Son las 11:40 de la mañana. Es la hora de la comida en Alcatraz. 258 presos entran en la sala y esperan en fila su turno para elegir menú. Ayer cenaron carne picada con patatas, empanadillas al vapor, tomate estofado, ensalada de remolacha y de postre pastel de moka. Hoy toca sopa de cebada, asado americano, salsa de carne, patatas fritas, calabaza de verano salteada, galletas, pan y café.
Estamos en 1940 y, en este centro, la calidad y variedad de la alimentación es una prioridad. Cualquier queja de los reos –y aquí están los más peligrosos del país– puede acabar en rebelión. No quieren correr riesgos. Por eso se permite a los reclusos coger tanta comida como quieran, eso sí, a condición de que terminen en quince minutos y coman todo lo que se pongan en el plato.
Se sientan por orden de celda y cuando acaban toca dejar los cubiertos al final de la mesa y esperar a que los guardias hagan recuento antes de levantarse. La misma rutina tres veces al día. Siempre bajo un estricto control. Y en el techo, vigilando, catorce dispensadores de gases lacrimógenos preparados en las vigas para ser activados por control remoto en caso de altercados. No en vano, el comedor de Alcatraz se ha considerado siempre el lugar más peligroso de La Roca.
El menú variado y adecuado
La prisión empezó a operar en 1934, y ya entonces los oficiales estaban convencidos de que una comida adecuada llevaba a una conducta adecuada. Por ello, pronto se estableció un panel de menús rotatorios supervisados por el Sistema de Salud Público que aseguraba, además, que la alimentación tenía los estándares nutricionales correspondientes. En caso de que no se cumpliese a rajatabla, había aviso.
En 1952, el jefe de la guardia Phillip Bergen les decía por carta: “He detectado algunas palabras que en el menú aparecen escritas en plural, mientras que la ración es singular. Creo que todos los productos que van racionados deberían ser mostrados del siguiente modo: ‘cuernos de mantequilla’ debería ser ‘cuerno de mantequilla’, ‘rollos de canela glaseados’ debería ser ‘rollo de canela glaseado’. Asimismo, es incorrecto anunciar ‘surtido de cereales’ para describir un ‘mix de cereales secos’. Y debía quedar claro que cuando se pone ‘pan’ en el menú, nos referimos a ‘pan blanco’. Aunque cuando haya otro tipo de ‘pan’ (como de centeno, francés, de pasas, etc), debería haber igualmente suficiente pan blanco en la mesa”.
Unos meses más tarde llegaba otra indicación: “La combinación de habas con espinacas ha aparecido en cinco ocasiones este mes, y tres de ellas en la cena del sábado. El sándwich de queso se ha servido tres veces para cenar en domingo. Los huevos fritos se han servido cuatro veces, tres de ellas en viernes noche. Hay que tomar en seria consideración evitar ‘tipificar’ los días de este modo”.
Un menú que desde 1939 se publicaba en una pizarra negra con letras blancas que la administración había comprado, al lado de la cual, diez años más tarde, se añadirían dos paneles laterales, estos para anotar los resultados de la liga de béisbol y de fútbol americano, así como la puntuación de los equipos de deportivos pertenecientes a la propia prisión.
Pavo con salsa de ostras
Ahora bien, si normalmente el menú de Alcatraz era ya el mejor de todos los centros penitenciarios del país, se superaba en fechas señaladas como Navidad o Acción de Gracias: apios rellenos, aceitunas, pavo con salsa de ostras o de arándanos, guisantes con mantequilla, pastel de manzana y regalos para todos en forma de galletas, caramelos, barritas de chocolate, frutos secos y cigarrillos.
Fuese lo que fuese, eso sí, llegaba en botes y barcazas desde San Francisco. También el agua, ya que la isla no disponía de agua corriente y la que llegaba se utilizaba para beber, pero también para la lavandería, la ducha, regar el jardín y, por supuesto, para cocinar menús de diario y de fechas señaladas. En esos días, las mesas se cubrían con sabanas blancas a modo de manteles, y en algunas ocasiones había hasta centros de flores con geranios. Incluso los presos en régimen de aislamiento contaban con su ración especial.
¿Y quién trabajaba en la cocina? Pues los mismos presos. De hecho, estas tareas proporcionaban empleo al 10% de la población reclusa. Cada uno tenía un rol asignado: cuatro hombres se encargaban de cocinar, tres de hacer pan y pasteles, uno de preparar los vegetales, otro del comedor… y así hasta 27. Ninguno cobraba por trabajar ahí, pero eso parecía no importar a los condenados a cadena perpetua o con largas penas. Y es que como habitantes de Alcatraz no tenían ocasión de utilizar el dinero. Su privilegio era, eso sí, una ducha diaria, y muchos de ellos aprovechaban su puesto para conseguir un poco (en ocasiones bastante) de comida extra.
Nuevas normas
Hasta que en la primavera de 1952 llegó un nuevo supervisor, Mr. Sale. El presupuesto de cocina se había estirado al máximo, pero eso no se reflejaba en los menús. Algo estaba pasando y lo quiso investigar. Empezó a hacer un seguimiento y pronto descubrió que se desperdiciaban muchos productos y que los presos encargados estaban “comiendo lo que querían, cuando querían y donde querían”. Reunió a toda la plantilla y les avisó de que las cosas iban a cambiar: nada de beber café de forma ilimitada, ni leche, ni donuts, ni pasteles, ni nada de llevarse comida fuera del recinto.
Se suprimían las duchas diarias y tampoco se podría ir a la cocina en el día libre de trabajo. La plantilla se reduciría hasta 18 personas. Tenían que decidir, pues, quién estaba dispuesto a continuar con las nuevas condiciones. 15 de los 27 renunciaron enseguida, cosa que no gustó, y por ello se decidió darles dieta restringida, que consistía en dos rebanadas de pan y una taza de puré de patatas y verduras.
El resto dijeron que sólo continuarían si lo hacían todos. Y se los mandó también a sus celdas. Los días que siguieron fueron los administrativos de la prisión los que prepararon la comida, mientras Mr. Sale intentaba sin éxito reclutar presos dispuestos a trabajar. Le faltaba gente… y fue entonces cuando tuvo una idea que en ese momento se consideró revolucionaria: ofrecer a los reclusos negros la posibilidad de incorporarse a los trabajos de cocina, donde hasta ese día sólo había habido blancos.
El 18 de abril, cinco presos negros se incorporaron a esa plantilla y, aunque desde la dirección temían que se produjese alguna revuelta en la sala, eso nunca sucedió. Es más, como resultado de esta reorganización se pasó a comer mejor y a un precio más ajustado para la institución. Y se rompió, de paso, la segregación que había hasta ese momento.
Hartos de macarrones
Pero no siempre las cosas se solucionaban así. El 15 de mayo de 1950 parecía un día normal. Los presos llegaron al comedor a las cuatro y media para la cena sin tensión aparente. Todos se sirvieron la comida –macarrones con queso– y ocuparon sus puestos. Pero una vez sentados, uno de ellos se levantó. Inmediatamente le siguieron sus compañeros, que alzaron la mesa para volcarla al suelo con toda la comida.
Según contaba el guardia Edwin B. Swope, en pocos segundos más mesas fueron volcadas. Algunos presos se dirigieron a sus celdas. Otros se quedaron allí abucheando al capitán y gritando que estaban hartos de macarrones. Querían los filetes que, según ellos, les había prometido el director. Los presos permanecían de pie, y se pidieron refuerzos a todos los oficiales de la isla. Hasta las seis y media de la tarde la situación no se desbloqueó, cuando los reos accedieron a ir hacia sus celdas. La noche transcurrió con normalidad e incluso se sirvieron cigarrillos.
En otra ocasión –según relataba Frank Heaney, oficial de Alcatraz– tuvieron que coger los fusiles para calmar la situación, que en este caso era claramente premeditada. “Los presos empezaron a golpear bancos y mesas, para luego tirar las bandejas de comida y los cubiertos. La principal dificultad –contaba Heaney– era saber si se trataba de una revuelta o de una fuga, donde a menudo se cogían rehenes y había algún fallecido”.
Después de una media hora de tensión, y cuando los guardias ya estaban a punto de coger las máscaras de gas, las cosas se empezaron a calmar. Las consecuencias duraron una semana para los presos: en su celda, sin actividades y sólo un bocadillo para comer.
El comedor, eje de las disputas
Una de las personas que intentaba no faltar en el turno de cena era el alcaide Johnston, toda una institución. Estuvo allí entre 1934 y 1948 y, como él mismo relataba, “tomaba posición para ver qué se servia y cómo los hombres lo cogían. Anotaba los productos que más les gustaban y también a cuáles no hacían caso”. Si alguno de ellos quería hablar con él, no había problema. De hecho, era habitual ver al alcaide en las celdas de los presos después de la cena para mantener alguna pequeña conversación.
Medió con éxito en distintas ocasiones ante los conflictos que surgían, pero una de estas veces, un joven recluso, no contento con la solución, decidió aprovechar la hora de la cena para acercarse a Johnston y golpearlo fuertemente por detrás, dejándolo inconsciente. Una semana más tarde, el alcaide volvía a ocupar su posición en el comedor.
Con quien intentó mantener siempre las distancias fue con Al Capone, a quien tuvo como habitante de Alcatraz durante cuatro años y medio. Explicaba Johnston que toda la prensa le llamaba a diario para saber qué hacía el jefe más famoso de la mafia, qué tareas se le asignaban y si se había producido algún altercado. Dicen que Al Capone intentó en numerosas ocasiones conseguir algún privilegio de la mano del alcaide, pero que este nunca se lo concedió.
El 21 de marzo de 1963, después de 29 años en funcionamiento como prisión federal, Alcatraz cerró sus puertas. Por allí habían pasado 1.576 reclusos. Todos alojados en celdas individuales, con una temperatura confortable y un alto nivel de limpieza. Los internos disponían de ropa de cama y prendas de vestir que se lavaban con mucha frecuencia.
Y en los años cincuenta sus habitáculos se equiparon también con auriculares para poder escuchar la radio. Seguramente, la mayoría recordaremos Alcatraz por haber acogido uno de los gángsters más famosos de la historia y de las películas. Otros lo harán por la buena y abundante comida que se sirvió en su comedor, el lugar más peligroso de La Roca.
¿Dónde está la cerveza?
Para los presos no suponía una gran dificultad elaborar cerveza en Alcatraz. Los que trabajaban en la panadería conseguían levadura y en pocas horas tenían preparados los botes para almacenarla. Lo complicado era esconderla a la vista de los guardias, porque cada vez que la encontraban, la vertían delante de los mismos reos, que enseguida volvían a hacer más.
Uno de los reclusos –Darwin Coon, autor de The True End of the Line– recordaba a “un vigilante que tenía un olfato especial para la cerveza, podía olerla a casi una milla de distancia. Otro, en cambio, tenía el asqueroso hábito de orinar dentro de las jarras donde se guardaba”.
Pero después de algún tiempo descubrieron el escondite perfecto: en medio de la cocina, había una pequeña oficina acristalada para el guardia, con un gran extintor de cobre colgando justo en el lado de la pared, uno de aquellos a los que había que dar la vuelta cuando querías utilizar.
“Lo vaciamos completamente, lo pulimos realmente bien, y lo rellenamos y cerramos vigilando que no escapase ningún olor. También escondimos jarras y botes en algunos sitios sospechosos para despistar a los vigilantes. El viernes por la noche era nuestra hora de la cerveza. Y puedo asegurar que el día que me fui, el extintor con cerveza todavía colgaba de allí”.
*Artículo de Xénia Lobo publicado originalmente en el nº 40 de Tapas. Si quieres conseguir números atrasados de la revista, pincha aquí.