Barracuda es la medida de mi buen humor. Es mi alegría viajar a Madrid y pensar: hoy voy a Barracuda.
Tendría que ser un objetivo indiscutible de cada restaurante hacer feliz a sus clientes y que cumplirlo fuera su mayor mérito.
Pero en estos tiempos -surgidos de El Bulli- de una cocina de tan alta calidad en España, de tan alta calidad y en todos los registros, no sólo el creativo, es verdad que los clientes nos hemos puesto a analizar la cocina más que a nosotros mismos. Hay una pedantería que no es exactamente culpa nuestra, pero que la tenemos, y todo el mundo se siente como obligado a tener una opinión gastronómica sobre los restaurantes a los que va. No es necesario, de verdad. El nivel creativo han de ponerlo los chefs y nosotros hemos venido a disfrutar. No somos ojeadores ni analistas. No somos críticos gastronómicos, o por lo menos no todos lo sois.
No es necesario tener un discurso sobre por qué vas a este dos o tres estrellas Michelín, ni es necesario que vayas al restaurante con estrellas o altas puntuaciones en otras guías. Tenemos que recuperar el gusto por ir. No es una actuación ir a un restaurante, es un placer. No puntúa en ninguna competición que hayas ido a restaurantes más de moda o más caros o más laureados o más raros. No se trata de puntuar más que en el ranking de tu felicidad y el de las personas que te acompañan.
Barracuda es un restaurante sobre la felicidad, una casa que trata bien al cliente sin obligarlo a pensar ni a tomar decisiones drásticas. Todo es bueno en Barracuda. Todo es alegre. Todo es celebrativo y está pensado para que todo el mundo esté contento y sin tener que hacer ningún esfuerzo. Me gusta Barracuda. Adoro Barracuda. Me siento tan bien tratado en Barracuda que hay veces que estoy en Madrid y voy a comer y a cenar y a comer y a cenar dos o tres días seguidos. Porque me gusta cómo me tratan y de vez en cuando necesito no sentirme juzgado ni juzgarme a mí mismo por comer un taco o beberme unas cuantas margaritas a la salud de lo contento que me pone pensar en México y en todo lo mexicano.
Luego está también la legendaria simpatía de camareros y camareras. Si alguien te dice que “no” a algo en Barracuda, sal otra vez y mira en la puerta el nombre del restaurante, porque probablemente te habrás equivocado y no estarás en Barracuda.
Lo ideal en esta casa es pedir primero el guacamole con chicharrones. Luego el queso fundido, pero hay que vigilar, porque últimamente han tomado afición a poner cebolla y otras verduras que entorpecen el aire de plato infantil que siempre ha de tener un choriqueso. Es mejor pedir los condimentos aparte de modo que cada cual se los pueda organizar como quiera, sobre todo si vas con tus hijos. El ceviche de langostinos con jalapeño es imprescindible.
Los tacos dependen mucho del gusto de cada uno y por lo tanto hay que preguntar y dejarse aconsejar, pero también tener en cuenta lo que nos gusta, porque al final tiene poco sentido establecer categorías más allá del placer en algo tan elemental como comerse un taco. A mí me gusta el de arrachera.
Aunque sea una aparente perversión, la margarita de fresa es sensacional. Es la margarita MX, la margarita de la casa. Puede parecer una horterada pero crean si les digo que lo más normal cuando pides una es pedir otra y luego otra y luego seguramente también otra más.
Barracuda es fantástico para ir con amigos, con una novia o en familia. Siempre se adapta a ti y siempre de la manera que tú necesitas. Los camareros saben lo que están sirviendo y es importante confiar en sus explicaciones y en las proporciones de lo que pidas, porque con el hambre y la ilusión por ir a un mexicano acostumbramos a pedir muy por encima de nuestras posibilidades de nuestro estómago, ya resentido por los años y los estragos.
Podríamos vivir siempre en Barracuda. Y hasta morir en Barracuda sería un magnífico plan final, pero con lo bien que me tratan en la casa prefiero agarrarles este mal trago.