Ya nadie sabe quién lo dijo realmente. Se sabe que uno queda bien cuando la pronuncia y que a la vez queda como un idiota si la suelta a destiempo, en el lugar equivocado: «Nunca se es lo suficientemente rico, ni se está lo suficientemente flaco».
No puedo olvidar el tobillo, casi del Greco, de Bebo Valdés –entonces octogenario y ya una estrella– en la Mar de Músicas de Cartagena, llevando el ritmo del pedal del gran piano dentro de un zapato una talla más grande.
Bebo estaba tan flaco que pareciera no tener fuerzas para apretar bien las teclas. Recuerdo verle moverse sobre el escenario y pensar que de haber tropezado con un cable yo habría sido testigo de su paso al Olimpo de los jazzmen. ¡Qué tontería! Bebo ya estaba en el monte de los dioses, donde ahora seguramente esté amenizando el aburrimiento de las deidades.
Yo también fui flaco. Muy flaco. De ese tipo de flacos que al quitarse la camiseta en la playa dan ganas de invitarles a un bocadillo.
Ya no lo soy. Acumulo equipaje. Me consuela que debe ser un salvavidas gourmet y que los gusanitos, si me comiesen ahora, dirían «qué rico está éste». Pero, claro, nadie conoce que los ungulados hablen.
La delgadez de Bebo era quijotesca. No de ésas que te da palo preguntar si uno está «malito». Era una delgadez austera, de viejo sabio de tripas ruidosas. Por eso no olvidaré nunca tampoco la escena de Calle 54 –la película documental que cambió su vida, la de Fernando Trueba y quizá la mía también un poco– en la que Bebo le espeta a su hijo Chucho, tras años sin verse: «Hijo… ¡Te has puesto como un sapo!».