ de la época. Tuve que inventar la realidad como cuando oyes a una persona en una conversación telefónica y por lo que dice uno vas deduciendo lo que dice el otro.
Lo más impresionante de ellas es que nunca dejaron de ser amigas. Pasaron toda la vida compitiendo y ayudándose. Y cuando Margot se tuvo que quedar encerrada en casa porque se le prohibió no solamente hacer deporte profesional, sino dar clases de educación física, Ernestina la ayudó todo lo que pudo.
Pese a la crispación, tú aseguras que nuestra sociedad no es guerracivilista…
Sí, creo que esa impresión la provocan quienes quieren que lo sea. Lo mismo que en las empresas hay personas que se dedican a crear conflictos para luego ofrecerse a solucionarlos, también hay gente en la política que vive de enfrentar, de tensar la cuerda y provocar estados de violencia latente para luego ofrecerse a salvar la patria.
No te olvides que Franco les engañó a todos: él venía a reinstaurar la monarquía. Y sí, reinstauró una, la suya.
Eso es lo que pasa. Pero no creo que los españoles seamos específicamente representables por ese cuadro de Goya en el que dos individuos enterrados en el barro hasta las rodillas se dedican a darse de garrotazos. Lo que pasa es que a veces confiamos en quien no debiéramos confiar o los que llegan al poder, a lo mejor, no son los mejores de cada casa.
¿Cuándo te planteaste que Juan Urbano iba a protagonizar diez novelas? ¿Tenías en la cabeza convertirte en algo así como el autor de los ‘Episodios Nacionales’ del siglo XX y XXI?
¡Ojalá! Soy muy partidario de autores como Galdós o Cervantes. Esta idea quedó establecida desde el principio, porque a mí me ayuda a estar centrado. Y a veces, incluso mientras estoy escribiendo una novela, se me ocurren cosas para otra y las apunto en un cuadernito: “¡Mira, esto para la séptima estaría bien!”. El plan era ése desde el principio, igual que hacer que cada una de las diez tuviera un género distinto. La última, la décima, tendrá que ser de ciencia ficción y no tengo ni la más remota idea de cómo voy a conseguir llevar al pobre Urbano, que es tan realista y trabaja con la historia y el pasado, a ese terreno… Pero como me quedan cinco para llegar a eso, ya lo iré viendo.
La novela arranca con el encuentro entre Juan Urbano y Diego Raúl González en un restaurante “de cinco tenedores”… Me llama la atención que emplees la terminología de los tenedores, tan arcaica, y no la de las estrellas Michelin.
¡Eso significa que ya soy muy mayor! [risas]. Me hace gracia recuperar ciertos aspectos del lenguaje perdido. Pienso que en los tiempos en los que vivimos se está simplificando demasiado y que los barbarismos están eliminando expresiones muy bonitas. A mí me parecía maravilloso que en los restaurantes se marcase la calidad en tenedores, algo que era una cosa, en el fondo, tan práctica, por el utensilio que se utiliza, y no en estrellas, como los hoteles. Parece una tontería, pero hoy el llamarle ‘teléfono’ al móvil resulta una rareza. Ahora decimos: “¡Dame tu móvil!”, en vez de “dame tu teléfono”.
Pese al restaurante, no hay referencias a la comida. Está claro que Juan Urbano no es un gourmet como el Carvalho de Vázquez Montalbán. ¿Qué papel juega para ti la gastronomía?
¡Lo que está claro es que Juan Urbano es muy mal comedor! En eso sí que nos parecemos. En Chile me dijeron que soy “un zanahorias” y me hizo mucha gracia la expresión. Yo soy de comida sana y poco contundente. ¡Parece mentira que Juan Urbano sea hijo de asturiano! A él le gusta más la bebida, el buen vino, el Château Cantemerle, que la comida. Pero se contrarresta con otros: en todas las novelas sale un bar, el Montevideo, con ese dueño que se llama Marconi, a quien yo siempre veo exactamente con la cara de Mario Benedetti. Pero hay otro personaje, Isabel Escandón, que sí que disfruta de la comida asiática o de algún pan francés. Pero a Juan no lo invites a comer por ahí. Tiras el dinero, es un desperdicio, como conmigo.
Entonces imagino que en el confinamiento no has estado haciendo pan…
El pan lo hace mi mujer en la Thermomix: de centeno, riquísimo. A mí me dio por hacer poemas.