Hasta 1977 la creencia popular era pensar que sólo Las Vegas garantizaba éxtasis de felicidad, pero nada que ver con la realidad. La dosis más alta de este sentimiento se hizo con un nuevo dueño a finales de esa década de excesos y gamberrismo nocturno neoyorquino: Studio 54. Este local, a diferencia de su principal competencia en el desierto de Nevada, no nació para mantener en secreto lo que allí ocurriera; sus entrañas estaban diseñadas para ser deseadas, consumidas y aireadas. Nada de lo que allí pasara se quedaría entre sus paredes porque el principal objetivo de esta sala fue convertir el ideal en una realidad y dejar que de ello disfrutaran dioses y mortales.
Aunque lo primero que hay que decir de este club, anteriormente un teatro de Broadway, situado en la calle 54 –de ahí su nombre–, entre la Séptima y la Octava Avenida, es que no fue sólo una discoteca de moda, sino el símbolo de una época o, por extensión, de varias. A pesar de que sus comienzos no auguraban una posición predominante en la historia nocturna de una ciudad, ocurrió. Dar con la clave del éxito costó a sus dueños, Ian Schrager (1946) y Steve Rubell (1943-1989), un cambio de localización en el mapa –de Queens a Manhattan, ya que si querían que aquello diera que hablar, había que llevar la tentación a los ojos de los que más sabían de fiestas y no limitarse a la periferia– y unos 700.000 dólares invertidos entre el alquiler y las reformas para que a partir del 26 de abril de 1977 Studio 54 fuera el mejor lugar para hacer volar por los aires el deseo y suprimir el recuerdo –porque si algo había que hacer en este sitio era no recordar lo que allí se hacía–.
EL PODER DE UNA ENSALADA
Un estreno que contó con la ayuda del Daily News, que le dedicó un titular con gancho –sin ellos saberlo– en sus páginas: “Studio 54, ¿dónde estás?”. Nunca antes un mensaje de burla hizo tanto bien a un garito. Si la intención del tabloide fue informar de la apertura de un nuevo local de copas en una ciudad con sobredosis de locales de copas, dando a entender que nacía para morir en la mayor brevedad posible, el resultado fue todo o contrario: ese mensaje suscitó el interés de todos los lectores y de quienes tenían las noches de música y alcohol a su nombre. Carmen D’Alessio, la publicista de origen latinoamericano que se merendó la primera plana del Wall Street Journal por todo el dinero que acumulaban sus fiestas en una noche, estrenó el local con su prestigiosa ristra de contactos con la que se desplazó hasta allí. Y así un sinfín de nombres conocidos de la escena pública de aquellos maravillosos años. Un éxito sin precedentes alcanzado en tan sólo sus primeros cinco minutos de vida que, sin embargo, para sus dueños fue visto como el mayor fracaso, tal y como atisbaba la prensa de la ciudad. ¿La razón? La pista se había llenado de gente distinguida, pero el espíritu de Studio 54 no tenía que ser ése. Schrager y Rubell buscaban lo nunca visto y lo impensable desde un punto de vista elitista: reunir bajo la bola de espejos a un cantante y a un vendedor de seguros. Querían, como ellos decían, “hacer una buena ensalada”.
Había que ponerse las pilas, y eso hicieron. La solución la encontraron apostándose en la puerta y pronunciando las palabras mágicas que te invitaban –o no– a entrar en el paraíso soñado, “You’re In”. Si las escuchabas, estabas dentro; si no, otra vez sería…
Y así fue como se hizo realidad el sueño de esta pareja de empresarios de mezclar gente anónima con la más conocida, la guapa con la menos agraciada y la divertida con la que todavía no sabía que lo era. Una ensalada moderna perfecta para pasar a los anales de la Historia como uno de los clubes privados con el mejor casting de Nueva York. “Rubell reunía a guapos ‘don nadies’ con celebrities porque pensaba que los extremos eran el camino a la perfección”, se justificó Schrager en una ocasión. Pero en verdad, ese sofrito de estamentos estuvo más cerca de ser una razón carnal que espiritual.
ENTRE EL CIELO Y EL INFIERNO
Si el interior era absoluta democracia y la libertad era la única norma a seguir, la puerta era una auténtica dictadura y ni un ápice de libertad se atisbaba en ella. Lo deducimos nosotros y lo anticipó Andy Warhol, figura tan importante de Studio 54 que hasta las habladurías le creían dueño de ese tinglado nocturno –del que no lo fue, pero sí de The Factory, su particular hervidero artístico de 1963–, quien junto a Rod Stewart se encargó de dejar claras algunas premisas para cruzar la puerta: no usar fibras artificiales en la ropa interior, ser el primero en entrar o el último en marcharse, llegar con un diseñador o de su parte y estar dispuesto a pecar y redimirse por el mismo delito.
Si se cumplía a rajatabla cada consejo, el interior prometía un continuo palpitar de esternón y una gula de adicciones imposible de querer frenar. El mismo Ian Schrager lo describió de esta manera en el libro Studio 54 (Rizzoli, 2017): “La pista parecía un organismo vivo, respirando el tiempo como una entidad. Quería capturar aquella energía y elevarla, integrarla en el mundo a través de un tipo de club nuevo”. Allí, un joven Michael Jackson descubrió que era el sitio al que siempre volvía cuando tenía que escapar de algo, Richard Gere bailó con alguna que otra pretty woman, Elton John se puso las gafas de no asumir el descontrol, Paloma Picasso dio buena cuenta del poderío español, Dalí cebó su visión abstracta del arte, Lizza Minnelli se lo pasó mejor que su madre en Oz, Margaux Hemingway brilló en la pista con la soberbia que desprendían sus piernas infinitas, Liz Taylor sopló las velas de su 46 cumpleaños y Lilian Carter (la madre del presidente Carter) nunca supo decir si cada rincón de ese local pertenecía al cielo o al infierno. Allí todo el mundo tenía sus 15 minutos de fama, como siempre reivindicó el genio del Pop Art. Y es que la moral no era asunto de nadie durante las horas que uno pasaba ahí dentro –mucho menos cuando se salía porque ya no importaba–. El alcohol, el polvo blanco y los fluidos corrían a tal velocidad en aquella sala que todo era pasado y el pasado no le interesa a nadie una vez ocurrido. Fuera, en la calle, una manada de periodistas y fotógrafos se agolpaban para intentar colarse y captar algo para poder llevar la instantánea a portada de algún periódico; y los recuerdos que se tienen de esos días se lo debemos a Bill Bernstein, fotógrafo acreditado para cubrir el evento social que tuvo lugar allí, y del que Lilian Carter fue embajadora, para después seguir paseando su cámara entre los invitados cada noche.
EL CABALLO BLANCO
Todo se tildó de surrealismo; y si no, que se lo digan al caballo blanco que en una misma noche tuvo el honor de llevar a su lomo a Bianca Jagger al centro de la pista, en su fiesta de cumpleaños, y ser besado por Dolly Parton. Menuda noche para ese animal. La foto de Bianca de rodillas sobre un caballo blanco dio la vuelta al mundo y marcó un antes y un después en la fama de este club. Se benefició de un mayor éxito y consiguió más devotos, tantos que hasta el mundo de la moda quiso ser partícipe del jolgorio. Diseñadores como Carolina Herrera, Calvin Klein, Karl Lagerfeld, Valentino, Halston, Yves Saint Laurent – quien presentó allí su perfume Opium– o Issey Miyake –quien realizó también allí un desfile de moda para celebrar el primer aniversario del club– se convirtieron en miembros asiduos de las promesas de sus largas noches. La música, la política, el arte, cualquier disciplina quería probar sus mieles y olvidarse por un rato de la mala racha que estaba experimentando el país debido a un Watergate ido de las manos y un Nixon pasando de una casa blanca a un futuro negro, un conflicto abierto con Vietnam y un Hollywood arcaico mentalizado de que las veladas en pareja acababan a medianoche.
Studio 54 llegó para revolucionar no sólo la vida nocturna de la ciudad, también para llevar el pensamiento humano a un estado superior, el de gracia. Y algo así tuvo que pasar cuando cuarenta años después de su inauguración, y aguantando abierto sólo tres, todavía hoy se sigue hablando de sus ángeles y demonios.
UNA MALA COPA
La primera pregunta sobre este club ya está contestada: tuvo éxito porque dio a la gente lo que ni siquiera sabía que quería. La segunda tiene que ver con su clausura. Aquí la respuesta está íntimamente relacionada con la promesa que Studio 54 siempre cumplió: el exceso. La ambición de sus dueños por comprar el Olimpo les llevó a tenérselas que ver con la justicia en varias ocasiones. El primer aviso de que el infierno se acercaba tuvo lugar al poco tiempo de su apertura.
Y es que, a pesar de ser un club privado de mirada pública, Studio 54 guardó un único secreto. Absurdo e impensable, pero cierto. El famoso club no contó en sus comienzos -y casi hasta el final- con licencia para vender alcohol, pero si algo no faltaba en sus copas, noche tras noche, fue alcohol. El chivatazo se debió a una cuestión de ego. De sobra es sabido que sólo eras alguien si cruzabas la cinta de terciopelo rojo de la entrada. A nadie le gusta ser rechazado, y que alguien no escuchara el mítico “You’re In” en la puerta fue suficiente para encontrar una venganza institucional y poner en conocimiento de la Autoridad Estatal de Licores de Estados Unidos que nada de lo que corría en las barras de ese sitio estaba permitido. El asunto se puso feo y, aunque salieron airosos de este episodio, el único propietario vivo del club, Ian Schrager, confesó en el documental Studio 54 (2018) lo ocurrido: “Conseguir este tipo de licencias en una ciudad abarrotada de clubes es complicado. Presentamos cada día al Ayuntamiento un permiso temporal de 24 horas para trabajar como empresa de catering. Fue Roy Cohn, por entonces abogado y mentor que enseñó a golpear a Donald Trump, quien se encargó de este asunto. Fue difícil, pero salió bien”.
Aunque a día de hoy se siga sin saber quién fue el responsable de ayudar a que aquella bóveda celeste ya no figure en el mapa, sí se sabe lo importante: una mala copa ilegal puso la tinta al acta de defunción de una época irrecuperable en la que todo era posible, de unos años setenta convertidos en un paréntesis en la Historia. Y más tarde en una maldición.
La legalidad nunca fue prioritaria y la factura de todo este despropósito se pagó cara. El 14 de diciembre de 1978, el FBI cruzó la puerta para incautar más de tres millones de dólares en dinero negro escondidos en un falso techo de aquella nave nodriza. Tal vez, decir abiertamente que sólo ellos hacían más dinero que la mafia no fue una buena idea. Los dos propietarios fueron a la cárcel y, a pesar de rodearse de 37 abogados para intentar solventar el traspiés, cumplieron la condena. La resaca que dejó este incidente no se pasó. Fue el primer error de muchos que acabarían con aquella Gomorra moderna el 4 de febrero de 1980.
Concretamente, fue Sylvester Stallone quien pagó la última ronda, Diana Ross la encargada de ofrecer su mejor actuación y Last Dance, de Donna Summer, la última canción que reventó los altavoces de la sala.
A partir de su clausura se dice que Studio 54 dejó una maldición muy viva entre quienes fueron miembros de honor: Truman Capote no volvió a desgastar una pista con sus zapatillas de andar por casa, Bianca Jagger se negó a cruzar otra puerta de la mano de Mick –y dejó a su marido poco tiempo después–, Andy Warhol pasó de dormir en su sala de fiestas preferidas a hacerlo en un hospital –donde finalmente murió–, el disco fue sustituido por el hip hop en las discotecas, la bola de espejos que dominó el club pasó a hacerlo con menos gracia en el Jane y las leyes pagaron con el resto de garitos las malas artes de Studio 54. Sólo hubo una persona que frecuentó ese sitio y dejó entre sus paredes una intención que dio sus frutos. La confesión de Donald Trump de querer ligarse a la política para ganar unas elecciones.
Eso pasó, como también pasaron otras muchas cosas, entre tantas, que la lápida de Studio 54 se colocó muy pronto –como de alguna manera adelantó el Daily News, que se equivocó pero no tanto– porque la suerte duró dos años y nueve meses. Es la historia de un club de éxito inesperado y decadencia previsible. Pero es lo que tiene la vida, que dura tan sólo un instante.