La calle Rector Triadó se encuentra en el barrio de Hostafrancs de Barcelona, en el popular distrito de Sants-Montjuïc. Es una de esas calles de las que nunca aprendes el nombre pero por la que acabarás pasando millares de veces a lo largo de tu vida. Durante el día es una vía bastante concurrida, con el ruido fervoroso del pulso vital del barrio. Más férvido aún por ser la calle que conecta la Estación de Sants, uno de los principales puntos de llegada y partida a y de Barcelona, con la Plaza España, otro de los centros neurálgicos de la capital catalana. Vaya, que durante toda la mañana y toda la tarde es un constante ir y venir de guiris recién llegados o a punto de volver a sus casas, arrastrando rojos como gambas o blancos como la leche, dependiendo de si van o vienen, sus maletas.
Por la noche, cuando oscurece, el tráfico de turistas no aminora. Por eso, como es una calle muy mal iluminada, es uno de los rincones favoritos de cacos y malhechores para pegar el ‘palo’ a los viajeros más incautos. No es para nada extraño pasar por ahí y cruzarse con un inglés, un alemán o un francés al que le acaban de mangar la cartera o el reloj, corriendo detrás del chorizo que le ha pegado el estirón. Hace años que los vecinos de Rector Triadó reclaman una mejor iluminación y una mayor seguridad. “Welcome to Barcelona 2019”.
El edificio del número 27 de la Calle Rector Triadó fue erigido con la llegada del siglo XX, en el año 1900, cuando Barcelona ya era la Ciudad de los Prodigios y estaba a punto de florecer en llamas para devenir la Rosa de Foc, aquella Barcelona que ha descrito como nadie Eduardo Mendoza en las novelas protagonizadas por su anónimo detective chiflado. Era (y sigue siendo) una construcción de planta única que pocos meses más tarde ya servía de posada. Dicen que en aquellos primeros años de actividad, en el número 27 se servían las comidas y en el local contiguo era donde estaban las habitaciones en las que los clientes podían descansar. Fue en 1929 cuando el establecimiento pasó a ser una bodega, la Escala. Hasta su cierre colgó en sus paredes una foto de aquel entonces, con sus cocineras y camareros a las puertas del local. Entre los clientes habituales de la Bodega Escala estaban los currantes del antiguo matadero de la ciudad, en la cercana calle Aragón, que cerró sus puertas en el año 1975. En su lugar se levantó el Parque de Joan Miró, también conocido como el Parc de l’Escorxador (Parque del Matadero). Cuando acababan su jornada laboral, los trabajadores del matadero se acercaban a la bodega con los desechos de los animales sacrificados. Ahí les cocinaban las criadillas y el resto de minucias.
LA BODEGA DEL BUEN ROLLO
Carlos Estrada empezó a trabajar en el Bodega Escala con catorce años, ahora tienes 59. Desde hace unos años, cuando la última generación de los antiguos propietarios le traspasó el local, la bodega pasó a llamarse Bodega Carlos, aunque para la clientela, tanto los de toda la vida como para los recién llegados, no dejaba de ser un detalle intranscendente. Nada ha cambiado. Es más, sobre su puerta siguió sin lucir un cartel informando sobre el nombre del establecimiento. Era la bodega del barrio y punto. Además, era en su modestia donde se encontraba una de las principales excelencias y virtudes del local. Entrar en la Bodega Carlos era como colarse en una película de Robert Zemeckis, con la diferencia de que en lugar de plantarte en un dinner norteamericano de la década de los cincuenta, lo hacías en un local de comidas de Barcelona de los de toda la vida.
Cuando entrabas en la Bodega Carlos, tras flanquear una puerta en la que un cartel avisaba de que “si vienes de buen rollo puedes pasar”, lo primero que sorprendía era la altura de su techo, más de siete metros. Uno de esos techos altísimos de edificio de inicios de siglo XX. Justo a la entrada, a mano izquierda, una infinita barra de mármol lucía siempre flanqueada por una clientela que leía La Vanguardia o Mundo Deportivo y se quejaba por tener que ir de nuevo a elecciones o apostaba por echar de una vez por todas al entrenador del Barça tras la derrota del último domingo; y todo eso, mientras se tomaban un carajillo bien cargado, un quinto Estrella o un vaso de vermut de la casa.
Acabado el repaso a la actualidad, dejaban las monedas sobre la barra y se despedían ya de espaldas, camino a la salida. Carlos cogía las monedas y las dejaba en una caja registradora centenaria, de esas por las que pagarían una pequeña fortuna los cazatesoros de la televisión. Tras la barra, unas neveras de madera, propias de un museo de la historia de la restauración, servían de asiento a diversos toneles de cientos de litros, donde los clientes rellenaban a granel botellas de agua mineral con vinos procedentes de las diferentes denominaciones de origen catalanas: Priorat, Penedés… y vermut de Reus. Porque en una buena bodega, el vermut siempre viene de Reus.
Al otro lado de la sala, en unas paredes de color crema que tal vez un día fueron de color blanco, colgaban fotos con las que se podía trazar el relato histórico del local, y junto a ellas, un reloj de la marca de cerveza que se servía en la bodega (en esta y en casi todas las bodegas, bares y restaurantes de Cataluña), además de los recuerdos del Club de Petanca de Hostafrancs, del que durante años fue su local social. La estancia se completaba con una serie de mesas y sillas que debieron llegar al número 27 de la calle Rector Triadó el mismo día que Carlos empezó a trabajar. Aquí no se reservaba: te sentabas si había mesa libre, y si no, le pedías alguien que estuviera comiendo solo si le importaba compartir espacio. Nunca te decían que no.
Si buscabas un rincón auténtico de Barcelona, pocos más ilustrativos del carácter de la ciudad y de su gente que la Bodega Carlos. Aunque para auténtica, su cocina. El menú de la Bodega Carlos costaba 7,95€, y podías degustar delicias de la cocina proletaria como capipota (algo así como la acepción catalana de los callos), bacalao a la llauna, pies de cerdo, oreja, morcilla de Burgos… y una ensaladilla rusa que plantaba cara a cualquier deconstrucción de local hipster de este clásico. “Hacemos entre unos 15 y 20 kilos de callos a la semana”, aseguraba Carlos meses atrás en una entrevista concedida al diario La Vanguardia en la que también descubría que en un día podían llegar a servir más de 100 almuerzos, de esos de tenedor que tanto triunfan entre los gourmets de buen saque, y más de 80 menús. Era una bodega de barrio pero cada día iba a comer expresamente gente de toda Barcelona.
LÁGRIMAS DE DESPEDIDA
La Bodega Carlos cerró sus puertas el día 30 del pasado mes de julio, aunque dejó de hacer comidas el 13 del mismo mes. Las dos últimas semanas solo sirvieron bebidas y cafés. Fue una manera de ir haciéndonos todos a la idea del desenlace inminente: Carlos, su gente y la clientela. Muchos lloraron cuando supieron que la historia llegaba a su final. Y es que su clausura no supuso el cierre de un local más, sino la desaparición de una manera de vivir y de entender la ciudad que ya no volverá jamás. También la imposición de un sistema económico que fagocita rincones como la Bodega Carlos.
Ese mismo 30 de julio finalizaba el contrato de alquiler y la nueva empresa propietaria no quiso renovar el acuerdo. A dos pasos de la Estación de Sants y de Plaza Catalunya, en esta época de gentrificación, se trata de un enclave demasiado goloso como para no montar el enésimo hostal con pretensiones y precios astronómicos. Lidia, una de
las magas al cargo de los fogones de la bodega, decía que pediría asesoramiento a abogados para ver si había algo que se pudiera hacer. Carlos decía que estaba cansado, que ya no podía más.
El de la Bodega Carlos no es el único caso que se ha dado en Barcelona. Son diversos los bares y bodegas icónicos que han bajado la persiana en los últimos tiempos. Es el caso, por ejemplo, de la bodega Peña, que cerró el pasado mes de junio después de más 90 años en el barrio de la Marina de Port, en la Zona Franca, no muy lejos del barrio de Hostafracs y de la Bodega Carlos. La Bodega Peña
se abrió en 1927 cuando Cirilo Peña terminó de hacer la mili en Barcelona. Enamorado de la ciudad, ya nunca se marcharía. Para ganarse la vida montó esta bodega. La última propietaria fue María Peña, nieta de Cirilo. En su caso, ha cerrado porque ningún familiar se ha querido poner al frente del negocio tras su jubilación, ni tampoco ha encontrado a nadie que haya querido pagar el traspaso del local. Años antes, en 2011 ya había cerrado la Bodega 1800, de la calle del Carme. Abierta en 1952, se había convertido en uno de los locales más emblemáticos del barrio del Raval, donde ofrecía degustaciones de vinos y tapas típicas de la gastronomía local. Casualidad o no, cuando Albert Adrià abrió su vermutería en Sant Antoni, una de las barriadas que contaba con más bares y bodegas clásicas y que más está sufriendo ahora el virus de la gentrificación, decidió ponerle el nombre Bodega 1900.
CONCIENCIA ‘PARROQUIANA’
Ante este de goteo de clausuras, más allá de la apertura en los últimos años de bodegas con una estética y filosofía vital a imagen de las de toda la vida, han aparecido iniciativas populares como el Mededebebé-Moviment de defensa de les bodegues de barri (Movimiento de defensa de las bodegas de barrio), una web en la que se reseñan las mejores y más representativas bodegas de barrio de Barcelona, en particular, y Cataluña en general.
Incluso la Administración parece haber tomado conciencia con el tema y el Ayuntamiento de Barcelona ha elaborado una lista de 31 bodegas y bares para estudiar su inclusión en el catálogo de protección de establecimientos emblemáticos de la ciudad, del que ya forman parte 211 locales de todo tipo, y así preservar su actividad, puesto que forman parte fundamental de la idiosincrasia local. Además, mientras dure la evaluación para su incorporación al catálogo, el consistorio ha decidido cancelar cualquier concesión de licencias y permisos de obras en ellos durante un año y así evitar que cambien de imagen o, peor aún, actividad. “Se trata de establecimientos representativos
de los barrios que son punto de encuentro y de reunión de vecinos, familiares, amigos y entidades, y que forman parte del patrimonio colectivo”, destacó Janet Sanz, la teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, al informar sobre la toma de esta medida.
Los 31 establecimientos se distribuyen por toda la ciudad: nueve en el popular barrio de Gràcia, seis en Ciutat Vella, cuatro l’Eixample, cuatro también en Sants-Montjuïc y otros cuatro más Sant Martí; dos en Horta-Guinardó, uno en Nou Barris, otro en Sant Andreu. Entre esos locales destacan algunos como la Bodega Quimet, una de las más icónicas de Barcelona, regentada desde 2010 por los hermanos Carlos y David Montero después de cuatro décadas en manos de la mismas familia. Con la icónica Quimet, el no menos fundamental Bar Leo, en la Barceloneta, con sus tapas y vinos incunables ya de toda ruta gastronómica por la Ciudad Condal. Y la lista prosigue con recomendaciones que no deberían pasarse por alto en cualquier visita a la ciudad, como la Varmutería del Tano, en la calle Joan Blanques, la Bodega Cal Pep de la calle Verdi, la Bodega Manolo de la calle Torrent de les Flors, la Bodega Casas de la calle Providencia… y un largo y entrañable etcétera.
*Artículo publicado originariamente en TAPAS nº 47, febrero 2019.
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